Eduardo Pinto Sánchez
The Politician: otro divertimento de Ryan Murphy para hablar de cosas muy serias
Ryan Murphy ha creado una marca. Su nombre tiene un precio y Netflix lo ha determinado. Un contrato de exclusividad —firmado en 2018—, con la compañía de streaming por 300 millones de dólares, ha atado a uno de los reyes Midas de la ficción norteamericana durante cinco años, en una de las jugadas maestras dentro de la industria del entretenimiento.

Como una estratagema política, muy al estilo de la primera serie que creó el cotizado artista para su nuevo empleador, esta transacción se inscribe dentro de la batalla por captar públicos y ganancias entre las cadenas generalistas (FOX, CBS, ABC o HBO) y las plataformas de pago (Disney+, Netflix, HBO o Amazon Prime Video).
De esta ambiciosa relación ya se cuentan las series Hollywood, Ratched y los filmes The Boys in the Band y The Prom junto a una extensa lista de proyectos que generan gran expectativa entre sus críticos y seguidores. No obstante, queda el mérito a The Politician de ser la primera apuesta del grupo creativo que lidera Murphy en su “era netflixiana”.
Payton Hobart, un adolescente millonario y privilegiado, con una crisis de identidad y delirios de grandeza, se arma de toda la maquinaria histórica y el discurso político norteamericano en su testaruda meta por convertirse en Presidente de los Estados Unidos de América. Su primer objetivo: presidir a los estudiantes de su elitista instituto, y ahí arranca la primera temporada.
Pasados los dramas de la highschool, la segunda temporada nos muestra a un Payton que juega las cartas de la brecha generacional para obtener un asiento en el senado de Nueva York enfrentándose, nada más y nada menos, que a la prestigiosa e inderrotable líder de la mayoría.
Un divertimento para hablar de cosas muy serias. Una revisitación al entramado político estadounidense mediante el código de los seriales juveniles donde nada queda afuera: manipulación, fraude, fake news, sexo, escándalos, dinero, dobleces morales, corrupción, intentos de magnicidio y más, mucho más.

En busca de lo auténtico, los personajes se debaten entre las exigencias que impone el contemporáneo vicio de validar nuestro éxito con el aplauso o los likes de los otros y el desafío de encontrarse a sí mismos en un mundo que regurgita las máscaras que no han acompañado por siglos. Una suerte de paralelismo con la búsqueda que siempre ha emprendido Ryan Murphy, la de encontrar la verdadera esenciade las cosas, recreándose en lo caricaturesco y la parodia.

Aquí se analiza no solo a la clase política, sino que en una especie deejercicio de índole sociológico los guionistas apuestan por escudriñar en las motivaciones y capacidad de reacción de los votantes frente a un ámbito de representación política que no fomenta la capacidad crítica del electorado o de la gente, de modo general.
A través de la aparente ligereza del argumento y de los diálogos, vamos transitando por un mundo de ficción que engarza con las tramas de decenas de películas y series con temática similar, y lo que es aún más inquietante, con la realidad que se proyecta en las noticias de la TV, la radio o Internet. Quizás lo más desconcertante sea percatarnos que el absurdo no lo es tanto y se convierte en norma, en abrumadora certeza.
En un arriesgado rejuego entre la frivolidad y un discurso social con no pocas implicaciones, esta sátira se va transformando en una exposición crítica —para algunos velada, para otros mordaz—, sobre el ambiente social y político de los EE.UU. en los últimos años. Será inevitable no reconocer el paralelismo que se establece entre las campañas que emprende el protagonista con los resortes de las lides políticas en Estados Unidos, o la representación que tenemos de ello.

Primero las elecciones de un instituto y luego las de un distrito neoyorquino, contadas en un entorno distendido y satírico, funcionan por varios capítulos pero por momentos se torna irregular un relato que quiere decir muchas cosas en una apoteosis de gags y referencias que pueden “desconectar” al seguidor menos fiel o a quienes aspiran a ver algo cercano a House of Cards o El ala oeste de la Casa Blanca.
The Politician aspira a ubicarnos en un punto intermedio entre el excéntrico Murphy de Glee y American Horror Story y el más “serio” realizador (como le exigía la crítica especializada) de American Crime Story o Feud. Sin embargo, nos devuelve una y otra vez a la cosmogonía de Glee. Vuelven las constantes referencias culturales, el reflejo de las otredades, la música, la denuncia social, las ambigüedades morales y sexuales, la búsqueda y defensa la identidad, el miedo y sus extensiones, entre otros temas y estéticas recurrentes del autor.
Y en esa estética que regresa también veremos una cuidada puesta en escena, profusión de colores, vestuario y maquillajes exquisitos, primeros planos, grandes angulares que amplían la profundidad de campo, excelente iluminación, así como otras firmas de Murphy, Brad Falchuck e Ian Brennan, como la presencia de mujeres complejas y empoderadas; el “rescate” de icónicas actrices (aquí veremos a Jessica Langey Bette Midler) o una tejida banda sonora.
Un punto aparte para el reparto de la serie (ya está demostrada la eficacia de Murphy en la dirección de actores) donde coinciden consagrados y noveles como Gwyneth Paltrow, Judith Light, Bob Balaban, Zoey Deutch, Lucy Boyntony David Corenswet. Aconsejo no perder de vista la carrera del joven Ben Platt, si no se malogra en el camino puede llegar a ser uno de los actores más completos del futuro, algo quede seguro vieron los creadores más allá de su ascendente carrera en Broadway.
Para los fanáticos de este tándem creativo, su equipo creativo, no creo que sea esta una obra rotunda, pero si lo que Netflix quería con su millonario contrato de exclusividad era una serie con la marca artística y las obsesiones intelectuales de Ryan Murphy, aquí la tiene.

Ficha:
Creadores: Ryan Murphy, Brad Falchuk e IanBrennan
Dirección: Brad Falchuk, Tamra Davis y otros
Reparto: Ben Platt, Judith Light, Bette Midler, Zoey Deutch, Lucy Boynton, Laura Dreyfuss, Jessica Lange y otros.
Género: Melodrama, comedia
País: EstadosUnidos
Plataforma: Netflix
No. de temporadas: 2
Capítulos: 15 episodios
Duración: De 28 a 62 min.
Estreno: 27 de septiembre de 2019
Dark: todos frente a un espejo determinista
Agujeros de gusano, el eterno retorno, el mito de Ariadna, error en la matriz, universos paralelos o el Gato de Schrödinger. Si no sabes de qué trata esta caótica enumeración pues auxíliate rápidamente de alguna fuente de consulta, de otro modo no podrías ver Dark, la serie web alemana que ha devenido fenómeno cultural en los últimos años.
Ciencia ficción, misterio y drama se entremezclan en las tres temporadas de la ficción de Netflix, creada en 2017 por el matrimonio de Baran bo Odar y Jantje Friese, y que ha logrado seducir a miles de fanáticos en todo el orbe.

Una tríada de fatídicos acontecimientos perturban la tranquilidad de Winden, un pueblo ficticio al norte de Alemania que vive y trabaja en torno a una añeja planta nuclear. La desaparición del niño Mikkel Nielsen; el suicidio del padre de Jonas, uno de los protagonistas, y la aparición del cadáver de otro chico en el bosque, desencadenan varias líneas argumentales para adentrarnos en una trama tan compleja como desafiante para el espectador.

Poco a poco se va desentrañando una sombría conspiración de viajes en el tiempo que abarca tres generaciones, mientras salen a la luz los secretos y las conexiones ocultas entre cuatro familias del lugar. Esta indagación sobre el tiempo y sus implicaciones en la naturaleza humana se presenta como una batalla entre el libre albedrío y el determinismo donde los personajes transitan constantemente en un bucle temporal cerrado de 33 años que los lleva a distintas épocas en el desarrollo de Winden.
Un argumento que no es nuevo, —los viajes en el tiempo—, capitaliza en una ficción totalizadora y compleja que entrelaza algo más que conflictos hogareños o pueblerinos con un túnel que permite moverse entre diferentes épocas o mundos. Se abandona aquí la linealidad clásica del relato para sumirse en una historia circular, sin embargo, los temas abiertos se van cerrando con soluciones creíbles a pesar de lo insólito de la tesis.

A medida que avanzan los 26 capítulos aumenta el peso de la ciencia ficción para introducir o resolver conflictos, sin dejar de lado los conceptos científicos y teorías que son parte de su discurso. Un punto a favor de los creadores es la habilidad para que en el tránsito entre cada temporada, —aun entregando un número importante de respuestas a las interrogantes abiertas—, asomen armónicamente nuevos misterios a resolver.

En ese sentido, pareciera que en su última temporada Dark se avoca al caos, algo que no ha pasado desapercibido para algunos espectadores y críticos. Y es que se van descartando los límites temporales tan definitorios en las primeras entregas para adentrarse en el tema de las dimensiones paralelas, el destino, la muerte y el arrepentimiento. No obstante, muchos coinciden en que el cierre de la serie, al apostar por una solución dramática sencilla, se ajusta a la filosofía de la trama y se aleja de los finales contraproducentes o cuestionables de otras producciones similares.

Difícil resultaba sostener un puzzle conformado por una amplia cofradía de personajes, lo que nos obliga a apelar a árboles genealógicos o guías. Tan embarazoso es seguir los pasos este itinerario que Netflix creó una página específica para acceder a los nombres de cada personaje, su función, sus vínculos familiares y los cambios que van sufriendo en las diversas travesías.

La producción fue capaz de crear una ambientación opresiva (por momentos me recordó la sensación que sentí al leer el clásico orwelliano 1984) que acrecienta la intensidad de un relato pausado e inquietante, certeza incontestable cada vez que vemos la entrada de la cueva donde todo tiene inicio y fin.
En ello resalta la fotografía que refuerza la tensión dramática mediante encuadres precisos, en locaciones sumamente evocadoras con el uso de una paleta de colores más que funcional. Mientras la iluminación se vuelve protagónica en la recreación del ambiente, la belleza formal de los planos y el montaje acompañan la evolución de unos personajes atormentados por los constantes puntos de giro que introducen los creadores. A esa atmósfera subyugante contribuye igualmente una banda sonora acoplada al texto fílmico con una precisión escalofriante.

La labor del reparto resulta idónea y compacta ante el reto de interpretar diferentes versiones del mismo personaje en distintas líneas temporales y espaciales. Los guionistas parecen decirnos que en esta historia no hay ni bueno ni malos, y en eso el casting no defraudó. Aquí la empatía con los personajes no se establece desde las fórmulas manidas de las series estadounidenses o latinoamericanas, sino desde un diseño que recaba de los protagónicos y secundarios el sometimiento constante a situaciones límites, muchas veces frente a las mismas disquisiciones que agobian a la sociedad contemporánea.
Hay buen hacer detrás de Dark y eso se agradece en un contexto donde prima la simplificación argumental y formal de los audiovisuales, casi siempre pensados para un supuesto público generalista y subestimado. Por eso es de destacar que el empaque de este serial nos introduce en una experiencia sensorial apremiante y provocadora. Mantenerse frente a la pantalla es la opción de cada cual.

Se reafirma entonces que dentro de la variopinta oferta de las multinacionales del entretenimiento descuellan producciones de probada calidad. Dark catapulta al universo audiovisual teutón, casi siempre visto como magro, gris o encartonado. Puede que ese halo impasible y enrevesado de las relaciones humanas, el acercamiento al pensamiento filosófico germano (Nietzsche, Einstein, Schopenhauer) y los detalles característicos de su cultura conformen parte del éxito de la serie, al ubicarnos en ambiente sociológico no habitual en las producciones anglosajonas.
Todavía sorprende a muchos que la primera serie original de Netflix producida y hablada en alemán, que se acerca a la física cuántica, los viajes en el tiempo y las paradojas, haya tenido tanto éxito. El sitio más influyente de crítica de series y películas, Rotten Tomatoes, luego de una encuesta realizada a 2,5 millones de usuarios, determinó que esta ficción era “la mejor serie original de Netflix”. No es poca cosa si tenemos en cuenta que atrás quedaron icónicos títulos como The Crown, Peaky Blinders, la endiosada Stranger Things o Black Mirror.
No les diré que la aclamación ha sido universal, hay quien la acusa de ser demasiado aleccionadora, de la escasez del componente humorístico, de tener un enfoque demasiado severo, de incorporar subtramas innecesarias, de presentar un libreto ampuloso o de regodearse en imágenes bellamente filmadas pero anodinas.

Ciencia, filosofía, mitología y parte de la cultura pop sustentan las ambiciones narrativas de Baran bo Odar y Jantje Friese, que hasta el desenlace de la serie indagan sobre la posibilidad o no de transformar nuestro futuro. Adelanto que la impronta determinista de esos minutos finales no deja espacio a dudas sobre la postura de ambos al respecto.
Dark es un reto, uno muy exigente, por lo tanto no se acerque a ella desde la anhelo maratónico de ver una serie light de fin de semana. Esto es algo más. Es una serie para rumiar, pensar, revisitar.
Ficha:
Género: Ciencia ficción y Suspenso
Creado por: Baran bo Odar y Jantje Friese
Guion: Jantje Friese, Baran bo Odar, Martin Behnke, Ronny Schalk, Marc O. Seng
Reparto: Louis Hofmann, Anna König, Roland Wolf, Oliver Masucci, Jördis Triebel, Sebastian Rudolph, Mark Waschke, Karoline Eichhorn, Stephan Kampwirth, Anne Ratte-Polle, Helena Abay, Harald Effenberg, Sebastian Hülk, Deborah Kaufmann, Ella Lee, Andreas Pietschmann, Walter Kreye, Peter Benedict, Christian Steyer, Leopold Hornung, Tatja Seibt, Lisa Vicari, Hermann Beyer, Angela Winkler, Peter Schneider, Stephanie Amarell, Carlotta von Falkenhayn, Arnd Klawitter, Anatole Taubman, Luise Heyer, Lena Dörrie, Julika Jenkins, Michael Mendl, Gwendolyn Göbel, Lisa Kreuzer, Hannes Wegener
Productora: Wiedemann & Berg Television. Distribuida por Netflix
Música: Ben Frost
Fotografía: Nikolaus Summerer
País: Alemania
Idioma: Alemán
Temporadas: 3
N.º de episodios: 26
Primera emisión: 1 de diciembre de 2017
Última emisión: 27 de junio de 2020
Dayron Chang: «El primer jurado debería ser uno mismo» (+Fotos y videos)
En él habita un duende, quizás el más travieso. Anda por ahí provisto de valentías y pasiones, algunas cohibidas, otras desbordadas. A Dayron Chang Arranz, el comunicador y la persona, solo le importa amar, estremecer, descubrir, trascender; se niega a lo fútil.
Periodista, realizador, locutor y declamador, Dayron busca asir el alma de las cosas. No sabe hacerlo de otro modo. Lleva el peso de actuar y pensar de esa forma desde muy joven, por eso lee mucho, investiga, cuestiona y crea. Busca así traspasar el peligroso manto de la superficialidad y el acomodamiento. Se aleja de los lugares sin espíritu pero no se niega a las experiencias que le acerquen lo más posible al encuentro total con la vida.
El arte y la historia lo acunan en sus atrevimientos y son su pase de entrada al mundo intelectual cubano. En su corta carrera ya le conocen en festivales, concursos y premios de diversa índole, sin embargo, es en las historias de los otros, en el abrazo de sus paradigmas y en el guiño sensible de los amigos donde atesora sus logros. Aunque no les huye a los desafíos sabe poner cautela ante lo inmenso, por eso llegó algo asustadizo y escéptico al concurso Caracol para cosechar luego el reconocimiento de noveles y consagrados. Sobre los derroteros del evento y la participación de los jóvenes realizadores accedió a conversar con nuestro sitio.

—Quizás seas uno de los pocos afiliados de la AHS o de los jóvenes realizadores del oriente del país que ha sido premiado en el Caracol en dos de las áreas en concurso: Radio y Televisión. Cuéntame cuáles fueron las obras con las que resultaste ganador, su origen, características y otros detalles de tu participación.
—Llegar a obtener ese resultado en dos medios como la radio y la televisión, cada una con sus riquezas particulares, no fue para nada una meta. Más bien tiene que ver con mis inquietudes y propósitos, como persona y profesional, de socializar con los demás aquellos saberes que por azar o por intención llegan a mis manos. Al final, eso es lo mejor: el descubrimiento.
Un primer paso lo di con los sonidos, en medio del desafío que implicó reconstruir completamente la historia de la única gran cadena de radio que tuvo su epicentro fuera de la capital antes del Triunfo de la Revolución. Como parte del ejercicio de mi tesis de pregrado en la Licenciatura de Periodismo surgió la serie radiodocumental Sonidos de Ciudad en el año 2013.

Conocí entonces lo que para un joven del este del país pudiera y aún puede parecer distante, tanto geográfica como generacionalmente, el Premio Caracol. En aquel momento obtuve el lauro en dirección de radio con esa investigación que rescataba de la desmemoria el vínculo de la CMKW Cadena Oriental de Radio con acontecimientos de impacto de la cultura nacional y con personalidades como Luis Carbonell, Celina González, Ibrahim Apud, Yolanda Pujols, Salvador Wood, entre otros.
Resultaba casi impensable la posibilidad de ganar, aunque conocía de algunos casos ya premiados con similares edades, en entornos más cercanos a la capital. No obstante, hay que reconocer que no es lo cotidiano. Y decidí aventurarme porque creía en todo aquello que defendía y poseía el material. Cuando vine a ver era un recién graduado con un Caracol en sus manos y comencé a cambiar mi percepción sobre el premio.
En el caso de la televisión competí con la obra Historias entre montañas desde la cual se hace un análisis sobre la rebeldía del cubano. Esta mereció el premio del jurado en las categorías de dirección y guion de programas educativos e históricos. Había pasado ya un tiempo desde la sorpresa de Sonidos de Ciudad, pero para un joven el Caracol siempre es un impulso pues representa la posibilidad de medirte con realizadores a nivel nacional, unos menos conocidos, otros de renombrada trayectoria, pero todos al final creadores que entregan algo de sí en cada obra y que por diversos motivos apuestan por el Caracol. Siento que la intención, más que el acto de ganar, es ver cómo algunos ven y sueñan a Cuba desde el audiovisual. A eso debería aferrarse el concurso.
—Desde hace unos años se ha ido ampliando el número de categorías a premiar en el Festival Caracol. ¿Consideras que esto es beneficioso o no para la calidad y prestigio del evento?

—La calidad del evento se sustenta en demasiados pilares como para pensar que ampliar el número de categorías pudiera mellar en algún sentido su prestigio. Si bien es necesario respetar esencias y tradiciones dentro de cualquier concurso, también es menester repensarlo en cada tiempo porque la radio, el cine y la televisión evolucionan a la par de la tecnología, los creadores, las estéticas, los soportes… Por tanto, resultará beneficioso en la medida en que el comité organizador y todos aquellos que estén detrás del certamen estudien, antes de elaborar cada convocatoria, esas tendencias para saber qué debe permanecer, qué debe modificarse o qué añadir. Si no se piensa con esa profundidad y entrega podría ser funesto.
El Caracol no se puede permitir lo superfluo o lo improvisado. Estamos hablando de un concurso que por años ha formado parte de la vida cultural y creativa de los realizadores cubanos, que ha sido medidor de la creación a lo largo y ancho del país, que ha legitimado anualmente con sus premios tanto a obras como artistas, y eso es una gran responsabilidad.
Mantener esa exigencia; abrirse cada vez más a nuevas formas; pensarlo sin la etiqueta de las edades como es mi experiencia; expandirlo para que siga siendo plataforma de diálogo entre realizadores; premiar con rigurosidad y respeto… Ahí están los pilares que no deberían faltarle para ser un concurso siempre actualizado.
—Varios realizadores y miembros de la Uneac han planteado en distintos espacios gremiales la necesidad de crear un jurado de admisión como un primer filtro para que resulten nominadas las obras de mayor calidad. ¿Qué opinas al respecto?
—Podría decirte que soy de los que está de acuerdo con una idea como la que plantean algunos de mis colegas realizadores, pero lo valoro como una decisión circunstancial. No todos los días se concursa en un evento como el Caracol, no haces cotidianamente una obra que crees merecedora de competir. Al concurso no se envía lo común, sino lo que cada cual considera que sobresale entre todo aquello que ha producido. Por eso digo que el jurado de admisión es algo circunstancial.
El primer jurado debería ser uno mismo. No se trata de autolimitarse, pero sí de saber con claridad y autocrítica cuando se ha elaborado un producto que sobresale. Si no se nos va un pedazo de nuestra alma en el arte que hacemos entonces algo le falta. Cada quien sabe cuánto le ponen a su obra; lo que si no puede pasar es que por participar enviemos aquello que no cumpla con las expectativas del evento. Aun así, tener un jurado de admisión permitiría que llegara lo más depurado a manos del jurado que cada edición prestigia el Caracol. Es una decisión que exige respeto y cuidado.

—Muchos realizadores jóvenes hoy buscan fuente de financiamiento o auspicio para sus proyectos fuera de los circuitos institucionales ¿Crees que esta situación podría afectar su relación con el concurso Caracol o no?
—La creación audiovisual está buscando actualmente nuevos mecanismos para organizar procesos que durante largo tiempo han permanecido dispersos y sin dirección en este universo, todavía con grietas y dudas. El Registro del Creador, liderado por la Uneac, el Icaic, el Icrt y otras expresiones de nuestra institucionalidad es una muestra de ese intento del cual hay que seguir aprendiendo porque aún no conocemos todo aquello que ofrece o facilita en cuanto a organización, legitimidad, representación, financiamiento, etc.
Siempre he pensado que por encima de todo importa la creación y eso no tiene por qué entrar en conflicto o afectar el sentido de convocatoria del concurso Caracol. El certamen tiene esencias que ha defendido por años y no creo que la forma en la que se logre financiar o auspiciar la obra, mientras se respete la legalidad, deba entrar en disputa con esas esencias.
Viéndolo como un joven realizador, creo que mientras sea una obra de calidad, con estimables valores estéticos, no hay nada que pueda entrar en conflicto. Son tiempos de abrirse a los discursos que cobran fuerza en diversas partes de la Isla porque juntos contribuimos a esa obra coral que es la cultura. Con el acto de rechazar lo “no institucional” podríamos omitir una parte importante de lo que somos y decimos. El concurso y evento teórico del Caracol deber ser ese espacio de creación y discusión libre donde se exhiba aquello que con calidad se hace en materia de realización audiovisual.
—Podría pensarse que siendo un certamen convocado por la sección de Cine, Radio y TV de la Uneac este sea un espacio solo al alcance de consagrados artistas. ¿Por qué piensas que los jóvenes realizadores debían participar en el concurso y sesiones teóricas del premio Caracol?
—Creo ser un ejemplo, entre muchos otros que conozco en varias provincias del país, de que el Caracol no es un espacio elitista solo para consagrados. Pudiera plantearse sumar a más jóvenes, o “salirse” de La Habana en todo el sentido de la palabra, aunque también podrían ser los jóvenes quienes se atrevan, arriesguen, experimenten o propicien el diálogo.
Por otra parte, los tres días del espacio teórico han demostrado ser insuficientes; en la presente edición la crisis generada por la pandemia de la COVID-19 ha encauzado como nueva vía de socialización las plataformas digitales, experiencia que debería replicarse en los próximos años para que quienes consumen nuestras obras también formen parte de lo que antes se analizaba entre paredes. Pensar un caracol en los móviles, en tablets o un PC, debatir o polemizar con el público desde Instagram, Facebook, iVoox, entre otros soportes, en torno a lo que un jurado decidió que era lo mejor. Hacia ahí debe andar el Caracol, en la búsqueda de un camino que le acerque a los nuevos tiempos.
Siempre he creído en la continuidad. El diálogo generacional que se genera, en ocasiones, entre los pocos realizadores jóvenes y los más experimentados podría ser la piedra filosofal de esa continuidad y esa ruptura que le son inherentes al arte. Pero no lo podemos saber si no vemos al otro, si no escuchamos como lo ven los demás, si no somos capaces de ver más allá de lo que tenemos conceptualizado. ¿Cómo crecer sin interactuar? Por tanto, el Caracol debe buscar vías para crecer. No es malo que aúpe a los consagrados, —son imprescindibles—, lo que importa es que siempre encuentre una manera de ser abierto a todo lo que con calidad se haga en Cuba, porque es la única manera de perpetuarse y sobrevivir. Mi consejo a los jóvenes como yo: atrévanse, quién sabe si mañana ustedes sean los consagrados.

—¿Cómo podría contribuir la AHS a que los noveles realizadores se enfrenten a certámenes como el Caracol mejor cualificados o con más posibilidades de éxito?
—La AHS no deberá carecer jamás de agudeza en sus proyecciones. En esa habilidad se sustentará su vocación para integrar, escoger, consolidar y perpetuar aquello que se quiere definir como lo mejor del arte joven. Sería iluso no pensar que lo mejor puede que también siga allá fuera. Eso le impone a la organización un espíritu de búsqueda, renovación, de contacto y apertura, que se equipare al ritmo de la creación misma; que jamás niegue la esencia de libertad que hay en el arte y el artista; y que sepa andar con los tiempos.
No le debe faltar instinto para esto —al fin y al cabo el arte tiene un poco de ese impulso natural—, pero mejor que se sustente en un pensamiento y una estrategia. Hablamos de una organización de conceptos y filosofías de vida que concomitan para dialogar, que se juntan para hacer crecer al ser humano.

No es solo el artista lo que se elige. También se elige una historia, una leyenda individual, con principios y visiones del mundo que deberán encontrar en la organización vías para crecer, polemizar, revolucionar, aportar a una construcción coral más determinante que es la cultura cubana.
La AHS tiene que ser ese espacio para aprender a escuchar al de al lado, para analizar a Cuba no solo desde mi rincón vital y cercano, sino para entenderla en su profundidad a través del otro. Y qué suerte es tener un lugar de reunión, para ver nuestro arte en contexto, para saber que lo que nace en la individualidad, en el encierro de un taller; en un estudio de grabación, en el tabloncillo de un teatro, en un parque cualquiera de la isla, adquiere mayor sentido cuando interactúa con la realidad que le da vida. Y no es solo el cuadro, la coreografía danzaria, el nuevo libro, la película, es cada una de esas chispas dispersas hallando su verdadera razón cuando moviliza, contradice, embellece, cambia y enriquece lo espiritual y lo físico del entorno local, nacional y universal.
Hay una responsabilidad sobre los hombros de la AHS. Y en ello está en juego la herencia de una creación artística y una obra intelectual que nos trasciende y de la que sabremos o no si queremos o somos merecedores de formar parte. Siempre he creído que todo artista debe ser conocedor de sus raíces, y a partir de ellas trazarse propósitos nuevos. La organización debe prepararnos para momentos así, para circunstancias donde hay que tomar decisiones, para opinar en función de crecer y no de degradar, para madurar en ideas que nos lleven a concursos como el Caracol con obras y discursos que nutran a la nación. Y eso no es el logro de un día. Ese es el camino que deberá estar sembrando siempre la AHS; para ser esa coordenada en la que quieran encontrarse los jóvenes que sueñan y piensan a Cuba desde su arte, ya sea para continuidad y/o cambio.
Vean Watchmen, pero…
Ya lo sabemos. En un mundo de extremos, vacilaciones metafísicas y relativismo cultural no es de extrañar que, cada vez más, las personas desconozcan cualquier análisis o proyección de la realidad que no se corresponda con su visión del mundo. De otro modo no podría explicarse cómo el fenómeno serial de la pasada temporada televisiva en Estados Unidos fue perdiendo poco a poco miles de espectadores mientras cosechaba los aplausos de la crítica y la prensa especializada.
Y es que, en cuanto al firmamento audiovisual, a muchos nos gustan los remakes, las adaptaciones, la intertextualidad o las menciones, solo y solo si, no se meten con los miembros de nuestros particulares panteones de culto. Ese era un riesgo que conocían los creadores de la serie Watchmen (HBO), coronada con 11 estatuillas en la primera ceremonia virtual de los premios Emmy, en sus 72 años de existencia.
El polémico productor y guionista de cine y televisión Damon Lindelof (The Leftlovers y Lost) tomó como punto de partida para el ambicioso proyecto del canal HBO una serie de cómics homónima creada por el guionista Alan Moore, el dibujante Dave Gibbons y el entintador John Higgins; publicada durante los años 1986 y 1987 por DC Comics.
Watchmen, la novela gráfica (también adaptada al cine en 2009 por Zack Snyder) es un material de culto que describe a la humanidad en el preludio de una Tercera Guerra Mundial mientras un grupo de superhéroes de ambigua moralidad propician el triunfo en Vietnam de los Estados Unidos para luego ser proscritos. No obstante, la serie televisiva utiliza el universo del comic para crear un contenido completamente nuevo, y es ahí donde despunta, al cimentar su propio camino de fabulaciones y aportes al discurso social, político y artístico de nuestra época.
Algunos argumentan que no es necesario leerse la historieta para ver la adaptación libre de Lindelof, pero algo de información hace falta, pues la carga referencial es muy alta y, sin dudas, dificultaría disfrutar completamente de una serie en la que la complejidad discursiva se va armando entre las consecuencias de los hechos narrados en la historia original y las licencias que se toman los guionistas, siempre en función de un argumento renovador para criticar la sociedad y el poder emulando lo que se propusieron, en su momento, Moore y Gibbons.
Esta “profana” revisitación asienta su relato varias décadas después de los eventos de la novela gráfica con la aparente superación de los traumas causados por el conflicto de Vietnam (que ahora es un estado más de la unión americana), el caso Watergate (Nixon nunca renunció), la Guerra Fría o el cataclismo nuclear. Asume como desencadenante de la acción las tensiones raciales en Tulsa, una ciudad sureña donde en 1921 hubo una masacre de personas negras en manos de supremacistas blancos (hecho real), para luego trasladarnos a un 2019 alternativo en el que un progresista Robert Redford (sí, el mismo) gobierna en la Casa Blanca.
Durante la llamada Noche Blanca, un grupo supremacista llamado La Séptima Kaballería, ―versión moderna del Ku Klux Klan―, ataca coordinadamente a la policía de Tulsa, mientras los agentes deben cubrir su rostro con una banda de color amarillo para evitar ser reconocidos. Tras el asesinato de un oficial se suscita una trama detectivesca, aparente sostén del guion, en la que asume el protagónico una policía retirada y justiciera encapuchada, Angela Abar (interpretada por la oscarizada Regina King), pivote para durante nueve capítulos adentrarnos en el fundamento de la serie: la brecha racial y la situación política actual de los Estados Unidos.
Es de reconocer que los realizadores sostienen con audacia los enigmas de la trama ante la expectativa de una audiencia acostumbrada al desarrollo narrativo clásico, a través de un ejercicio de implicaciones semánticas significativas, apoyado en un empaque visual y sonoro tan atrevido, en ocasiones, como el mismo argumento de la serie.
Entre metáforas más o menos evidentes los creadores se acercan, entre otros temas, a los vínculos entre poder, raza y violencia, la brutalidad policial, la paranoia antiterrorista luego del 11 de septiembre de 2001, las fake news, la pandemia silente de las drogas, la doble moral, el miedo como arma de manipulación, la homofobia, los traumas intergeneracionales, la memoria histórica, el control armamentístico, la identidad y el anonimato en internet.
Se analiza, asimismo, el legado y sus secuelas en el devenir social y personal. Y es que Watchmen es un vuelco al pasado, una lección sobre cómo las acciones de nuestros antepasados hilvana la experiencia colectiva del presente para bien o para mal.
Ciertamente los giros dramatúrgicos pueden ser rocambolescos, pero no desentonan en un entramado argumental que, al igual que el original, apuesta por la densidad temática, la estructura compleja y varias líneas temporales. Si ambas obras coinciden en algo es en el propósito de deconstruir la figura del superhéroe mientras se nos presenta una distopía apabullante.
Simula este ser un ejercicio caótico, pero sociológicamente bien nutrido para situarnos frente a disyuntivas morales muy de nuestro tiempo. En ese sentido diría que es una serie para el público estadounidense. Y, además, imagino que sin proponérselo funge como una suerte de punto de compensación ideológica luego del evidente tufillo antirruso de la muy aclamada Chernóbil (2019), también de HBO.
La crítica audiovisual estadounidense, celosa guardiana de su herencia cultural, que aguijonea sin miramientos cualquier intento magro de acercarse a sus íconos, ―que tantas veces hemos visto encartonados e insustanciales―, se ha rendido ante esta miniserie. Le agradecen abrir nuevamente el debate sobre grandes cuestiones de la identidad americana, siendo arriesgada y entretenida a la vez. Otros, en cambio, le cuestionan su énfasis sociopolítico y destacan, en parte, el fascinante conjunto de personajes que reescriben los guionistas.
Sus detractores, que sobre todo se cuentan entre el gran público, no les perdonan a Lindelof y su tropa la transformación de algunos de los personajes y símbolos del comic ochentero hacia posiciones aún más controversiales. Algunos de los comentarios en redes y webs de votaciones apuntan a cierta saturación con la temática del conflicto racial que, junto al supremacismo blanco, se han convertido en tendencia en el cine y la televisión actuales. Otros señalan que esta revisión transige ante la llamada woke culture.
Yo por mi parte la recomiendo. Vean Watchmen, pero no acudan a ella con el infantil propósito de compararla, ni con el argumento ni la estética del legendario comic, ―hay cosas que no se comparan―, ni mucho menos en la búsqueda de una historia de superhéroes a la medida de las producciones de Marvel. Watchmen es lo que es.
Ficha:
Año: 2019
País: Estados Unidos
Director: Damon Lindelof (Creador), Steph Green, Nicole Kassell, Andrij Parekh
Basado en: Watchmen, de Alan Moore y Dave Gibbons
Reparto: Regina King, Jeremy Irons, Yahya Abdul-Mateen II, Don Johnson, Tim Blake Nelson, Louis Gossett Jr., Adelaide Clemens.
Género: Serie de TV. Drama. Thriller. Fantástico. Ciencia ficción. Distopía.
N.º de temporadas: 1
N.º de episodios: 9
Medio de difusión: HBO
Fecha de lanzamiento: 20 de octubre de 2019.