Emanuel Gil Milian


Un tren que se llama Deseo

Ataviada de blanco como una novia y con una maleta en la mano, Blanche Dubois, mientras da breves pasos, susurra una canción tal si fuera un himno sublime. Ella, que conoce y ha vivido como pocos el placer del pecado, ahora, canta anhelando la luz. Y mientras que emprende esta búsqueda, se ve perderse en su mundo interior, uno de donde sabemos no tendrá regreso. Quizás, sea este el modo en que finalmente la bomba, el tornado, Blanche Dubois, alcance redención y no dependa más “de la amabilidad de los extrañosâ€.

Egresado en 2018 del perfil de Dramaturgia, por la Universidad de las Artes, Irán Capote, con el mismo desborde pasional que inundó en 2017 obras suyas como Medea prefabricada o El casting. Esgrimiendo idéntico nivel de desparpajo y la misma agudeza con que anegó los parlamentos de Arró con avichuela (2018), Wifi, crónica de una generación conectada (2019) o Eau de toilette (2019). Desde los timbres del artista inconforme e iconoclasta, con la verdad o lo que entiende por verdad servida sobre la mesa, nos entrega Este tren se llama Deseo.

El espectáculo surge, según ha declarado en varias ocasiones, de “una relectura intensa que realiza a Un tranvía llamado deseo, de Tennessee Williams; un texto que desde algún tiempo estuvo en su lista de posibles propuestas para dialogar con el espectador pinareño[1]â€.

La pieza norteamericana, que se estrenara en Broadway, en 1947, bajo la mira de Elia Kazan (que también la dirigió para el Cine, en 1951) devela ante él, un mural de circunstancias en las que se reconoce –sobre todo las que rodean al personaje principal– y que inevitablemente guardan estrecha relación con el público de este minuto. Motivos suficientes para no dudar en llevar la obra a escena.

Ahora, su acercamiento a Un tranvía llamado deseo, no es impasible y mucho menos, inocuo. Se denota, desde un primer instante que tuvo propósitos bien claros y sabía desde qué cardinales operaría con la obra norteamericana.

Al someterla a un largo proceso de versión, siete versiones en específico, evidencia cuán profundo estuvo dispuesto a llegar dentro de la pieza, a manosear sus entrañas. De ahí que el resultado llega a ser una reescritura visceral, tan particular, tan deliciosamente cercana que nos toca la piel, que por su singularidad, sin dejar de oler a Williams, podemos asumirla casi como un original.

Este tren se llama Deseo, justo cuando se abre, parece una fábula contada por primera vez, con un marcado sentido del aquí y el ahora donde surge. Si bien, Tennessee deposita un especial interés en el debate tópicos relacionados con las sistemáticas fricciones que se generan entre sectores sociales como la pequeña burguesía y las clases más desposeídas en EE. UU, a principio de los novecientos, (representados por un lado por Blanche Dubois, con ínfulas burguesas y desdeñosas, y por el otro, por Stanley Kowalski, un obrero que depende de su esfuerzo diario para sobrevivir). A Irán Capote, por su parte, nacido en pleno Periodo Especial, en esta isla tropical, le interesa que Este tren…, se mueva por otras vías.

Su versión y puesta de la obra de Williams, describe pasiones a flor de piel, desafueros, inconformidades, rebeliones del alma y de la mente que pueden retorcer incluso hasta el acero, lo más sano.

Conociéndose a sí mismo y el contexto donde se ha desarrollado su trayectoria vital, nos presenta un espectáculo que deviene en retrato de sus obsesiones cotidianas, que aspira a ser una radiografía de lo cotidiano en esta parte del mundo. Por eso, sube casi hasta el tope el volumen de carga febril a todos los personajes que coloca en escena.

En Este tren se llama Deseo no les hace limitarse a deberes morales ni a ningún tipo de norma que vaya más allá de su supervivencia, de sus ganas de vivir; algo que les fuera casi imposible en el siglo pasado, cuando vieron la luz de la mano de Tennessee. Dado lo poco que materialmente tienen, lo mucho que deben preocuparse por sobrevivir y que todo ello los conduce a un estado de auto enajenación, de lo primitivo en el plano espiritual, los personajes son más descarnados, menos racionales, viven el minuto más que el día a día, sienten más ansias de agotar hasta la saciedad, sus deseos más lúbricos, aunque esto represente una simonía.

De manera que en Este tren se llama Deseo no sólo será Estela –que fue concebida de este modo desde 1947– quien se siente presa de un deseo casi animalesco por su esposo Kowalski (que conocemos como Marlon, en 2023). Todos los demás personajes estarán a merced de tensiones, de su lascivia y cargarán con el peso de sus acciones.

Blance llega a la casa de su hermana Estela, afectada psiquiátricamente. Se ha resuelto en una existencia llena de desórdenes, accidentes, lujurias, pérdidas y la vida, le ha cobrado factura. Mas, el verdadero motivo que la conduce a su total desquicie no será lo que vivió antes de llegar a la casa de su hermana ni medio confundir la realidad con el mundo ficcional donde anhela existir y que está lleno de lujos que ya perdió (en lo que se hace énfasis en Un tranvía llamado deseo).  Su error fatal, En este tren…, es codiciar y tratar de seducir a primera hora a Marlon, esposo de Estela.

Su baja acción casi postrera, la conducirá a la perdición, puesto que cuando Marlon la haya maltratado lo suficiente como para que sienta rechazo por él, este dará rienda suelta a su condición más rudimentaria y la tomará a la fuerza. Luego de eso, Blanche, pagando sus deudas con el karma, entrará sin remedio en un periodo de descarrilamiento mental sin freno.

Por su parte Marlon (Kowalski, para Williams) también será víctima de sus instintos. Si bien ama a Estela con locura y no soporta que su matrimonio se vea en crisis por la presencia de Blanche. Si bien arde en rabia porque Dubois dilapidó la herencia de la cual su esposa era también dueña, nada de esto impide que sienta un deseo cerril hacia la recién llegada a su casa.   

Esa lujuria lo llevará al asedio y violación de Blanche. Pero también a poner en total peligro la permanencia de su unión con Estela y a que casi ella pierda el bebé que espera, su hijo.

Ni qué decir de Estela, quien “goza, aunque Marlon la muela a palosâ€. Ella respira y se siente feliz, ha dejado la casa paterna y las riquezas, porque existe a la vera de su macho. Será inmolada voluntaria de la violencia doméstica, de la sumisión, porque según reconoce, el deseo la vence, porque irremediablemente “es más mujer que madre, más mujer que federadaâ€. Lo cual la llevará en un gesto concluyente por mantener a salvo su relación con Marlon, a entregar al manicomio a Blanche.

Toda esta amalgama de pasiones que arrastran a los personajes compone el cuadro viviente de bajas pasiones, de violencia, vejaciones, límites que se cruzan en Este tren se llama Deseo.

También otros planteos medulares relacionados con el bregar de los personajes y su relación con su contexto, sustentan el espectáculo. Se ponen sobre el tapete tópicos tan sugestivos como las alternativas más o menos cuestionables a las que recurren muchos individuos en pos de subsistir en un medio social y económico adverso (Blanche, ya sin medios, hace de todo para garantizar a su padre las condiciones, “la cama fowler, el balón de oxígenoâ€, para que pueda ser menos horrible la enfermedad que padece). Se discuten en la puesta, temas como la violencia hogareña o contra la mujer, a la marginalidad que acrecienta en grandes sectores sociales segregados; la creciente resistencia de estos ante las presiones y persecuciones de todo tipo (el monólogo de Eunice sobre su negación a colaborar para investigar a Blanche, es brillante).  

Lo cual nos confirma que Este tren… no es una propuesta monotemática, que se asfixia en sí misma abordando la manera en que los personajes dan rienda suelta a sus desenfrenos, sino que se abre, se expande, debate zonas neurálgicas entre nosotros. Esa cualidad del espectáculo, se agradece.

A Irán Capote le interesa contar la historia y que quede clara al público. Por eso, en sus puestas en escena, cada vez son menos las estratagemas, los artificios, la borla, el barroquismo, los accesorios y la gran escenografía. Sólo aparece lo indispensable: una historia y un actor que debe apelar a su mundo interior para contarla.

Tales presupuestos han dejado desnudo el espacio de esta representación. Una plataforma cubierta de fieltro rojo y una pequeña mesita, donde se colocará el cake del cumpleaños de Blanche, bastarán para sugerir la dimensión, las estaciones donde se despliega la fábula escénica. Capote ha sido minimalista y ha dado en el clavo con ello.

Porque los actores de Teatro Rumbo han sabido crecerse ante la escena vacía y los personajes que les han tocado asumir. De manera general, son ellos transformados en sus roles, quienes llenan el espacio. Sus entradas y salidas desde el público, nada impiden, nada entorpecen. Han desarrollado la capacidad de mantenerse neutrales cuando están entre los espectadores, y uno llega a olvidarse de ellos. Pero cuando les toca entrar en el ruedo de la ficción, entonces, al dar el primer paso, la primera mirada, el estado que reclama la escena está ahí, definido, preciso, con la capacidad para electrificar al espectador.

Gracias a estos, los abundamientos y largos parlamentos de los personajes no pierden su intensidad ni tampoco efecto. En ello, Yunielsy Martínez como Eunice, es una de las más notables. La actriz que hizo su debut en 2013, en La cebra, en puesta en escena de Jorge Luis Lugo, ha crecido mucho desde entonces, tanto que podría pensarse que si no es la fundamental, es una de las actrices clave de Teatro Rumbo.

Su Eunice, es fuerte, segura, defiende con una energía devorante cada uno de los momentos en que interviene en la trama escénica. Puede llegar a ser fácilmente la dama barriotera, que se amplifica y saca de golpe aquellos efectos que hacen retroceder a cualquier macho del ámbito marginal, como la mujer dulce, que se deja llevar por los encantos de una Blanche envuelta en sus delirios.

Su momento más brillante, sin dudas, es el monólogo en que declara cómo dos agentes la convocan a colaborar para investigar el caso de Blanche. Aquí hace gala de sus recursos, se mueve con soltura, sus transiciones a expreso, sus exabruptos, marcan como un disparo cada bocadillo que enuncia. La mole de texto a la que se enfrenta, la ofrece con una verdad abrazadora, de tal manera, que uno llega disfrutar ampliamente el momento, que llega a sentirse cómplice de su personaje.

Por su parte, Yadira Hernández también ha demostrado crecimiento en este espectáculo. Nos vislumbra al no entregar una Estela demasiado sumisa ni demasiado rebelde. Encuentra el punto de equilibrio, sabe cuándo asestar, en el momento que lo requiere, el golpe en la mejilla de Marlon, y cuándo, en el mismo acto, dejarse seducir poco por su esposo, hasta llegar al éxtasis. Todo esto lo consigue con una ductilidad cuidada.

Marlon, el esposo de Estela, no es un personaje fácil de encarnar. Aunque Irán Capote realiza giros leves en su proyección y lo hace comportarse, relacionarse, reaccionar a la manera que lo haría cualquier sujeto barriotero, deja marcas, conflictos, gestus en la biografía este personaje, en los que sin dudas dormita la psicología bien dibujada del teatro psicológico norteamericano.

Primero Marlon López y ahora, Carlos Sánchez, parecen haber aprendido cuidadosamente esas señales. Tanto es así que delinean con hondura agradecible, según sus enfoques particulares –el primero más agresivo, calculador; y el segundo, más meditabundo y con una ira contenida–. Transitan por estados de calma, furia repentina y temible, por la ternura seductora, por la codicia más despiadada, con una organicidad que sólo puede alcanzarse con un trabajo interior municiono. Curiosamente, ambos actores lo han conseguido.

Como Blanche, Sandra, se lleva los aplausos. La actriz, de una larga y probada trayectoria, otorga los tintes necesarios, encaja perfectamente en su princesa imaginaria. Lo demuestra desde que entra a escena y engañada por su propia mente –algo que consigue demostrar muy bien– se exhibe con tintes de alta dama descolocada que logra no resistirse a callar un texto cuestionador en el momento y el lugar menos indicado. Cuando en sus encuentros sucesivos con Marlon, por más que quiere, su nerviosismo y desenfreno, no le permiten ocultar su embeleso por el esposo de su hermana. Sobre todo, consigue conquistarnos al dar riendas sueltas sin estereotipos, al logradísimo proceso en que muestra el desquise gradual de su Blanche.

Demás está decir que la escena final en que parece vestida de novia es uno de sus mejores momentos, puesto que consigue transmitir la imagen precisa de la persona que ya ha abandonado este mundo, el de lo racional, para perderse dentro de sí, en sus propios tormentos y fantasías.

Este tren se llama Deseo es una cuidada reescritura escénica de un clásico como lo es Un tranvía llamado deseo. Irán Capote, como dramaturgo, ha sabido releer exitosamente –algo que no siguen muchos autores– la pieza de Williams. Pero como director, ha demostrado madurez en el oficio, puesto que no se ha dejado seducir por el mito o sus propias palabras, no se ha calcado en escena, sino que ha dinamitado su propia escritura. Traza una impronta en que los brotes de creatividad abundan, devolviéndonos casi como por primera vez, como escrito para nosotros, un relato que se estrenara hace un siglo atrás.

Así Este tren…, desde el tino con que es concebido, se muestra ante el público como un espectáculo necesario, digamos que imprescindible, dado que tiene la capacidad de cuestionar bases de nuestros propios compartimientos cotidianos y de nuestra realidad. Esa admirable capacidad es la que buscamos de la escena, que en estos tiempos no siempre ofrece frutos laudables.

[1] Paráfrasis de un fragmento de entrevista que me fue ofrecida por Capote en 2022 y que se puede encontrar en mi tesis de maestría en Procesos Formativos de la Enseñanza de las Artes, cuyo título es “Sobre un largo viaje de la noche hacia el día: Teatro Rumbo o la impronta del crecimientoâ€.



Réquiem por Impuro

La tragedia se ha cumplido. ¡Descansa en paz Alejandro Yarini, descansa en paz!, dice Carmen. Y una antiquísima canción entonada por los actores como una letanía inunda con más fuerza la escena: ¡Se van los seres, se van los seres, se van los seres a otra mansión. Gracias, gracias, gracias le damos al divino Señor. Gracias, gracias, gracias le damos al divino Señor! Nosotros, los testigos desde la platea del desastre, del héroe asesinado, también decimos para nuestros adentros: ¡Descansa en paz Yarini!

Señalado desde pequeño con una estrella, dotado de una belleza casi sin par en su época, perteneciente a una de las familias más acomodadas del país, con una formación múltiple que le llevó a estudiar incluso en el exterior (EE.UU), con dominio de la lengua española e inglesa; un hábil conversador y seductor de masas, Alberto Manuel Francisco Yarini Ponce de León (1882-1910), más conocido por su apellido, Yarini, fue un meteorito para La Habana de principios de siglo.  

El “Rey de San Isidroâ€, como muchos le llamaban, brillaba por el cuidado de su etiqueta personal, por sus modales burgueses refinados, la bondad del corazón que amaba a la familia, pero también a los suyos de los barrios bajos. Con ellos intimaba, cerraba pactos, pasaba buena parte del tiempo, se batía a balazos o se perdía en fiestas lujuriosas.

De Yarini, a más de un siglo de su deceso, un 22 de noviembre de 1910, se ha hablado mucho. El imaginario popular ha guardado su figura al punto de elevarlo a una extraña beatificación. Tanto es así que quien pasa por su tumba en el Cementerio de Colón puede ver tarjas facturas en las últimas décadas que le dedican epitafios laudatorios.

Carlos Felipe (1914-1975), quien fue reconocido por Rine Leal como uno de los dramaturgos de transición, es sin dudas una figura esencial para el teatro cubano. Legó textos como Esta noche en el bosque (1939), Tambores (1943), El chino[1] (1947), Capricho en rojo (1948), El travieso Jimmy (1949), Ladrillos de plata (1957), El alfabeto o La bata de encaje (1962), De película (1963), entre otros.  

Mas, su opus magnum, la pieza por la que todavía se le recuerda con devoción, es Réquiem por Yarini (1960)[2]. En esta obra no recrea un mito griego, ni siguiera lo parodia, sino va más allá (el principal mérito que le reconocemos). Vuelve a la tradición, a la historia nacional y en encuentra en ella la sustancia, el sustrato suficiente para dotar de una eminente fábula a nuestra escena nacional.   

Teniendo en cuenta los principios a partir de los cuales los poetas trágicos griegos componían sus textos, las leyes que rigen el universo trágico, Carlos Felipe traza su impronta; una tragedia auténticamente cubana. Escoge como protagonista de su texto a un héroe reconocido por todos, cuya historia personal ha sido casi contada como algo divino entre sus contemporáneos y la posteridad (un principio muy importante para los griegos, sobre todo por la cuestión histórica y moral): Yarini. Un héroe que eleva a la altura de las grandes figuras clásicas, haciéndolo moverse entre lo divino y lo mortal[3].

El “Rey de San Isidroâ€, según Felipe, estará rodeado de misticismo. El proxenetismo, la prostitución no serán vistos como un tabú, sino el ambiente sublime en que se moverá. La religión, como en los helenos, como sucedió con Edipo, advertirá sobre su destino irrevocablemente trágico.

La Macorina, una antigua y legendaria ramera muerta, lo reclama para sí. Enciende la llama de la tragedia, echa a andar el reloj, mueve en La Santiaguera una pasión incontenible hacia Alejandro Yarini. Sin embargo, él, en plena ironía trágica, está ausente de todo lo dispuesto por el ánima que lo reclama.

Luchará por su vida, acudirá al elemento mágico para salvarla, pero sus propias acciones, sus decisiones, como los héroes trágicos griegos, determinan su final.

Comete la falla de enamorarse con fuerza telúrica, como nunca antes lo había hecho, como tenía por regla no hacerlo, de una de las mujeres que administra, lo cual nubla su juicio. Luego, no cumple como de costumbre su palabra, pues aun cuando ha perdido en un juego a La Santiaguera, se niega a estar sin ella, y en gesto fatal, intentando devolverla a su regazo, enfrenta al nuevo dueño de la joven, su rival, Lotot. Para concluir, Yarini, conociendo la alerta del oráculo que le niega girar la cabeza atrás hasta el amanecer, vencido por su amor, se vuelve para recontarse con La Santiaguera.

Errores que convierten al Yarini-“Reyâ€, al Yarini-dios, en un héroe trágico. El tratamiento de esos temas en Réquiem por Yarini le garantizó un boleto a la televisión, en 2001, en forma de teleteatro, bajo la dirección general Jorge Alonso Padilla. Luego, en 2008, a la pantalla grande, en versión cinematográfica de Ernesto Daranas, bajo el nombre de Los Dioses Rotos.

En nuestro caso, tres años transcurrieron desde que escuchamos las primeras noticas que se llevaría a las tablas a Réquiem…, de mano de la Compañía de Teatro Lírico “Ernesto Lecuonaâ€. Unos escucharon la noticia con beneplácito y otros con cierto escepticismo, en vista de la fluctuante calidad artística de las últimas presentaciones del prestigioso elenco lírico pinareño.

Con todo, unos y otros aguardamos ansiosamente la materialización del montaje; a fin de cuentas se trataba una propuesta de musical (al menos como se proyecta porque ni una opereta, ni un vodevil, ni una zarzuela, ni ópera es) edificada con material nacional y desde las mismas entrañas de Vueltabajo.

Y aconteció lo que de alguna manera se temía. El proyecto quedó muy grande. Impuro, la versión de Réquiem por Yarini y puesta en escena de Dunieski Jo, al menos como lo recibimos, no posee justamente las piezas ni la combinación exacta de sus engranajes para poder echar a andar correctamente.

Sucede, porque, según se demuestra en escena, no hubo una claridad exacta a la hora de pensar y llevar a adelante el proyecto; el cual no es menos cierto constituyó –y constituye– un reto en todos los sentidos no solo para Compañía de Teatro Lírico “Ernesto Lecuonaâ€, sino para cualquier compañía teatral del mundo, lo que se debió haber tenido muy en cuenta para intentar concebir una producción como esta, complejísima, que exige medios, material humano y en ocasiones más de un año de trabajo para subir a escena.   

Uno de los mayores inconvenientes que afrontó Impuro es que no se sustenta en un texto original creado específicamente para la ocasión. Algo que de por sí se extraña, dado que los propios intereses de la puesta lo reclamaban. Pues, ¿qué mejor oportunidad para volver a contar la historia del antihéroe, reelaborar de su universo, realizar un nuevo acercamiento al paradigma real elevado a mito, y a partir de ello, generar un discurso potencialmente interesante?

¿Así no obraron alguna vez los poetas trágicos cuando revisitaban los antiguos mitos helénicos? ¿No fue esto lo que hizo el propio Carlos Felipe, al apropiarse del relato popular, del mito y rescribir circunstancias, parlamentos para devolver al mundo, como si fuera por primera vez, al héroe y su devenir? ¿Más allá de deberle a Réquiem…, acaso Los Dioses Rotos, de Ernesto Daranas, no son de alguna manera una recreación temática del mito de Yarini?

¿Un acercamiento original al mito, desde las aristas que se quisiese contar no hubiese facilitado manejar, crear a piacere un musical a partir de las reales condiciones logísticas, espaciales, de decorado, talento artístico con que cuenta la Compañía de Teatro Lírico “Ernesto Lecuona? Tal acción hubiese evitado unos cuantos dolores de cabeza, hubiese facilitado el trabajo para el prestigioso elenco pinareño y desde luego, posibilitado que el resultado final hubiese sido más atractivo.

Era el momento idóneo para que la compañía lírica pinareña mostrara en forma estreno mundial el resultado del trabajo y los aprendizajes durante años. Referentes no faltan en cuanto a componer un texto original y llevarlo escena en forma de musical. Los guiones y las filmaciones de espectáculos originales legendarios se encuentran a la vuelta de mover un mouse. Ahí están a la mano por ejemplo, Mamma Mía!(1999)[4], Jersey boys (2005) o Hairspray (2012)[5].

Sin embargo, Dunieski Jo se arriesga y hace reposar su impronta en un texto establecido, que responde a una modalidad teatral específica, el teatro dramático, que reclama una puesta en escena específica. Pero el mayor problema no reside en que opere de dicha manera, sino en tratar de llevar un texto dramático al musical –ya que la obra de Carlos Felipe se podía haber versionado y logrado que se ajustara a esos reclamos–, y que no se consigue.

Ha faltado oficio en el intento de rescritura de una pieza fundamental de nuestra escena como lo es Réquiem por Yarini. Impuro; carece de la dinámica, la expansión, las complejidades técnicas, el derroche de talento, el despliegue coreográfico, aquellos momentos que pueden cortar la respiración en un musical. Se enmaraña en una densidad de texto dialogado que pone en duda los niveles de claridad que tenía el autor con respecto a la estructura y resolución de la trama en un musical; donde los pasajes deben ser ligeros, para nada superficiales; que se afirmó desde su nacimiento en el siglo XlX con Niblo’s Garden, porque la acción escénica se resuelve la mayor parte del tiempo a través canciones e intervenciones danzarias.

Lo cual de cierto modo nos parece inexplicable. Textos y espectáculos modélicos –otra vez los referentes– en cuanto a componer un musical a partir de un texto original y ponerlo en escena, no faltan. Pues, ¿qué mejores paradigmas en cuanto a adaptar un texto narrativo al lenguaje del musical que Wicked[6]; Los Miserables[7] o el Fantasma de la Opera[8]?

Pero si se trata de encontrar, hablar de un musical exitoso concebido a partir de la obra de teatro –operación que intentan realizar Dunieski Jo y la Compañía “Ernesto Lecuonaâ€â€“, ¿cuál mejor referente que Chicago[9], dirigida y coreografiada por Bob Fosse?

Con más mil funciones, el ambiente vodevilesco, la visualidad, el derroche de buena iluminación, el virtuosismo de los actores, de las más precisas coreografías, la calidad la letra y la melodía de temas musicales como Cello Block Tango, When you´re Good to Momma,Overture, All that jazz, Funny Horney, han sido en Chicago, un atrapamoscas, un gancho irresistible para el público. Tanto es así que ha recaudado más de 541 millones de dólares en sus múltiples subidas a escena[10].

Sin embargo, Impuro, en poco se emparienta, salvando las diferencias en todos los órdenes, en estructura y resolución a los mencionados musicales que son modélicos en el orbe. Como resultado, es más bien una versión reductora de Réquiem por Yarini. Carece para infortunio suyo de aquellos imprescindibles e indesdeñables intertextos que podrían enriquecerlo, dotarlo de nuevos sentidos, los cuales podrían provenir de un amplísimo mundo documental, histórico, artístico, literario, periodístico que versa sobre la época y la figura de Yarini[11].

Mas, lo que realmente acaba de ponerle “la tapa al pomoâ€, lo que nos hace confirmar que Impuro resulta una versión limitadísima de Réquiem…, es que en esta propuesta quedan excluidas muchas líneas temáticas significativas que enriquecían el original creado por Carlos Felipe.

Se reduce la acción únicamente en torno al amor malsano entre La China (La Santigüera, en Réquiem…) y Yarini. Con esta acción, el espectáculo se hace insustancial, pues en él se respira poco del contexto y las circunstancias que realmente vivió el Yarini- hombre, el Yarini-personaje: las luchas entre sectores políticos en que se ve envuelto(uno de los elementos que precisa su posible final trágico) y sobre todo, la prostitución( el centro de la pieza de Carlos Felipe, de la vida de Yarini y que, como señala la Jabá ( que en Impuro, se nombra Carmen), lo defineâ€: “Yarini el político nada significa; Yarini el tahúr no es gran cosa te lo digo yo que conozco sus mañas. Ah, Pero Yarini el chulo. ¡Yarini el chulo es el Rey!†(Carlos Felipe, 1967, pág.194).

Un amasijo de detonantes que una vez enriquecieron, se colocaron en el centro de debate a Réquiem… y que ahora brillan por su ausencia en Impuro. Algo lamentable, dada su reminiscencia en el mundo actual y quizás entre nosotros.

Por otra parte, podemos apuntar que en la escritura escénica de Impuro no se han superado los puntuales logros (una incipiente teatralidad, cierto dinamismo en la puesta en escena, intérpretes que comienzan a explorar su histrionismo) ni los marcados desaciertos que han minado las últimas presentaciones, El Secreto de Susana (2016), A Mucha honra (2017), La verbena de la paloma (2018), Parece Blanca (2019) y Los herederos (2020), de la Compañía de Teatro Lírico “Ernesto Lecuonaâ€.

Aspirando revelarse como un musical, porque como sabemos nunca llega a serlo, Impuro se pronuncia por una interdisciplinaridad artística donde no se logran integrar unos con otros los engranajes, los lenguajes artísticos que la conforman (música, danza, teatro). En la medida en que se revelan esos lenguajes –fundamentalmente la música (partes cantadas) y la danza– se patentiza que fueron concebidos y labrados de manera bastante independientemente de la acción teatral. Tanto que su vínculo con esta resulta muy traído por los pelos: pueden ser entresacados del desarrollo de la representación y poco, diríamos que casi nada, la afectaría.

Pero no solo la evidente falta imbricación de los lenguajes artísticos afecta a Impuro, también lo hacen las propias significaciones de esos lenguajes, aquello que sugieren.

La representación, el modo en que se ha enfilado, principalmente desde lo visual (vestuarios y peinados), indica que los sucesos escénicos presentados acontecen en el ahora. No obstante, las canciones que se articulan en el entramado escénico, los ubican por lo menos tres décadas atrás. Así pues se manifiesta una incongruencia, una notable y no premeditada falta de relación entre la temporalidad que sugiere la acción teatral (que es el presente) y la que sugiere la música (más acorde con la década del setenta, principio de los ochenta, según su sonoridad).

Una grieta que deberían tratar de salvar la dirección artística y el compositor, el arreglista, para así poder lograr que se experimente por todas partes el aire de contemporaneidad en el montaje, que no haya ambigüedad en cuanto al momento en que se desarrolla la acción escénica.

De igual forma en la cuerda de la relación entre acción escénica –música; se deberían revisar que los temas musicales[12] (sobre todo su letra)– pues no parecen ser un resultado, no fungen como una acción-reacción del devenir de los personajes. No se muestran como una forma sólida de comunicación, de diálogo entre ellos, como una respuesta ante una situación; como un mecanismo de caracterización de un sujeto escénico (dada la generalidad de estos temas). Más bien surgen como apéndices a la acción escénica.

Porque no es menos cierto, también otro desliz, que la dinámica de las canciones que se dan cita en Impuro, siempre extensas y con una cadencia lenta, afecta los intentos de crecimiento de la acción y la recepción del espectáculo. Lo que nos hace llegar a la certeza que los mencionados temas musicales, su resolución, se presta más para un concierto íntimo, una velada, que para un espectáculo con una diversidad sonora y rítmica como lo es un musical.

Impuro reclama una partitura musical trazada desde una variada dinámica –unas veces más a presto tempo y otras, no tanto– para no cansar, caer en la monotonía, para poder resolverse como un verdadero musical. No puede ser de otra manera (aquí se imponía la participación de la dirección general de la agrupación especializada en música)[13].

Demuestran todo lo antes señalado, solamente por solo citar algunos, temas de musicales que dada su capacidad de fungir como mecanismo dialógico, de mover la acción, repasarla, discutirla, desarrollarla, han sito hitos en los escenarios de Broadway y también en la pantalla. Tal es el caso de “El rey duerme en la nocheâ€, “El círculo de la vidaâ€, “Hakuna matata†y “No puedo esperar a ser un reyâ€[14], en el El rey León; “The old Gumbieâ€, “The cat about Townâ€, “The Railway Catâ€, “Beautiful ghostsâ€, “Memoryâ€, en Cats[15]. O “Drink with meâ€, “Look downâ€, “The confrontationâ€, “On my ownâ€, “Do you hear the people singâ€, “Empty chairs an empty tablesâ€, “ABC Café: Red and Blackâ€, “One day moreâ€, “Starsâ€, en Los miserables.

Por otro lado, danza, coreografía y acción teatral se encuentran más ligados, pero no por mucho, sino por un fino hilo. Todavía se impone vincular ambos lenguajes artísticos de un modo más contundente.  

Algunos bailarines interpretan una fugaz secuencia de guaguancó antes que Yarini apueste con Guzmán. Sin embargo, luego que ocurre la secuencia, uno se llega a cuestionar su pertenencia. Puesto que la dramaturgia escénica no resuelve fundamentar cómo abruptamente y por qué se llega al suceso danzario, qué lo provoca y qué trascendencia tiene después efectuarse, qué significa más allá de intentar ser un guiño que pueda sugerir ambiente barriotero –ardid muy elemental– en la puesta en escena (donde realmente se extraña la ausencia del ambiente de fondo de sensualidad, la lujuria esquiva a lo pedestre en que se mueve Yarini)[16].

De haber ocurrido una fluida conexión de esta secuencia danzaria con la acción escénica, de seguro se hubiese agradecido mucho, porque lo que se cuestiona no es su calidad artística, sino su lógica y coherente inserción dentro del entramado escénico.

La danza puede reforzar la acción teatral, contribuir a llenar vacíos, a producir texturas, significaciones más allá de la mera ilustración, generar atmósferas en escenas como la limpieza de Yarini (donde sería más afectivo que inundara la escena y no solo se quedara en un plano derriére); cuando este vuelve la cabeza ante la voz de la China; en la pelea con Víctor Guzmán (Lotot) o quizás cuando se descubre herido de muerte.

Lo que sí no puede suceder es que la danza solo se convierta en un mero elemento decorativo en la puesta. Si se apuesta por su presencia en las tablas, debe ser explotada en todo el amplio espectro que la palabra abarca.

En otro sentido, debemos apuntar que si antes se había ganado en teatralidad, ritmo y dinámica en las puestas en escena de la “Ernesto Lecuonaâ€, ahora en Impuro, el proceso decayó, involucionó. No se ha conseguido que la acción fluya, crezca en el espectáculo. Una de las causas que determinan ese descalabro reside en que se ha diseñado un sistema de elementales evoluciones, de movimientos que tienden a ralentizarse, al estatismo, a evitar sumamente complicarse.

Ello por dos razones que saltan a la vista : primero porque se ha intentado mover a los actores más que en función de la acción escénica, de lo que demanda, en función de ubicarlos exactamente debajo del sistema de micrófonos que les permite ser escuchados mientras cantan. La otra porque se ha tratado de salvar, evitando cadenas de acciones y desplazamientos complejos, las deficiencias técnicas que todavía enfrentan los intérpretes líricos: carecen de las habilidades de moverse, cambiar de niveles y sostener con potencia la columna de aire que les permite cantar y, al mismo tiempo, sostener la caracterización del rol que interpretan.

Una de las escenas más lamentables en ese sentido es aquella en que Yarini se vuelve y ¿establece? un proceso de intercambio amoroso con la China. Uno frente al cual se llega sentir cierto desapego en vista de su escasa elaboración, los vacíos que lo minan, su falta de acción.

Un elemento que de alguna manera no deja que Impuro se aleje del tradicional sentido costumbrista que inunda las puestas de la Compañía de Teatro Lírico “Ernesto Lecuonaâ€, es el juego de dominó en que Yarini pierde la administración de La China. La elección de dicho juego, tan típico y gastado en los solares convencionalmente representados en el teatro vernáculo cubano, desde nuestro punto de vista disminuye –en su carácter de lugar común–, pues no logra superar el sentido poético, del azar, que lleva consigo el juego de la charada en Réquiem por Yarini.

La charada no es un simple modo de apostar para Yarini. El “Rey†se sabe con poder, domina el juego como pocos. Por eso apuesta ya que se piensa con todas las de ganar. Nunca lo haría sabiendo que su rival tendría ventaja. La charada es símbolo de su entrega al mundo de lo incierto y turbulento que tanto lo excita, es símbolo de la manera en que labra su suerte, un destino en los renglones torcidos de la vida. Por eso le apasiona el juego que paradójicamente acentúa el sentido trágico de su trayectoria: en la charada se apuesta irónicamente algo más que una mujer, su vida.

Por eso escoger el dominó, recalcamos, como forma de graficar el destino incierto que conducirá a la tragedia, resulta un poco chato. Más cuando el Yarini que se nos presenta en Impuro, es menos sabio que el de Réquiem…, puesto que se implica en un juego en el que reconoce que su rival –error dramatúrgico imperdonable– tiene las de ganar.

Otro de los infortunios que inevitable no se pueden pasar por alto en Impuro es el diseño de vestuario de la Macorina. La excesiva cantidad de metros de tela empleados en un velo –sobre los seis metros– y las alas emplumadas que lo coronan, nos dejan un sabor agridulce. La concepción del traje es bastante kitsch, llegando a lo baladí, y lo peor de todo es que no deviene la solución más inteligente para sugerir, mientras se eleva en el aire –con muchas dificultades por cierto– la partida de Yarini.

Como ya antes apuntamos, el trabajo de los actores en Impuro no es el más destacado (cosa que evidencia la idea de que se debe reforzar la formación teatral, dramatúrgica, actoral, de los intérpretes líricos). Se han seleccionado dos actores que poco se acercan al protagónico, el mismísimo Alejandro Yarini. Miguel A. Caballero y Josué Machado no logran, por más que se esfuerzan, perfilarse con los rictus, la potencia atronadora del que pareció alguna vez poseer cada centímetro donde ponía el pie. Se extraña en ellos ese uso de la autoridad camuflada en la manipulación y el desenfreno, al hombre sensual, ágil, soberbio, absorbente que es el personaje creado por Carlos Felipe y el hombre real al que una vez casi se le rindió culto.

Inconcebible todavía resulta el momento –esto tiene mucha responsabilidad la dirección artística– en que después de ser apuñalado, Yarini, entra a escena y mirando la herida en su costado, ni siquiera hace visible su espanto ante la llegada de su fin. Anda como el más común de los actos, como si nada le aconteciera (cosa muy contradictoria). No muestra el proceso interno y externo en que se desangra, pierde fuerzas, convulsiona, sufre espasmos o muere[17]. 

Independientemente, en ocasiones la potencia y la resistencia de las voces de ambos intérpretes no los acompañaba mucho. Para fines del espectáculo, casi no podían –Josué Machado es quien menos lo logra– interpretar las partes cantadas que le sobrevenían.

Lo mismo sucede a las actrices que interpretan a La China (La Santigüera según Carlos Felipe). Ana Merly Ramos y Aida Rosa Rivera, si bien no coinciden con la belleza física, mucho menos, que es lo que importa, consiguen desatar la sensualidad que podría, por sobre tantas mujeres que conoció, que bajaban su vista ante él, arrastrar a Yarini. Una y otra deben indagar más, buscar resortes dentro de sí para llegar a ser las joyas de un negocio de la carne.

No es el caso de Yaidelis Lorenzo y Ariena Ramos, que asumen a Carmen. Del reparto son la mejor selección, lo más brillante. Entienden e imprimen, desde sus posibilidades, vida a su personaje. En ellas se experimenta fuerza interpretativa, cuidado en el tejido de las emisiones. Saben –cosa rara en dos actrices que interpretan un mismo rol– perfilarse con hondura, verdad, como la mujer que ama en secreto y respeta a su jefe.

No obstante, se debe trabajar mucho en la musicalidad, la afinación de Ariena Ramos, que no es precisamente una actriz lírica, pero que se le ha encomendado un momento musical que debe defender con la vehemencia, la calidad y una limpieza que ahora se extraña. Raro el desliz –presentar un intérprete sin la debida preparación vocal en escena– en una producción de la “Ernesto Lecuonaâ€.

De los actores que encarnan a Víctor Guzmán, solo por momentos se puede agradecerse la labor de Amable Laza, quien de forma más concreta sabe otorgarle la amargura, la enviada, el recelo que siente su personaje hacia Yarini.

Los demás miembros del reparto, sus trabajos interpretativos, se perciben muy necesitados de madurez. No obstante, se les debe reconocer la cuidadosa interpretación a coro, ya al final de la puesta, de la canción “Los seresâ€. Consiguen otorgarle el tono exacto, bello, a la partida de Alejandro Yarini.

Luego de tres años de espera, Impuro ve la luz sobre la escena del teatro Milanés. Esperábamos que en el espectáculo quedaran atrás los traspiés que por años han asolado las producciones de la Compañía de Teatro Lírico “Ernesto Lecuonaâ€, pero no ha sucedido así. Lo cual nos deja la más concreta certeza que se ha llegado a un punto, luego de intentos de versionar los clásicos, en que hay que detenerse, auto examinarse. Sin resquemores, sin parapetarse y con la mayor honestidad repensar qué es lo que no se está logrando, qué cismas se están heredando en el plano creativo de un montaje a otro y por qué, dónde hay que reforzar, qué hay que buscar de nuevo, con qué hay que romper, hacia dónde se debe re-enrumbar el trabajo. Para así poder gozar de una escénica lírica con mayor calidad en Vueltabajo.

 

Notas:

[1] Donde dada su vasta cultura, despliega una trama que estructura según los principios pirandellianos del teatro dentro del teatro, algo que fue novedoso en nuestra escena del pasado siglo.

[2] Esta es la fecha del estreno de la pieza, sin embargo, ya estaba compuesta desde 1958, antes del Triunfo de la Revolución.

[3] En lo divino porque aun visitando el ultramundo, el bajo mundo popular, nunca abandona sus modos (gallardía, saludos, formas de mirarlo y reverenciarlo con la cabeza gacha, rutinas de juegos al azar como la charada), que lo elevan al rango dios popular. Como se sabe, piensa y actúa benefactor que ofrece a los hombres el favor de la prostitución como forma de cambiar su mundo, las reglas determinadas por el matrimonio, los modos rápidos y justos de obtener placer. Pero también el Yarini de Carlos Felipe es un mortal, dado que siente una pasión terrenal por su oficio, el proxenetismo, y por una de sus mujeres, La Santiaguera, por la que muere.

[4] Se estrenó el 16 de abril de 1999, es una obra original modélica. La dramaturga británica Catherine Johnson, basándose en algunos de los temas antológicos del grupo sueco ABBA (de hecho el título deviene de una de sus canciones más reconocidas, de 1975), arma una arquitectura teatral en dos actos, donde se cuenta la historia de Sophie, una joven que el día antes de casarse se propone conocer la identidad de su padre, entre tres exnovios que tuvo su madre Donna.

Tan sencillo motivo ha sido suficiente para que el debut de Mamma Mía!, en Prince Edward Theatre del West Endn (Reino Unido) y luego en 2000, en Orpheum Theatre de San Francisco, fuese todo un éxito de público y la crítica. Lo que no se esperó que trascendiera, se convirtió en uno de los musicales más solicitados en el mundo.

[5] Concebido en forma de documental en cuatro estaciones, se revela a través de la mirada de sus protagonistas, cuatro jóvenes, el devenir de sus carreras artísticas en el grupo que fundan, The Flour Seasons(un grupo que existió realmente en New Jersey y que se hizo muy popular en 1960), el cual llega a alcanzar la fama.

Semejante trama sostiene una producción escénica casi increíble. La escena prácticamente vacía, con cuatro micrófonos al frente, y una pantalla detrás, basta para que se despliegue un espectáculo de altos quilates, muy bien hilvanado, donde los temas musicales cuidadosamente se intercalan con los diálogos de los actores, donde aún los silencios guardan expresividad. Las cualidades de este musical rock, han sido reconocidas por premios como Tony y el Grammy al Mejor Disco Musical Nuevo.

[6] Se estrenó en 2003 y es una adaptación, la mano de Stephen Schwartz, del reconocido libro Wicked: memorias de una bruja mala, de la escritora Gregory Maguire. Un texto llevado a las tablas por Joe Mantello y ganador de premios como Tony, Drama Desk o el Grammy

[7] Adaptación de la novela de Victor Hugo, puesta en escena por Robert Hossein, que todavía, desde su estreno en New York en 1987, se mantiene en cartelera ocupando el quinto lugar del musical más aclamado en Broadway.

[8] Una adaptación de la novela homónima de Gastón Leroux, que se estrenó en 1986, en el West End y luego en Broadway, con música de Adrew Lloyd Webber y libreto de Adrew Adrew Lloyd Webber y Richard Stilgoe. Su puesta en escena, bajo la mira de Hold Prince, ha hecho que devenga en ser el musical con mayor permanencia en los escenarios de Broadway.

[9] Una versión de la pieza teatral homónima de Maurice Dallas (1896-1969), estrenada en 1975, en el 46th Street Theatre (actual Richard Rodgers Theatre).

[10]Su mejor versión es de 1996, donde resultó ser el mejor revival de un musical, bajo la mira de Walter Bobbie.

[11] Entre estos encontramos La vida en rosa, de Teatro Buendía, que está registrada en video y que es un referente inevitable en estos tiempos en cuanto a acercamiento teatral a la figura de Yarini; notas de prensa la época, fotos; biografías y narrativas relacionadas con el “Rey de San Isidro†(San Isidro, 1910, de L. Cañizares; La guerra de las portañuelas, de Leonardo Padura; Canción para Rachel, de Miguel Barnet). Pero de igual modo son esenciales relatos populares que circulan por todas partes y unos cuantos ensayos sobre Réquiem por Yarini, de Carlos Felipe (Eros en los infiernos, de Cintio Vitier; Mito, tragedia y sincretismo religioso en Réquiem por Yarini de Carlos Felipe, de José A. Escarpanter; Réquiem por Yarini. ¿Una tragedia griega cubana?, de Elina Miranda Cancela).

[12] Ya he hecho alusión antes, pero ahora quiero reafirmar que los temas musicales, las canciones y su orquestación poseen mucha calidad artística. De ser interpretados fuera del espectáculo se confirmaría su calidad en tanto producto musical.

[13] Ya lo decía Dorys Humphrey en El arte de componer una danza, lo parafraseamos: “Demasiado adagio duermeâ€.

[14]Estrenado en 1997, El Rey León, con libreto de Roger Aller e Irene Mecci y dirigido por Jule Taymor y Has Zimmer, continúa en cartelera en el Minskoff Theatre. Durante más de dos horas las melodías, las canciones compuestas para animados y luego para el teatro, por Hans Zimmer y Elton John y Tim Rice, son capaces de divertir al público no solo infantil, sino adulto.

[15]Cats es un musical compuesto por Andrew Lloyd Weber, a partir de Old Possum´s Book of Practica Cats, de T.S. Eliot, que se estrena en New London el 11 de mayo de 1981 (con muchas reposiciones, entre las más famosas en 2014 y 2015, 2016, en Broadway) en el West End. Se encuentra entre los más reconocidos musicales de la historia y ocupa el cuarto lugar en la lista de los espectáculos de mayor permanencia en Broadway.

[16] El teatro lírico como institución debe romper con muchos tabúes que limitan el carácter proactivo, militante de sus espectáculos.

[17] Una falla de la dirección escénica del espectáculo, ya que los dos actores repiten idéntica cadena de acciones y movimientos. 



Romances de una Fille mal gardee… en Pinar del Río

Sin descorrerse el telón, la melodía de la centenaria partitura musical creada por Peter Ludwig Hertel genera una sensación de plenitud y tranquilidad. Pero nadie se llame a engaños. La fille mal gardée de Jean Dauverbal, en versión coreográfica de Laura Alonso, es algo más que una historia bucólica, apacible. Posee los elementos, la picardía, la dinamita necesaria para provocar al espectador más incólume. Así sucedió cuando se estrenó a fines del siglo XVlll y así acontece en el presente.

Charles Maurice en su Histoire Anecdotique du Théâtre señala que Jean Dauverbal (1742), el magnífico bailarín y maestro formado en la Académie Royale de Musique (Opera de París), se inspira en un grabado colorido que observara en una tienda de lacas –en el que se muestra a un joven campesino huyendo de un granero, mientras una señora que le lanza un sombrero y una joven llora– para componer La fille mal gardée.  

Estrenada 1 de julio de 1789 en el Teatro de Burdeos, la obra en sí misma constituyó una revolución. Dauverbal la erige rompiendo con la estética creativa de su tiempo. En La fille… muy acertadamente se arriesga a materializar el pensamiento danzario que expresa en las famosas Lettres sur la danse et sur les ballets, su maestro Jean Jorge Noverre desarrolla una acción lógica, con un planteamiento, un desarrollo y un cierre; representa la realidad del contexto para el que crea, conforma un vestuario según la época; presenta seres humanos y no dioses en escena.  

Pero desde nuestro punto de vista, lo más significativo en este ballet es que no aborda el universo de la nobleza, sino el de la pujante burguesía que en nombre de la libertad, igualdad y fraternidad protagonizara la legendaria Revolución Francesa: examina parte de sus principales búsquedas, comportamientos y fundamentalmente, sus contradicciones.

Laura Alonso, que es un pilar de nuestra cultura, como gran maestra que es, conoce el valor de la tradición, de los fundamentos técnicos, estilísticos, temáticos sobre los que se erige el repertorio balletístico nacional y el internacional. Quizás por eso cuando el espectador se topa con su versión de La fille… llega a sentir que esta maestra tuvo bien claro el porqué, el cómo y dónde volvía a invocar la pieza de Dauverbal (más allá de lo importante que pueda ser regresar sobre un clásico).

Respaldada por disímiles voces –Aumer, Lev Ivánov y Marius Petipá, Bronislava Nikjinska, Alicia Alonso, Frederick Ashton– que han ofrecido miradas disímiles sobre La fille mal gardée, Laura Alonso vuelve sobre este ballet y toma muy atinadamente la decisión de expedirlo. Si el original estaba compuesto en dos actos y tres escenas, la versión coreográfica de Alonso es en tres actos, lo cual propicia una cuidadosa resolución de la trama danzaria.

Y aunque para algunos pueda ser cuestionable, la gracilidad de la coreografía ideada por Laura Alonso no reside en golpes de efecto acostumbrados en ballets ya clásicos: figuras, diseños, complicados pasos, giros artificiosos. Aquello verdaderamente agradecible se encuentra en el certero desarrollo temático y en la coherente conjunción, aprovechada al máximo, del elemento danzario y el teatral, como soportes que sostienen el despliegue del relato escénico.

Hilvana, Laura Alonso, una escritura coreográfica impregnada teatralidad en la cual recursos como el uso deliberado de lo grotesco, lo burlesco, la caricatura acentúan la comicidad de la situaciones escénicas. La pantomima clásica –un elemento por el que se debe continuar abogando por su correcta conservación en nuestros escenarios– es un potencial narrativo que en La fille…, conecta sucesos, despeja brumas, genera humorismo, que contribuye grandemente definir el carácter de los personajes, los objetivos que persiguen, cuáles son sus contracciones, los puntos de giro que modifican su comportamiento: la danza de Mamá Simone y Don Tomás, en el campo (segundo acto) o la escena en que esta da su consentimiento para que Collin y Lisette se unan (tercer acto), son una muestra de creatividad.

Por lo cual la coreografía de Laura Alonso es capaz de mantener un tono, un estilo muy coherente, cercano al que demandaban para su construcción de los llamados ballets de acción; y que es el sello de La fille mal gardée (de la que como se sabe, solo se conserva su tema original).

Por otra parte, no menos atendible es el efecto que causa La fille mal gardée en el espectador. Si bien es un privilegio degustar del segundo ballet más longevo de la historia de la danza[1], mucho más lo es ser testigo de la profundidad, de aquello que invoca esta pieza vista desde la mirada de la Alonso.

Aunque los bailarines, los personajes visten a la manera del siglo XVlll, no se experimentan tan lejanas las situaciones, sus conflictos, ambiciones y anhelos. La evocación de una lejana Francia, donde habitaban distintos estratos sociales, con sus búsquedas y obsesiones, en que subsistir era una cuestión dura del día a día; en la que quien tenía más se llevaba la mejor tajada, habitaba las mejores fiestas y tabernas, obtenía los mejores favores, de alguna rara manera no resulta tan incongruente, tan distante al público de este momento.

Hay en esa realidad recreada verdades eternas, zonas todavía discutibles. Los arreglos que establece Mamá Simone para casar a su hija con el descendiente de Don Tomás, intereses de medio por supuesto, fueron tan tristemente legítimos en aquellos tiempos como lo pueden ser en este minuto.

Las adversidades que debe franquear un Collin, dado su bajo estatus, para alcanzar a su pretendida, fueron en la Francia dieciochesca y aún son una perenne realidad que se renueva en estos difíciles días marcados por las precariedades y las urgencias de todo tipo. Como también es una realidad que pese a las adversidades, ante muchas situaciones y circunstancias, vence el amor.

Asistir a La fille…, de la Compañía de Ballet “Laura Alonsoâ€, es mucho más que ir a ver un frío mosaico de época (tal vez por eso uno llega sentir más vivo este ballet que otros que le siguen en el tiempo y que se alejan de toda la realidad). Es de algún modo una forma de participar, que se borren los linderos temporales, de saber que también pueden ser nuestras aquellas circunstancias que vivieron los personajes que se dieron cita en Burdeos unos días antes de la Toma de la Bastilla. 

Por otra parte podemos referir que ha sido una decisión muy sabia y también por qué no, arriesgada –todo buen maestro toma sus riesgos–, que Laura Alonso haya dado la posibilidad a jóvenes recién egresados de la academia que asumieran, en su visita a Pinar del Río, los rostros de los personajes que conforman La fille mal gardée. Esta estrategia permite que los más novicios pulan sus herramientas, que se sientan probados en escena, que se les impongan retos y se sientan ese relevo necesario que necesita la Compañía de Ballet “Laura Alonso†y el Centro ProDanza.

Y si bien quedó demostrado que el team todavía necesita ganar en seguridad, despejar tensiones, disfrutar más la expansión de la ficción en escena, prestar atención a destalles como su apariencia física en función de la contextualización de los personajes en época (peinados masculinos); no es menos cierto que el trabajo de conjunto fue muy digno.

Aplaudible sin dudas es la labor de Antoine González. Se luce en su mamá Simone. Asume con un desenfado admirable este rol. Sin manierismos, pero tejiendo un serie de rasgos que conforman la feminidad de su personaje, va bordando una partitura física, gestual, en la cual su pantomima, que a veces explora lo grotesco premeditadamente, es correctísima. Demás está decir que su trabajo ha sido como sal de la puesta, le ha dado un sabor peculiar e irremplazable.

No menos valía tiene la interpretación de Alin, por Alex. W. Navarro. Moviéndose en el borde de la caricatura, pero sin ser vulgar; es capaz de dar con su mirada –otros se hubiesen valido de recursos más convencionales y más facilistas–, con su peculiar forma de moverse, la ingenuidad superlativa de su personaje.

Una que no incomoda, que no genera pena, sino que es matizada con un cuidado que uno llega a querer a este personaje. Llega a sentirlo más humano.

Más cuando el bailarín despunta brillantemente en los momentos en que se le presentan complejidades técnicas como los saltos y los giros complejos. Demás está decir que es muy digna de reconocer su valentía cuando surca el espacio prendido de un accesorio al final del segundo y tercer acto de La fille…

Las tres jóvenes, Tahlia Pérez, Alejandra Rodríguez y Jeannette L. Estrada, que asumen a Lisette, ofrecen, desde sus individualidades, un color distinto y brillante a este personaje. No obstante, destacable en particular es la huella trazada Jeannette que debuta por lo alto en dicho rol. Esta joven llena de delicadeza, picardía, frescor juvenil a su Lisette.

Menos dicha quizás tuvo alguno de los muchachos que asumieron a Collin. Todavía les falta ganar en seguridad en la parte técnica. Perfilar su caracterización, dotar al personaje de la energía que requiere. No reducir su presencia a la del mero porteur de la bailarina. Collin es un personaje que reclama más que esto.

Con todo, sería injusto dejar de reconocer la asunción de Collin, por Yoan C. Rodríguez. Logra este, ser más certero, salir ileso de impresiones técnicas y sobre todo, ofrece una caracterización más sólida que sus compañeros.

La fille mal gardée, los tres días que se presentó en el teatro Milanés, logró conquistar al público pinareño. La mano certeza de Laura Alonso conformó una fábula escénica que dura por casi dos horas, pero que este tiempo no se hecha a ver, dado que posee la calidad coreográfica los ingredientes de teatralidad, la dinámica, sabia comicidad, que seducen al espectador.

La Alonso lleva en sus venas la amplia experiencia de vida, el eco de los aprendizajes de los diálogos familiares, aquellos que frente a ella protagonizaron su madre, Alicia, su padre, Fernando y su tío, Alberto, responsables de la conformación de la técnica de la Escuela Cubana de Ballet y de gran parte de las obras que habitan no solo en el repertorio del Ballet Nacional de Cuba, sino de prestigiosos elencos del orbe. Por eso, este encuentro con La fille mal gardée no fue solo una experiencia estética o vano divertimento. Fue más allá.

Fue el encuentro con la tradición, con la relectura atenta y juiciosa de un clásico. Devino un espacio para que el público también encontrara en el ballet, más allá los criterios tradicionales que solo se esperan cuotas de virtuosismo en escena, un espacio de reflexión ante el espejo de la ficción, un lugar de auto reconocimiento, y por qué no, provocación. 

Gracias pues a La Compañía de Ballet de Laura Alonso, al Centro Prodanza y su directora, Laura Alonso, que regaló a Vueltabajo la posibilidad de ver por primera vez y de forma completa una obra tan significativa para la danza como lo es La fille mal gardée.

 

Nota:

[1] Dado que el más antiguo que se conoce es Los caprichos de cupido y el maestro de ballet (1786), de Vicenso de Galeotti.



Impronta del Ballet Nacional de Cuba en Vueltabajo

Memorable, así puede ser entendida la visita del Ballet Nacional de Cuba a Pinar del Río en el mes de mayo.

Con su directora general al frente, Viengsay Valdés[1], la agrupación Patrimonio Cultural de Nuestra Nación –que no visitaba Vueltabajo desde 2016– desplegó una extensa agenda que se movió entre intercambios con profesores y alumnos de la Escuela Profesional de Arte “Raúl Sánchezâ€[2]; clases magistrales, escalas en centros culturales y zonas de interés, como el Valle Viñales, de la provincia más accidental del país.

Pero sin dudas, la mayor huella que deja el insigne elenco danzario cubano, reposa sobre la escena del Teatro Milanés. Hizo subir a la alta plaza pinareña un programa de concierto donde la variedad estilística (del romanticismo al neoclasicismo) y la calidad se impusieron.

El “pas de deuxâ€, de Coppélia; la “Suite†del tercer acto de Cascanueces y el “Adagio†del segundo acto de El lago de los cisnes demuestran, en tanto hechos coreográficos, un cuidado y una delicadeza en su tejido que confirman su pertenencia a lo mejor y más robusto de la tradición balletística mundial. Una cualidad que da fe del amplio conocimiento estilístico, la sensibilidad y el innegable talento para la escritura escénica de la siempre presente Prima Ballerina Assoluta Alicia Alonso.

Las escenas de Carmen, de Alberto Alonso, y Rítmicas, de Iván Tenorio, en sus especificidades, corroboraron también su calidad coreográfica, frescura y cuidadosa conservación. 

Por otro lado, La muerte del cisne de Michel Descombey nos desconcierta, pero al tiempo más nos satisface. Si bien es un solo, se basa en el mismo tema y utiliza igual pieza musical –el Carnaval de los animales, de Camille Saint-Saëns– toma caminos propios con relación a su homónimo, la obra original que en 1905 Mijaíl Fokín creara para la gran bailarina Ana Pávlova.

Descombey da a luz una criatura y apuesta por ofrecerle nuevos sentidos, resonancias, provocaciones. Así pues para marcar su impronta en escena no recurre a il travesti[3], a tratar de evocar a través de éste la delicadeza del gesto fluido fokiniano que se apaga lentamente.

Antes bien, subvierte la compresión que históricamente que se ha tenido del tema original al que se acercara el ruso Fokín, colocando como protagonista de su pieza no a una intérprete, como tal vez se esperaba, sino a un intérprete. De ahí en esta Muerte del cisne…, los cambios abruptos de estado, los espasmos, el gesto enrarecido, la falta de temor ante la caída, lo quebradizo y anguloso, las rupturas del tejido movimental que se hacen responder al gestus masculino, adquieren resonancias discursivas muy interesantes.  

Unas que describen minuciosamente con hondura la crudeza de las evidentes escalas de dolor, un tránsito verás de lo que se mueve, lucha entre la vida y la muerte. Resonancias que remarcan infinitas posibilidades de hacer ballet y recepcionarlo en el presente.  

Por su parte, Invierno y Dueto, de la primera solista y coreógrafa Ely Regina Hernández, devienen una suerte de joya coreográfica neoclásica. Ambas obras –la primera que resulta una apropiación y recreación de “La escena de las Nievesâ€, de Cascanueces, y la segunda, una obra original– destacan por su amplio despliegue, su marcada complejidad técnica para cualquier intérprete, pero también por su belleza.

Un preciosismo visual que no solo se perpetra en la correcta disposición espacial o movimental de la obra, sino en la atinada selección del vestuario, en el diseño de atmósferas a través del sistema de iluminación, la música y los efectos con humo. Ely Regina ha echado mano a sus recursos y ha salido airosa en tal empresa. En ella ya se puede reconocer una cantera firme para nutrir de buenas coreografías al repertorio del Ballet Nacional de Cuba.

Además de lo antes referido, otro mérito del programa que presenta en estos días el BNC reside en que está defendido por una parte significativa de sus primeras figuras y por otros bailarines que despuntan con resultados verdaderamente laudatorios.

Entre estos el pinareño Yankiel Vázquez[4], recién nombrado primer bailarín del BNC, que asumió con hondura todo el proceso interno de agonía y defenestramiento del cisne ideado por Descombey. Un grado de organicidad ante el cual el público solo pudo responder con una ovación.  

Algo parecido sucede con Diego Tápanes, que en su asunción de Franz en el “pas de deux†de Coppélia o su interpretación en La Muerte del Cisne irradia gallardía, fuerza interpretativa, capacidad para moverse sin problemas de un estilo dramático hasta uno más lírico.  

Annette Delgado y Dani Hernández, en Invierno y Dueto, sin dudas demuestran sus devenires llenos de vitalidad, precisión, manejo de una energía vital y cautivadora. Consiguen los experimentados bailarines darle el tono exacto que cada obra requiere: a Invierno la ternura, la delicadeza, y a Dueto, el derroche de energía, el arranque nuclear.

Como de costumbre, Sadaise Arencibia brilló en su interpretación del segundo acto de El lago de los cisnes, de Alicia Alonso, y Carmen, de Alberto Alonso.

Ahora si bien la generalidad los bailarines del BNC poseen indiscutibles condiciones técnicas y físicas para asumir el repertorio que trajeron a Vueltabajo, no es menos cierto que algunos jóvenes deberían trabajar más en pos de la consolidación de sus roles. Nos estamos refiriendo más que a la parte técnica que evidentemente dominan, a la interpretativa.

Hay pasajes de las obras que pierden cierta aureola puesto que todavía a estos muchachos les falta imprimirle vida a los roles, caracterizarlos, sentirse dentro de la circunstancia escénico-ficcional y reaccionar ante ella (no solo bailar bien): en tal condición están Marcel Gutiérrez, en el “pas de deuxâ€, del segundo acto de Coppélia; Ãnyelo Montero[5] en las escenas de Carmen, y El lago de los cisnes o Gabriela Druyet, en Rítmicas.

Con todo, es aplaudible su seriedad profesional, el cuidado del estilo, de la coreografía. Esas son virtudes que sin dudas les son aplaudibles.

La presentación del Ballet Nacional de Cuba en Pinar del Río, como ya antes hemos referido, ha sido un lujo para dicho territorio. Esta agrupación, de las cinco primeras del mundo, ha traído parte de lo mejor de su repertorio, posibilitando al público asistir, en una hora, a algunos de los momentos más brillantes de los ballets más reconocidos en la historia de la danza. Un privilegio casi sin par.

Por tal razón a la partida del BNC han quedado las puertas abiertas para que este prestigioso elenco nos gratifique con su presencia y estelares actuaciones.

 

 

Notas:

[1] Se le entregaron varios reconocimientos importantes a la directora del Ballet Nacional de Cuba, tales como el Escudo Pinareño.

[2] Donde se debatió la imperiosa necesidad de reabrir la Cátedra de Ballet de dicho centro, en el cual se han formado muchos de los bailarines y primeras figuras del Ballet Nacional de Cuba.

[3] Ya es tradición que muchos personajes en el ballet hayan sido o sean interpretados por sujetos del sexo contrario. Por ejemplo, en el siglo XVll y fundamentalmente el XVlll, eran los hombres quienes interpretaban los papeles femeninos. Ante la escasez de bailarines, muchas bailarinas también tuvieron que asumir en el romanticismo papeles masculinos. Una tradición que ha perdurado hasta nuestros tiempos en muchos casos de manera premeditada.

[4] A quien durante su presentación en Pinar del Río se le reconoció sus méritos como bailarín principal del Ballet Nacional de Cuba.

[5] Sobre todo Ãnyelo que es el menos aventajado en cuanto a parecer sereno, relajado, viviendo el pasaje que le ha tocado interpretar. Por tal razón es que una bailarina como Sadaise Arencivia llega a opacarlo en escena.



Sinfonía de los pasos perdidos

Ludwig van Beethoven cuando en 1824 compuso la Novena Sinfonía tenía claro que esta obra marcaría un punto esencial en su carrera. Sin embargo, nunca imaginó que su belleza, el alivio que ofrece al corazón, su canto al amor, la elevarían a ser patrimonio inmaterial de la humanidad.

Danzaire, la pinareña compañía de danza contemporánea que dirige Yurien Porra, incitada tal vez por los enigmas, por todo cuanto significa y provoca “La Coralâ€, de Beethoven, regresa a las tablas pinareñas en pos de concebir una nueva criatura para la danza, una que identifica ante el mundo como Sinfonía de la alegría.

Fundada en 2001 por el bailarín y coreógrafo José Miguel Castillo, Danzaire, ha corrido la suerte de muchas de las compañías del país, en especial aquellas localizadas en las mal llamadas provincias de interior. Su devenir artístico ha sido fluctuante debido al éxodo de sus figuras y en ocasiones a la inestable calidad del repertorio.

En esta oportunidad su propuesta, Sinfonía de la alegría, fue pensada como un programa de concierto dedicado a su fundador y actual coreógrafo, José Miguel Castillo. Coexisten en el espectáculo tres coreografías diferentes: momentos de Pasos cómplices, de Castillo; el dúo Estaciones de invierno, de José Armando Crespo y Marcia Salgueiro; y la Coda Final, creación colectiva de Danzaire.  

Decimos esto porque cuando se alza el telón y transcurren diez minutos de acción danzaria, más allá de las buenas intenciones que pudieron motivarla, comienzan los cuestionamientos. El título de la obra es el primer peldaño que se presta al debate, puesto que al examinar las diversas coreografías y cuadros que conforman Sinfonía de la alegría, el espectador se percata que no está precisamente ante una sinfonía de alegría, ante un paisaje bucólico, sino algo más complejo.

Al centrarse más bien en las relaciones de pareja, en las pasiones y afectos que estas experimentan, Sinfonía… muestra al ser humano transitando sus más variadas escalas, comportamientos; situaciones que van desde amarse intensamente hasta agredirse, ignorarse.

De manera que la Sinfonía…, de Danzaire, no es exactamente, tal como pudiera sugerirse en el poster promocional de este espectáculo, un canto a la alegría a la manera de la Novena Sinfonía, de Ludwig van Beethoven. Su tono es otro: un llamado –lo cual hace esta propuesta valiosa– a la revisión, al debate sobre los extremos a los que se puede llegar y lo desgastantes que pueden ser las actitudes controladoras, insensibles, manipuladoras entre los humanos. 

A partir de ser evidente el divorcio entre el título de la obra y su contenido, saltan a la vista de inmediato, otras debilidades que lastran la nueva entrega de Danzaire.

Una de estas, de las más medulares, es un error en la concepción espectacular de Sinfonía… En un primer momento de la velada se pone en escena una serie de fragmentos de Pasos Cómplices, de José Miguel Castillo (fungida desde la técnica de la danza contemporánea), y luego, coreografías como el dúo Estaciones de invierno y la Coda Final (vistos desde el ballet neoclásico). Pero, ¿dónde radica el problema en esto?

La disposición de las secuencias y coreografías no responde, al menos como se recepciona, a la estructura de un programa de concierto. Para que esto hubiese sucedido, para evitar confusiones, lo más prudente debió ser alternar los cuadros de Pasos Cómplices con las coreografías Estaciones de invierno y la Coda Final. Ello respondería a la dramaturgia fragmentada si se quiere decir, de los programas de concierto.  

Pero como no se procedió de tal manera, el público llegó a pensar, a partir ver cómo se suceden los cuadros de Pasos Cómplices y luego las demás coreografías, que está ante una única obra, que Sinfonía… es una obra original. Y lo peligroso de esto es que los espectadores la perciben como un germen de puesta en escena, un producto que no ha madurado en la totalidad de sus partes, que se resiente en sus notables inconexiones, incongruencias para muchos.

Así pues, el descuido en la conformación de la dramaturgia coreográfica de Sinfonía de la alegría tiene serias repercusiones en la visión que de esta propuesta danzaria pueda tener el público pinareño.

Ahora, si bien es cierto que se debe trabajar en la escritura escénica de esta obra. Aunque no es posible dejar de notar uno que otro rayo de luz que aparece tardío, fuera de lugar o ausente cuando la acción danzaria y los propios bailarines lo necesitan. Por más que la música no surja en el exacto momento que lo reclame la coreografía. Aunque la mayoría de los intérpretes muestran que ya no están aptos físicamente para enfrentarse a la agudeza de los reclamos técnicos de una práctica tan exigente como el ballet neoclásico. Sobre esas consabidas brumas, asomó un haz de luz…, una brisa que lleva consigo un tenue discurso danzario.

Se llega a agradecer por sobre todo que en Sinfonía… haya un abordaje sensible, abierto, sincero, sin tabúes –en particular en los cuadros que componen Pasos Cómplices– de temas que como antes hicimos referencia, estén relacionados con las más diversas pasiones humanas, los devenires, altibajos y alegrías que fluyen de las relaciones entre parejas. Ese es el acicate que salva al espectáculo y lo hace atendible en estos tiempos.

No se pueden pasar por alto la belleza y la intensidad de los cuadros de Pasos cómplices, interpretados por bailarines como Yurien Porra y Odel Camps, donde el flujo, la intensidad y fluctuación de las pasiones compusieron un mosaico diverso, dinámico, cuidado, en que se denota confianza y relación comunicativa entre ambos bailarines. Marcia Salgueiro y Dianalys Alfonso también ofrecieron momentos entrañables en una tortuosa relación de manipulaciones, rupturas, seducciones. De igual modo sucedió en el cuadro asumido por José Miguel Castillo y la Alfonso en que la teatralidad del gesto, de la propia arquitectura y sentido del movimiento dibujaban los matices tóxicos, los desencuentros y momentos felices que puedan atravesar las relaciones conyugales. 

El dúo de José Armando Crespo y Marcia Salgueiro tiene pinceladas destacables, aunque hay que puntualizar que de cierta forma desentona por su carácter más comercial si se quiere decir, con las restantes partes del espectáculo en que se inserta.

Sinfonía de la alegría es un espectáculo de arranque después de una etapa pandémica que se extendió durante casi dos años y que mantuvo a las agrupaciones artísticas del mundo en reposo creativo. Los principales móviles de esta propuesta residen, en esencia, en devolver a Danzaire a las tablas y mostrar al mundo la nueva línea estética danzaria que en adelante ha de consolidar el devenir de la compañía pinareña: la hibridez el ballet neoclásico y la danza contemporánea. Sin embargo, algunas fallas en Sinfonía… lastraron la calidad total de esta entrega. Aquí es donde por lógica debe o debió entrar en juego la anagnórisis[1], sobre todo para los miembros de la compañía dirigida por Yurien Porra.

Puesto que no se trata de crear por crear, soñar por soñar, dinamitar sin raíces profundas. Para llevar a cabo procesos fundamentales que re-enrumben los destinos de una compañía y sus integrantes, debe tenerse conciencia de las posibilidades reales que se tiene a nivel técnico y humano.

En el caso de Sinfonía de la alegría, solo momentos puntales de Pasos Cómplices y del dúo Estaciones de Invierno revelan trazos escénicos concebidos con detenimiento. Las restantes partes de esta obra se desdibujan, quedan vacías, sin un acabado en la arquitectura danzaria (fundamentalmente la Coda Final), lo cual demuestra una verdad consabida que refiere que en el caso de la danza escénica no se trata de solo bailar, sino de concebir desde la razón un discurso y una escritura escénica que dejen algo más que una agradable experiencia estético-cinética en el espectador.

[1] Es una de las categorías de la tragedia griega en que el héroe, llega a tener conciencia del origen del mal que lo acosa, de la condición real en que está.

 



Desde la tierra donde también se produce la caña

Conmovedor, profundo, diferente, jovial. Así puede denominarse con los términos más cardinales a La tierra que produce la caña, el espectáculo con que se celebró una vez más en Vueltabajo, el Día del Teatro Cubano.

Tal como se conoce, esta jornada se instituye en la década del ochenta, específicamente en 1980, como espacio para reconocer la valía de la gestación constante de nuestra escena y el mérito de sus creadores, pero también como recordatorio a quienes perdieron sus vidas un 22 de enero de 1868 al asistir a la función de Perro huevero, aunque le quemen el hocico, de Juan Francisco Valerio.

La obra, puesta por los Bufos Caricatos, poseía en su discurso elementos incendiarios muy incipientes, pero que junto a los motivos que se adjudican a su presentación–recoger fondos para la causa patriótica cubana– hicieron que el cuerpo de voluntarios al servicio de la Metrópolis, entonces la Corona Española, arremetieran contra el público que asistía a ver Perro Huevero…

Hasta la fecha no se tiene datos precisos sobre la cantidad de muertos resultantes de la ola de proyectiles que atravesó el edificio de madera donde se puso la obra de Juan Francisco Valerio. Tampoco se tiene datos de los que murieron alrededor o en días sucesivos de la función ofrecida en el teatro de Villanueva. Lo cierto es que aquel hecho cubrió de luto a Cuba.

Hijo de la re visitación de ese dolor colectivo que engendró resistencia, del gesto iconoclasta de aquellos teatreros decimonónicos que llevaron hasta el punto máximo la defensa de sus verdades más legítimas, La tierra que produce la caña[1], bajo la dirección artística de Dorys Méndez y texto de Irán Capote, sin temor a decirlo, es uno de los espectáculos que, al menos en el rango de una década[2], se ha gestado con mayor calidad y profesionalismo en nuestra provincia en torno a los sucesos del Villanueva.

Los principales méritos en los que se sustenta son su solidez conceptual, su amplia claridad propósitos, sentido del momento y del espacio para el que se concibe.     

Una pieza teatral con todas las de la ley, La tierra que produce la caña, se manifiesta con muchas ganancias. Es agradecible que no se haya compuesto a la manera de alguna de esas pacatas galas formales, de esas revistas musicales que hemos padecido en Vueltabajo; donde es previsible el orden de las intervenciones artísticas, en que el alto grado de improvisación o lo trillado del repertorio restan mérito y respeto a la fecha en que está de fiesta nuestra escena.

La tierra que produce la caña, como texto espectacular, es sólido, con un lógico desarrollo, tramado a partir de una estructura de teatro dentro del teatro que asiente la inevitable necesidad de pensar el aquí y ahora de nuestra realidad social y sobre todo escénica. 

Con relación a esto último, establece un diálogo sensible con su referente principal para la fecha, Perro huevero…. Pero no se comporta como una recreación de esta obra. Sus propósitos tienen otro vuelo intelectual. Más que desempolvar el discurso de la pieza de Juan Francisco Valerio, lo revisa y trasciende. Establece, dado que parece ser su real propósito, analogías contundentes entre el contexto de enunciación, las causas-efectos que rondaron la puesta en escena Perro huevero… y el ahora donde surge, que aborda La tierra….

Y de algún modo el texto que Irán nos lega consigue borrar distancias entre siglos, logra sentar bases, alertas sobre circunstancias que todavía no hemos superado en diversos planos en nuestro entorno existencial. 

Así pues la evocación de la memoria histórica se convierte en pendón para el debate de aspectos medulares como la posibilidad del libre albedrío creativo, el respeto a la obra del artista, la necesaria relación institución-creador, la perentoriedad de romper esquemas, fórmulas que lastran la praxis artística. Desde estos nortes, La tierra que produce la caña se expande y agiganta. 

Pero los logros escriturales de La tierra…., no sólo se basan en sus planteos, sino también en los lúcidos vericuetos de los que ha participado en pos de consolidarse como un organismo vivo.

Aquí es importante reconocer que La tierra… arma sus entrañas a partir la coexistencia de lo más logrado de la tradición escénica nacional y lo más meritorio de la práctica teatral pinareña contemporánea. Rescata y acoge en su corporalidad a personajes esenciales de la herencia teatral como lo son el negrito, la mulata y el gallego. Del mismo modo, reactiva resortes creativos como el choteo, la ironía, el sarcasmo, la parábola, que han modelado el físico de nuestra escena durante más de dos siglos y que en esta puesta escénica son nuevamente eficaces para generar procesos reflexivos.   

Al mismo tiempo, mientras revitaliza nuestra tradición, sin jerarquías y armónicamente conectadas, da cita en escena a diversas estéticas (teatro de títeres y dramático, ballet, mimo), personajes y situaciones provenientes de espectáculos que han sido hito en la escena vueltabajera. Toda esa vorágine, todo ese material atómico, lo hilvana coherentemente, borrando distinciones y conformando una fábula teatral con identidad única.

Así, desde esta hibridez, surge informal y seriamente a la vez La tierra que produce la caña no en la sala principal, sino en “La Piscualaâ€, el patio lateral del Teatro Milanés. Aquí la acción escénica fluye con desenfado, desplazándose rápidamente a los disimiles planos de representación. De manera que no hay tiempo para el vacío ni lugar adonde el espectáculo no llegue tórrido.

Uno de los detalles que posibilitan esto son las distintas entradas y salidas, la presencia y relación directa que sostienen los actores con el público. Una relación que, de la forma en que se ha concebido, se experimenta cálida por su intimismo y a la vez potencialmente efectiva; ya que involucra a los espectadores en la acción escénica, los hace partícipes de un gran espectáculo que aborda sus propias existencias cotidianas. No podría ser la puesta más positivamente nociva.

No menos reconocible resulta la visualidad de La tierra…. Con marcado cuidado se ha concebido un diseño de luces variado en tonalidades que realzan la figura de los actores, los maquillajes de los distintos personajes, las telas que sirven de escenografía al gran universo donde se expande el espectáculo a cargo de Dorys Méndez.

La tierra que produce la caña está defendida por un elenco mixto de mucha valía. Momentos como el grave monólogo de Luz Marina Romaguera, defendido visceralmente por Yunet Martínez, la intervención de los traviesos muñecos que representan a los famosos músicos cubanos “Los Safirosâ€, por parte de Teatro de Títeres Titirivida, o la sabrosa ironía del siempre estimado personaje, Perancita, de Jorge Luis Lugo, seducen al espectador, le confirman la necesidad de su encuentro con una teatralidad bien lograda.

También otros instantes de la puesta como la proyección, a manera de sombras chinescas, de imágenes de diversas personalidades que ya no están entre nosotros o fragmentos de obras que las recuerdan, hacen de La tierra… una propuesta sensible, de amplios alcances dada su conciencia del valor de nuestra memoria teatral.

La tierra que produce la caña, como ya hemos referido, es un espectáculo necesario y de muchos méritos. Necesario porque valientemente sostiene, sin ser lesivo o carecer de sentido, el reclamo de los artistas que pujan cada día por la posibilidad de crear sin esquemas ni limitaciones, porque además, deviene en homenaje no sólo a los que no están físicamente entre nosotros, sino a aquellos que estando en alguna parte del mundo y que una vez contribuyeron al establecimiento de nuestra cultura.

También, esta es una obra necesaria y de valía porque ya el Día del Teatro Cubano reclamaba a gritos, en nuestra provincia, un espectáculo que estuviera a su altura.

Tales razones nos indican a pensar que La tierra… debe entenderse como un ejercicio de la verdad, al respeto al arte, a la construcción de nuestra nación. No podría esperarse más de nuestros teatreros. Pensar otra cosa de esta propuesta, no poder sensibilizarse con el filo de la palabra consciente y respetuosa, sería apostar por dar la espalda al proyecto de construcción colectiva de nuestra nación y nuestra cultura.

[1] Que debe su nombre a la frase “¡Viva la tierra que produce la caña!â€, expresada por uno de los actores del elenco decimonónico de Perro huevero…

[2] Tiempo en que he sido testigo de estos homenajes.




Hacia una nueva “travesíaâ€

Para nadie es un secreto que en los últimos años el Conjunto Folclórico de Pinar del Río no transitaba por sus mejores momentos. Sin embargo, ahora mismo nos ha sorprendido. Travesía, el nuevo espectáculo que presenta este elenco, encierra una serie de valores artísticos y humanos que nos demuestra el salto cualitativo y cuantitativo que, en menos de un año, ha experimentado en el plano creativo la agrupación de danza folclórica.

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Medea, ¡a buscar otros rumbos!

Teatro Rumbo celebra por todo lo alto el arribo a sus 55 años de existencia. En ese sentido, una de las acciones más significativas desarrolladas por este elenco pinareño es la reposición de los espectáculos que ha presentado en los últimos años, entre ellos Medea bajo la dirección de Yasey Muñoz.

Esta Medea que nuevamente ocupa las tablas del Teatro Milanés se estrenó en 2017 y es una versión escénica muy cercana a su referente textual escrito, Medea prefabrica, de Irán Capote.

Con relación al texto escrito por Capote podríamos decir que como hipertexto –porque el mito griego de Medea tiene acercamientos teatrales firmados por nombres eminentes como Eurípides, Séneca o Anouilh– continúa la línea de relectura de clásicos que despunta en nuestro país con títulos como Electra Garrigó, de Virgilio Piñera; Medea en el espejo, de José Triana; Los Siete contra Tebas, de Antón Arrufat, hasta obras como Jardín de Héroes, de Yerandy Fleites.

Medea prefabrica es una pieza teatral que resulta atendible, ya que se encuentra concebida para el espectador actual, particularmente nacional. Alejada de un tratamiento populachero y costumbrista en su sentido más chato, indaga en el discurso del cubano, su fisonomía económica, su expresión, su gesto y desarrollo social diverso.

También, un elemento reconocible en Medea prefabrica es que en este texto se ha acentuado de manera especial la humanidad del personaje principal, convirtiéndolo en una naturaleza resentida, pasional, con palpables rasgos de debilidad y fortaleza de carácter, con una memoria y un presente con los que no se reconcilia.

Rafael Farello y Simone Balmaseda. Cortesía/Julio de la Nuez/ Foto tomada de El Nuevo Herald

En esta obra pesa más el sufrimiento, la deconstrucción de las ilusiones y sueños de Medea, que el propio asesinato de sus hijos o su mitificación como hechicera. Algo que distingue a Medea prefabrica de otros acercamientos al mito originado en torno a la hija del Cólquida, que ha llevado al drama autores nacionales, por sólo citar algunos, como José Triana o Reinaldo Montero, quienes, sin perder valor en el plano escritural, han remarcado más en sus textos el elemento mítico y la atrocidad del matricidio de Medea.     

La Medea que presentó en 2017 y la que presenta ahora mismo, Yasey Muñoz, como antes hicimos alusión, es una versión muy cercana a Medea prefabrica. Expresa claramente en escena todo el dolor de una mujer que ha sido abandonada por el amor de su vida, Jasón.

Sin embargo, la Medea que dirige Yasey alcanza vuelo al tomar su propio rumbo y alejarse del tono realista en que están pautadas las situaciones –que para nada es una falla– en Medea prefabricada.

Muñoz, en la versión escénica de la obra de Irán Capote despliega un universo onírico, un constante tránsito fluido entre lo real y lo mágico, donde parece que los personajes se mueven en un eminente caos.

Medea es un espectáculo lleno de resonancias en que acertadamente la imagen teatral se define entre claros oscuros intensos, fruto de un cuidadoso diseño de iluminación; en el que el gesto teatral extracotidiano coexiste con el más natural comportamiento del actor; donde un dispositivo escénico mínimal (un baúl, una pequeña mesa, una butaca de madera) y un amplio registro sonoro narran perfectamente el carácter retorcido de la acción escénica que ocurre en el interior y exterior de la protagonista.

No obstante, reclamamos a la Medea de este 2019, que aunque padezca algunos escollos con que la mostraron en 2017, todavía apreciamos que un gesto o una respuesta se someten a larguísimas pausas que diluyen su efecto teatral, su significación en la acción escénica, lo que afecta incluso el ritmo de la representación. Un ejemplo de esto son las primeras escenas de la obra que se dilatan bastante.

Del mismo modo, aún no se demuestra la funcionalidad de uno de los personajes: una suerte de espectro que funge como conciencia de la protagonista y que repite, como un eco, frases cortas que enuncia la Medea, pero que carecen de efecto alguno sobre ella, los demás personajes o la acción teatral. De manera que, reiteramos, no nos queda demostrada la funcionalidad del espectro.

Igualmente estimamos que debería trabajarse seriamente en el entrenamiento técnico de los actores, particularmente en el de Yosvel Alvarado que interpreta a Jasón, a Luis Alberto Alemán como Egeo. A ambos les queda una ardua labor por delante en función de estar, vivir e interpretar orgánicamente la fábula teatral en la que habitan. No basta sólo con emitir el texto, sino tener conciencia de lo que se dice, hace y lo que esto genera; de comportarse escénicamente con la verdad que responda a un tipo de propuesta teatral muy particular como lo es la Medea, presentada por Teatro Rumbo.

A casi dos años de su estreno, Medea, dirigida por Yasey Muñoz, todavía permanece como la vimos por primera vez: un espectáculo con probados méritos artísticos puntuales (fundamentalmente en la conformación de la imagen escénica), pero que no ha madurado en todas sus partes.

Tal vez sea hora que Yasey Muñoz vuelva sobre esta representación, la repase y ciña el tejido ahí donde parece deshilvanarse. Sólo entonces encontraremos una Medea dispuesta a encontrar otros rumbos entre la madeja de su universo existencial de estos tiempos.



Ovaciones para una mujer que espera…

Con una gran ovación fue aclamado el regreso a la escena vueltabajera de Lienzo de una mujer que espera, escrito, dirigido y actuado por Jorge Luis Lugo. Con esta obra, Teatro Rumbo cierra la jornada de acciones (conferencias y presentaciones teatrales), que desarrolló durante el mes de noviembre y diciembre, con motivo de sus 55 años de existencia creativa.

Premio Caricato de Actuación Masculina (2012), entre otros; Lienzo de una mujer que espera es un monólogo, un soliloquio, como tal vez pueda definírsele, que se estrenó en 2001 con el nombre de Lienzo 5×1, en el marco del pinareño Festival “Espacio Vitalâ€.

Desde entonces, esta obra ha permanecido en el repertorio activo y más reconocido de Teatro Rumbo. Su protagonista, Esperancita, una señora muy singular entrada en años, se busca la vida vendiendo ilegalmente cucuruchos maní y en un desesperado intento, reclama a su esposo Felipe, muerto en una travesía marítima en los 90, un sinnúmero de cosas que van desde la necesidad de compañía hasta un sustento económico que nunca ha llegado. Esperancita clama, padece lo que no tiene, lo que debe luchar amargamente para lograr algo y lo que sabe que nunca tendrá o vendrá. Sin embargo, permanece batallando, y eso es lo que cuenta.

Lienzo…, como resultado creativo, tiene la cualidad de apropiarse de la vertiente vernácula, del gusto hacia el desarrollo de temas y fábulas teatrales marcadas por la comicidad, latentes en imaginario y gran parte de la praxis escénica desplegada por los creadores pinareños; especialmente los del otrora Conjunto Dramático de Pinar del Río, grupo fundado en los primeros años de la Revolución, y que podemos reconocer ahora con el nombre de Teatro Rumbo.

Es una obra en que Jorge Luis Lugo demuestra sabiduría y talento al tejer un material teatral donde, a partir de la sugerencia, el juego con el absurdo, con lo ridículo, con el cliché, la ironía, el doble sentido, la picardía, se desata un intenso y respetuoso debate (en que el subtexto tiene mayor peso que lo que literalmente se expresa) sobre aquellas cuestiones que han marcado en el plano histórico, social, psicológico, económico, al cubano de estos tiempos, fundamentalmente aquellos que vivieron con mayor fervor el “Período Especial†y la migración de la década del 90 y en adelante.

Los hemos visto varias veces Lienzo…, hemos podido comprobar que, aun cuando tiene más de una década de concebido, no deja de ser un espectáculo interesante para el espectador actual. La arquitectura de este representación teatral está concebida de tal manera que tiene la capacidad, como el rabo del camaleón[1], de renovarse, estar siempre abierta a frescos cambios, sumas y supresiones de acciones y texto, en función del momento en que se presenta, los cuales no afectan la salud de este monólogo, su núcleo de debate principal.

 Y ello sucede fundamentalmente porque esta puesta en escena está pensada para que sean más significativos los agudos comentarios sobre la realidad social que vive el personaje principal, Esperancita, que para seguir, aunque ello es inevitable, la biografía de esta, su naturaleza psicológica. Provocar la reflexión y la discusión sobre determinados tópicos sociales, es el centro de Lienzo…

Jorge Luis Lugo es un actor talentoso, uno de los pocos que conocemos en Vueltabajo y en una buena parte del país que puede transitar de un género a otro, del drama a la comedia, a la farsa, sin reparos y con virtuosismo.

En este caso, compone una escritura que apuesta por lo esencial en las tablas. Apenas una estatuilla religiosa de un indio, una pequeña mesa con un radio que parece emitir programas en directo, un marco de un cuadro, son elementos con los que va develando poco a poco el universo existencial de Esperancita.

 Desde una partitura interpretativa que hace gala de su contención, de un cuidado en la selección de las acciones físicas y gestos (su rostro es una zona muy expresiva en su corporalidad); de una dinámica escénica que no teme explorar la danza, el riesgo de una pantomima deliciosamente expresiva (escena en que su vecina le informa a Esperancita sobre el nuevo tiempo coyuntural); nos develan un trabajo actoral digno de reconocer.

La reposición de Lienzo de una mujer que espera ha sido todo un suceso teatral en Vueltabajo no sólo por la significación de esta obra, del actor que la interpreta o porque, como pocas veces, los espectadores abarrotaron las capacidades del Teatro Milanés, sino porque esta obra, más allá de su madurez como resultado artístico, mantiene su vitalidad, su frescura, su capacidad de polemizar desde la comicidad.

Es un espectáculo serio que, bien defendido en su interpretación, nos deleita al tiempo que nos hace pensar. Esa es la clave del éxito de esta pieza tanto cuando se estrenó, como en este minuto. De ahí que su regreso a cerrar la jornada por el aniversario 55 de labor creativa de Teatro Rumbo, más que una eventualidad atendible, es todo un suceso memorable para el teatro pinareño, un cierre de oro teatral.

[1] Frase que enuncia Esperancita, protagonista de Lienzo de una mujer que espera.