Lisbeth Lima Hechavarría


Al filo de una voz-Isla, puente, barco de papel…

Y aquí se vive como al centro de un día,

con los bordes comidos por los pájaros

Ángel Escobar

Tienen los versos un ritmo al que no logro acoplar y eso reta, me gusta sentir que algo se impone. Lleva la poesía otra forma de doblegar, otro modo de hacerse y hacerme sentir al “borde”. Es algo así como lo incontenible que no posee la narrativa. Cuando leo poesía se me despegan los pies del piso, la gravedad se invierte y hacerle presión sería en vano. Una idea para cuento puedo mantenerla dentro durante mucho tiempo, rumiarla una y otra vez, reescribirla sin escribirla y armar personajes en torno a ella según se antoje; pero no me pasa así con la lírica. La poesía cuando llega se desborda, escapa entre los poros del cuerpo, como si necesitara estallar pronto para no implosionarme dentro y hacer que corran mis yoes en todas partes.

A Lisbeth,

este libro, lleno de saltos, bordes y escapes. Ojalá puedas encontrar en él esa otra Isla.

Gracias por estar en el nacimiento de este primer hijo.

Abrazos.

22/4/2022

 

Escribió Reineris para mí en la dedicatoria del libro, sin saber cuán atinada sería en el futuro próximo, cuando finalmente navegara en barcos de papel por los filos de estas Islas-versos al borde del escape. Y así, como quien no intuye la pena, comenzó a avizorárseme el hueco en la espalda y Tuve cuidado

Indiscutible la contundencia y madurez de este poeta, pese a ser su primer libro, al menos publicado. Entre sus páginas percibí que, a este escritor, que también encuentra refugio en los relatos, pudiera pasarle como a mí con la incontinencia poética, por ello hice alusión a tal fenómeno en los inicios de este texto, al que rehusó llamar reseña, pues pretendo ir más allá de la mera descripción del libro; mucho menos procuro incentivar el fenómeno comercial de su venta, amén de que para obtenerlo sea ese un paso indispensable en este caso, donde he tenido el gusto de presentarlo, en el marco de la XIX Edición de la Gira de Trovadores y poetas Estrofa Nueva, 2023. Más bien quisiera armarme de su autor por un momento, y como una especie de capa mágica, transparente, llegar hasta cada posible lector y envolverlo, tragarlo, hacerlo desaparecer entre los rostros que muestra en cada escrito. Tal vez como duende “atraviesaoídos” que desempolvan, susurrar que me asustan las mujeres de sombra rota; que dice mi padre que tengo un árbol en el pecho, / (…) donde un muchacho que oye a los Beatles se suicida/ y cae con los ojos cerrados/ sobre mi ombligo.

Quizás mal entienda y la necesidad de evasión me sobrecoja, pero la poesía en su concepción más universal me ampara, y es que siento que el surrealismo poético en este libro abraza y lo dota de un frescor necesario. Esta idea me hace recurrir al cuento del ratón que hacía la abuela cuando yo era niña y que sé es de creencia popular: el ratón muerde en las noches, mientras uno duerme aletargado en el más profundo de los sueños, y mientras tanto, para que no sientas dolor, sopla, y sopla y sopla… Sí, duelen como finas agujas en la médula los versos de Reineris, sientes un dolor ajeno, y no puedes dejar de ser El otro.

Bordes, título que estuvo a cargo del prestigioso sello editorial La Luz, en Holguín, publicado en 2020, ha contado con buena aceptación por parte de los lectores, hecho que pude constatar en las Romerías de Mayo del pasado 2022, donde tuvo su presentación. Otras se le han sucedido, también en el marco de algunos eventos literarios del país, entre los que cabe destacar el Mangle Rojo, espacio para dialogar con buena representación de los hacedores de esta Isla poética y hasta donde llegó Bordes, como Un puente.

No cuesta percibir los márgenes de esta voz. Presta a que conozcas dónde enraízan sus miedos, plena a su deseo de hacerte saber, su temor, que al mismo tiempo se transfigura en necesidad imperiosa de caer… de dejarse caer. No hay un juego de personajes, siempre serán ellos mismos, seriadamente, poema a poema. Esto dota al cuaderno de una uniformidad estética interesante, donde el reflejo del yo va mutando entre su padre, su madre y una Criatura salvaje. En algunos casos se cosifica, hasta convertirse, pasando desde un puente hasta hasta una ventana, atravesando una aguja, aceptándose tal cual, cayendo al vacío, esperando que abajo estén los otros.

Huir, saberse huyendo y tragar el pesar del escape, es también de las grietas en el libro. Una grieta colectiva que anuncia el cráter comunitario. Ese hueco en la espalda donde su padre también asoma el rostro, su madre y todo el panteón, porque es así como funciona la mecánica del hoyo y su autor lo sabe. Más, será mejor sembrarnos bocabajo,/ con la vaga idea de que podemos morir tranquilos…     



Alessandro Sicioldr y nuestros rostros

Alessandro Sicioldr Bianchi, artista plástico italiano de tan solo 32 años, con una sólida carrera en el mundo del arte, legitimada en numerosas exposiciones colectivas y personales, así como importantes premios que lo han catapultado a ser reconocido como uno de los talentos más notorios de su generación, trabaja el surrealismo y ha confesado no solo hacer del género su línea de trabajo sino una filosofía de vida, no solo una estética, también una forma de filtrar su realidad, lo cual le ha permitido plasmar su cosmovisión del mundo en los lienzos que pinta. Ilustrador nacido en 1990 en Tarquinia, actualmente residente en Perugia, Italia. Trabaja con óleos y lápices de colores, afianzando primero línea a línea las fantasías de sus obras, usando para ello imágenes que dice vienen del inconsciente, muchas de ellas llegan en ese momento de ensoñación apoderándose de su musa, la que luego materializa usando una mezcla entre técnicas contemporáneas y tradicionales. La peculiaridad de sus creaciones, las cuales comenzaron a manifestarse desde muy temprana edad, alertaron a sus maestros en el Jardín de Infantes quienes sugirieron a sus padres llevar al niño a misa y exorcizarlo. Estudió y trabajó durante mucho tiempo bajo la guía de su padre, psicólogo y también artista plástico en un estudio de pintura clásica. En 2014 se mudó a su propio taller donde ha continuado creciéndose y nutriendo sus obras de análisis enfocados a la Historia del Arte, la Psicología, Mitología, Filosofía, Literatura y Ciencias.

El oficio requiere disciplina, asegura, es por ello que pinta desde el amanecer hasta la tarde. Matiza su tiempo de creación con hábitos que refiere alimentan su rutina: camino mucho a la orilla del mar. Todo podría parecer común, simple, visto desde fuera, y esto es porque las evoluciones y experiencias internas son sutiles, no manifiestas. Lo que ocurre bajo la superficie de la normalidad es lo que realmente hace la diferencia. Los sueños, visiones, fantasías y obsesiones han estado conmigo desde mi más temprana infancia y las sublimo a través del arte. Mis visiones son solo imágenes que flotan en las mareas de la conciencia, y supongo que todos las tienen. Mi única capacidad es reconocer cuándo una imagen es importante y fijarla. Al principio son solo impresiones fugaces que boceto en mis cuadernos, es ese el momento en el que tiene gran poder para mí. La pintura o el dibujo es la sacralización de una idea, pero la verdadera idea yace luego en el lienzo (elhurgador.blogspot.com).

No fue fácil decidirme por la que sería la portada de mi primer libro, no pocas antecedieron a la propuesta final, que felizmente se trató de la obra El útero, de este autor que hoy les hablo. Resulta interesante cómo a veces la vida tiende sus redes, pues en aquel momento no hice la tarea como lo estoy haciendo ahora, y es fortuito el que todo de alguna forma acoplara, aún sin saber cosas que ahora sé, verán: la pintura lleva ese título tan sugerente y Rostros (Editorial Primigenios, EE.UU, 2021) fue mi primer hijo; en la imagen, las raíces que salen en rojo del núcleo de la figura, buscan conectar con algo, que ya queda a la capacidad de interpretación del espectador, pero que todos podemos ser sensibles a lo que trasmite. En mi caso, Rostros fue esas raíces que comenzaron a afianzar mi obra literaria y que luego brotaron en la publicación de mi segundo volumen de cuentos. Fue resultado directo de la publicación del primero ya que un lector que lo encontró gracias la campaña promocional online que lancé, era nada más y nada menos que el Director de una editorial ecuatoriana y a partir de ese momento se interesó en mi obra. Luego de algunas entrevistas que me pidiera para publicar en su país, propuso que enviara un libro inédito para su sello; ahí nació entonces Matices de vida (Editorial Libros Duendes, en colaboración con la Agencia Traductora Literaria Tektime, Italia, 2022).

Después de que Rostros comenzara a darme todas las alegrías que me ha dado y sigue dándome, habiendo estado en el número uno de literatura erótica en Amazon y en el cincuenta y nueve de literatura de ficción durante tres días consecutivos, tras una promo que lanzara su editorial, con más de trescientas descargas desde varios países y recibir montones de mensajes de sus lectores hablándome de sus experiencias durante la lectura, puedo asegurarles que no hay mejor premio que ese. Desde entonces llevaba tiempo rumiando la idea de tatuarme la portada, y como nunca ignoro mis deseos, ahí está.  

Más, ahora descubro que toda la obra pictórica de su autor versa sobre el surrealismo, y parece casuística astral el que para comenzar este año me tatuase una obra surrealista, (amén de todo lo demás ya dicho), ya que ha sido el género literario en el que estuve trabajando todo el 2022, de donde nació mi cuarto libro de cuentos para adultos, parte del mismo ya próximo a salir publicado por Ediciones Luminarias en Santi Spíritus, bajo el título Escalera de mar, cuaderno ganador del certamen Casatintas, 2021. Pero el proyecto completo lleva el nombre La pelirroja de Jodorowsky (aún inédito), una obra donde lo surreal se personifica y va ganando espacio sutilmente dentro de la más cruel realidad cubana. Por esta misma línea de pensamiento fluye la estética de trabajo del artista visual Carlos Gil Calderón (KGK), quien además también ha encontrado más allá del lienzo y el videoarte otro material para plasmar sus obras. Creador santiaguero radicado en La Habana, con un taller (AKAMARA) que se ha convertido no solo en estudio de tatuajes sino en zona de confort para dar vida a bocetos que luego firma como KaGiKa en las pieles de sus clientes. Carlos, quien quiso abrazarme con este regalo luego de tanto tiempo sin vernos, tatuó en mi pierna izquierda, del lado del corazón, la cara de mi primer libro y redescubrimos juntos la obra de Alessandro Sicioldr, sorprendidos ante la magia de “el tiempo es perfecto y todo lo que tenga que ser será”, cómo no fue hasta ahora, después de casi dos años ya de la publicación de Rostros, que nos percatamos de tales semejanzas.

En mi opinión, cada obra de arte debería aspirar a la universalidad, porque tiene que hablar a la mayor parte posible de la humanidad. Lo único que cambia es el lenguaje que un artista utiliza para expresarse. Yo no sigo un estilo o una moda. Solo quiero tener completa libertad de expresión y no sé (ni me importa) si mi estilo resultará coherente. (…) Si mi personalidad y mi alma están siempre cambiando y evolucionando, ¿por qué debería mi arte ser monolítico y coherente?

Alessandro Sicioldr



#MaestrosdeJuventudes: Raúl Aguiar y Sergio Cevedo

Recordar los años del Onelio traen siempre consigo el impulso, las ganas, las fuerzas. Diecisiete otoños y unas pocas páginas nacidas a puño no bastaban para merecer semejante oportunidad. Si orgásmica fue la noticia de haber sido seleccionada para aquel ya lejano decimosexto curso, buena nueva que llegó en la melódica y tierna voz de nuestra Ivonne Galeano cuando corría el año 2013, extasiada regresé siempre a casa luego de esas semanas abarrotadas de letras, análisis de grandes obras que nunca había leído, muchas que de hecho aún no leo y lo sufro; es que no me da la vida, le comentaba, es una de las penas que a diario me consumen, la falta de tiempo para poder pasar horas leyendo, las horas que merece el placer de la lectura. Y me decía el profe Raúl Aguiar hace unos meses en mis andanzas: tranquila… Sugirió unos textos como si me fuesen a multiplicar los soles. De esa naturalidad profunda, como abrazo, es que invoco siempre al profe, que entre Rock and Roll y crepúsculos, lo mismo en H y 21, que en otras ruletas cuyas calles por más que me esfuerce no voy a recordar, nos invade de toda esa jovialidad tremenda, esa que nos da la confianza de que habrá tiempo a todo. Es la misma sensación que tuve cuando un sábado de esos leí el primer cuento que hacía en mi vida. Yo en una punta, y a mi derecha, en este orden: el profe Heras y Raúl. Del lado izquierdo, el tembloroso, Sergio Cevedo, a quien ya había comentado lo primigenio del texto, y ante el vibrar de mis manos solo atinó a decir, así, con toda la convicción del universo, contundente: saldrá bien, y bastó.

Hacer alusión a estas pequeñas cosas, alimento para el alma, y pretender que recuerden es imposible, hemos sido muchos los afortunados, pero igual, cada uno de nosotros atesora esos pasajes que no cualquier maestro es capaz de provocar. Hubo tardes a guitarra; recuerdo una especial en la que hasta a Eduardo Sosa lo capturamos y así pasaron horas de arpegio, donde todos hablaban y yo iba como de brinquito en brinquito de un tema a otro, solo atenta, sintiendo que adolecía de mucho y al mismo tiempo tan feliz de ello, de saber que tanto me faltaba aún por descubrir. Hubo días de magia, de sentir que se puede uno tragar toda la literatura que existe en un bocado con tan solo escucharlos. “Yo quiero leer to’ eso y digerirlo así”, pensaba, “con esa pasión y las ganas de que la alquimia encuentre rumbo entre los dedos de nuevas oleadas de escritores, como hacen nuestros eternos Raúl y Sergio”. Y ¡qué raro!, jamás había pensado en el magisterio, ahora que analizo, sería lo ideal para el ajuste lectura-tiempo, y luego el desquite, la revancha, el atrapar a los que vienen con ganas de tejer.

Pero no solo pienso en mis profesores de la Onelio como esos ante los cuales lo mismo me babié dormida en clases, que si me dejaban iba a parar frente con frente a sus caras por lo adentro que me metía en sus charlas, pero no, también los descubrí en sus estados puros, como danzantes de historias. Sus libros fueron de alguna forma la muestra de todo aquello que les escuchábamos en clases. Ya era difícil ir desnuda a sus lecturas, despojada del ajiaco teórico que se nos sembraba dentro, y entonces miraba uno con otros ojos.

Nunca hubo un “para luego” cuando se hacían preguntas, todo momento era preciso para aclarar la duda, para citar a Rulfo, a Onetti, a Onelio, a Fulkner, a muchos, y con esa gracia de fichero hacerlos coincidir en cada tema para mostrarnos las respuestas a través de todos ellos.

¿Profes del Onelio, dicen? ¿Y se han preguntado cómo llegan Raúl y Sergio a todos aquellos que no han podido pasar el Onelio? Ya es una fiebre, se corre la voz y de algún modo se hacen leyenda. Algunos hablan de lo geniales que son los profes, de los arrebatos a guitarra, de que cómo es posible almacenar tanta lectura, tanto análisis literario, de su gran sensibilidad al hablar sobre una obra. Yo, además de todo eso, hablo también de su grandeza humana, de sus pasiones, de lo sublime en su afán para enseñarnos cómo abrir esas puertas doradas hacia un camino que salva: la literatura.



Placeres de la escriba

Nota de autor al libro Rostros

Siempre me será infinitamente grato volver a las páginas de este, mi primer libro publicado, y redescubrirme en ellas. Los cuentos compilados en este volumen llevan mucho de mí. Significan inicio, escuela y crecimiento. Debo confesar que no fue este el título que desde siempre pensé para el libro. Asumí desde mucho antes de concebir la idea de su feliz publicación, el firme convencimiento de que debía llamarse: De amor y otras aberraciones, que incluso es el título de uno de los cuentos incluidos, pero luego Rostros me hizo cambiar de parecer al releer una y otra vez y darme cuenta (en ese ejercicio de edición de obras que tanto tiempo suele arrebatarnos a los escritores) que tal como yo, muchos también pueden verse en estas historias/espejos, como lo definiera el amigo y colega Abel Guelmes Roblejo en su nota de contracubierta. 

Con Rostros Lisbeth Lima Hechavarría pone delante de nosotros una serie de cuentos que bien podrían hacer función de espejos para el lector, al verse identificado, narrado, observado desde adentro en su intimidad. Este libro presenta 15 relatos, 15 visiones, 15 rostros de lo que es el amor. No el amor cursi de las novelas rosa, sino el amor de la vida real con personas que añoran, luchan, sufren, gozan, sueñan: viven.

Entre sus letras, Lisbeth te muestra algunos semblantes en las relaciones de pareja: el de la primera vez, el amor añejo, el inesperado, el esperanzador, el de niños, el fraternal, el conquistador e incluso, te muestra el cruel rostro del desamor.

Pero no son esos los únicos que verás. Cada quién podrá reflejarse en las historias/espejos y quizás se (re)conocerán en personajes que bien tienen la cara de alguien conocido, o de varios conocidos a la vez: el de él, el de ella, el tuyo, el mío o el de todos.

Lean, disfruten, gocen cada exquisito relato que la autora pone a su disposición. Viajen a través de un bien logrado rejuego con el lenguaje, excitante erotismo, sexo y pasión. Atrévanse a descubrir estos Rostros y serán sorprendidos.

 

Abel Guelmes Roblejo

 

Por eso Rostros tiene la magia de hacer que nos miremos desde adentro. A fin de cuentas, sus personajes no son más que el reflejo de nosotros mismos en situaciones cercanas, situaciones que escuchamos en boca de uno, de otro, que nos llegan y nos conciernen a veces más de lo que creemos o queremos admitir. 

***

Próximo Inning, cuento que da inicio al libro, es una historia de amor vencido, caduco, que pide a gritos ser renovado, pero nos demuestra que tal como en la vida real, no basta con el deseo de solo uno. El libro está concebido con la intensión de que cuento tras cuento la cotidianeidad de sus personajes hagan que el lector se camufle con el plano ficcional de las historias y lleguen incluso hasta a dialogar con sus protagonistas, transfigurando sensaciones, intimidad y complicidad. En esta primera entrega el libro muestra mucho de sí, de sus personajes, los cuales pueden incluso hasta verse mutados retrospectivamente de estos primeros según avancen algunos de los relatos.

La mayoría de los cuentos que componen este folleto tienen más de siete años, es el caso de Zona inexplorada, por ejemplo, primer relato que hice en mi vida como escritora. Nació en el Onelio (Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, 2014), escrito específicamente para una de esas emblemáticas lecturas críticas de los sábados y de la cual salió bastante ileso, podría decirse. Por ende, la connotación que tiene para mí poder ver finalmente esta obra publicada es superior, sin temor a duda, a la satisfacción de las restantes. Luego de atravesar procesos de corrección y reescritura me hizo feliz el haber podido mantener su esencia. Este cuento nos remonta a la primera vez de una chica, a cuán complejo puede o no ser ese momento. Es un relato de amor más que nada. Donde de forma ingenua, pura y pasional vemos a Gaby perder su virginidad. Está publicado además en la antología de cuentos para jóvenes El sabor de la luz, editorial José Martí, 2021, compilada por el escritor habanero Lázaro Alfonso Días Cala.

Cosa de tres es otra de esas historias de muchos años ya, que cada vez que leo me llena de una ternura interminable, no sé bien por qué, tal vez a otros les resulte escandaloso, pero el amor puede llegar a ser tan grande y horizontal como se quiera o nos permitamos. Es un relato que intenta romper con los esquemas, con los planos preconcebidos del amor de pareja y con los tabúes de la sociedad. Su protagonista vive un amor de tres donde su conflicto interno consiste en no tener conflicto alguno con sentirse capaz de amar a más de uno a la vez, y no tener problema en gestar una vida en familia bajo esas condiciones.

Por otra parte, están los cuentos: De amor y otras aberraciones, Alma y Entre químicas, de corte homoerótico, los cuales nos muestran de cuánto somos capaces cuando deseamos amor y en cambio no obtenemos nada, lo duro que resulta reducimos al costumbrismo de una ínfima porción de cariño. En estos, sus protagonistas, víctimas del apasionante embriague del querer, son conducidas hacia caminos un tanto oscuros que cambiarán sus vidas para siempre.

Y no faltará, como es de imaginarse, aquellas historias del típico “amor tóxico” y adictivo al cual nos vemos o nos hemos visto atados alguna vez, y si no lo ha estado, amigo mío, pues espérelo, porque si bien trastorna también engancha, justo como estoy segura va a pasarle al leer La mujer que amo. Una relación de años, donde los personajes intentan huir de sus pasiones sabiéndose presas contra precipicio y una vez al límite de lo inaguantable recomienzan de cero para volver luego a planificar la huida.

***

Erotismo, sexo, amor, desamor, es el convite entre estas páginas, donde puse fin a una etapa creativa inicial de mi carrera como escritora y di paso, feliz ante lo concebido, a una nueva fase escritural.

Espero con ansias disfruten esta entrega y tal vez un día, así, como por casualidad me hablen de El poeta y la mantis, o me llamen Pilar, tal vez hasta quieran mostrarme su Papel en blanco, o un chico venga a contarme sobre su Gol de chilena en La última Partida y por El chat hasta puedan mostrarme sus disímiles Rostros.   

 

La autora



Ojos para mirar los paraísos azules de Martha

¿Sabes de ese momento en el que te quedas pensando, cómo es posible que no lo hubiese leído antes? Bueno, algo así pasó aquella mañana de jueves (no sé por qué siempre es jueves cuando descubro cosas). Más aún cuando sabes de ese autor, cuando no resulta del todo un “no escuchado antes”, cuando incluso han interactuado en algún que otro espacio. Pero, me agrada que jamás hubiésemos cruzado ni medio saludo, nada. Tengo la firme convicción de que prefiero no conocerlos. Agradezco llegar a sus obras despojada de todo juicio previo, sin saber cómo luce su rostro, ni cómo sonríe, ni el sonido de su voz, sin nada que matice. En asuntos de este tipo detesto los matices, pero no es un privilegio del que goce mucho últimamente, sobre todo con los autores más jóvenes. Y para mi fortuna, así llegué a los dos primeros libros que leí de Martha Acosta Álvarez: Ojos para no ver las cosas simples, Premio Celestino de Cuento, 2018, Ediciones La Luz, Holguín; y Pájaros azules, Premio Pinos Nuevos, 2016, publicado por Letras Cubanas. Ambos los conseguí en la recién Feria Internacional del Libro de La Habana, 2022. Recuerdo que cuando encontré el segundo enseguida me remonté al primero, había fijado el nombre de su autora y lo compré sin pensarlo. Obviamente la sabía una narradora cubana contemporánea, cercana a mi generación. Tenía referencias suyas, pocas, una vez más, repito, toda una suerte según mis gustos como lectora; pero algo siempre sí he tenido claro, y es que: a nuestros colegas hay que leerlos, saber cómo se mueve el quehacer literario que nos circunda, que nos está marcando como grupo, y en este caso, como en no pocos otros de los revisados los últimos meses, sentí orgullo de la joven narrativa de esta Isla poética.

Una tarde de apagón, quizás un mes y pico después, comencé a leer Ojos para no ver… y empezaron a clavárseme los dardos en la diana sensitiva de mis gustos literarios. A la mañana siguiente me fui al dentista, ya saben, colas, siempre las benditas colas que aprovecho para leer así sea recostada a una esquina y comencé a llenar el libro de apuntes. Me preocupo cuando no tengo nada que marcar en los libros.

Leo para reseñar, porque amo hacerlo, para conocer las nuevas voces, (también para de alguna forma estar clara de la competencia). Esta chica es una muy buena competidora. Me ha dado tremendo placer leerme este libro. Tiene un pulso firme, una limpieza estilística envidiable y un total dominio del lenguaje y sus bondades.

Escribí un viernes 3 de junio, sentada en el salón de espera de la Clínica Estomatológica, aguardando para sacarme una muela. Incluso, una vez dentro, boca abierta en lo que el dentista cargaba la jeringa con la anestesia y traían el instrumental, seguía yo pegada al libro, entre otras cosas para enajenarme de la situación. Así avancé luego ese mismo día por las ciento cinco páginas como analgésico alternativo ante el posoperatorio.

Pájaros azules lo comencé poco después de haber devorado el primero y, sin temor a dudas, puede uno encontrarse el libro sin portada ni nada que haga alusión al autor y leer directamente desde el primer cuento: Ojos caleidoscópicos y reconocer a Martha enseguida tras aquellas páginas. Existe una coherencia estilística en toda su obra, una homogeneidad admirable en sus textos, aunque pertenezcan a libros diferentes, que hace que funcionen como una especie de unidad indisoluble. Encontramos en su escritura toda, lo supe luego al leer el plaquet de poesías Distintas formas de habitar un cuerpo (publicado también por Ediciones la Luz, Premio de Poesía El árbol que silva y canta, 2017), una serie de marcas de agua, presentes en sus creaciones, que basta saber apreciar para reconocerla así sea en versos sueltos o algún párrafo de cualquiera de sus cuentos. Tiene todo un stock de recursos literarios que ubica en el momento justo, como si moldeara a mano los vaivenes de las narraciones, y digo esto e imagino unas manos finas pero firmes, de mujer deshabitada por la duda ante lo que hace, modelando un barro literario a su antojo una y otra vez, creando figuras sueltas que luego hilvana con paciencia de tejedora antaña. No encontramos textos densos vanagloriándose de ese stock de técnicas, no, y eso el buen lector lo agradece; encontramos metáforas llevadas sutilmente hasta lograr imágenes claras, pero con la tremenda capacidad de golpearte el rostro de a tajo.

Sergio llegó a la casa. Abrazos, palmadas en la espalda, la voz retorcida por verse luego de tanto tiempo. 

El mar era un rectángulo oscuro que adornaba la pared. Quieto. Manso. Dormido. Me sorprendí también vigilando al mar. Daba miedo que se despertara en algún momento, que rompiera su horizontalidad, que se irguiera y caminara hacia nosotros.

Habitación estrecha con vista al mar

(del libro Ojos para no ver las cosas simples)

 

Hoy vimos un pájaro azul y nos acordamos de la infancia, de la casa de tablones carcomidos por donde entraba la luz en los amaneceres. Los rayos colándose por los agujeros de la madera hasta la pared. El polvo danzando en la luz, partículas brillantes y locas que no se estaban quietas. Movimientos vivos. Pequeños seres mágicos que habitaban la luz, y por eso la luz era brillante. Entonces creíamos que los rayos de sol eran cilíndricos, que los cilindros eran las casas de las criaturas. Tocábamos la luz con la punta de los dedos, despacio, para no espantar a las criaturas, que se revolvían al tacto de los dedos, como si sintieran cosquillas.

 

Escuchábamos a la tía Jimena haciendo sonidos de amanecer…

 

A veces creía que te estabas muriendo, y que la muerte te hacía bien. Daban ganas de morirse contigo.

 

Ojos para no ver las cosas simples

 

Es esta una señora hecha de todas las tonalidades de la frustración.

 Cámara lenta

Difícil pasar por Falsos genitales sin hacer una pausa antes de proseguir. Resulta una tarea ardua establecer una escala sensitiva, sobre todo eso, sensitiva, entre los seis cuentos que conforman su libro Premio Celestino. Por suerte, la literatura tiene esas clemencias al permitirnos concluir a cada quien según queramos, según nos convenga, según sintamos, y yo decido hacer mi pausa en este texto. No aprecio una literatura con marcaje feminista en la obra de Martha, cosa que acoto no me parece ni bien ni mal, solo señalo, sin embargo, es este un cuento que recrea un plano ficcional con una prostituta inflable que no por eso deja se sufrir en su sintética piel los mismos males que una mujer cualquiera, más allá de a lo que se dedique.

Abro la puerta del apartamento.

Veo a la prostituta tirada en el suelo.

Irreconocible la prostituta. (Aquí una de las marcas de agua de la autora, ese rejuego con las palabras repetidas).

¿Quién te hizo esto?, pregunto.

No contesta.

No quiere o no puede contestar.

El aire se le escapa a través de su piel de vinilo soldado.

La prostituta está rota.

Reventada.

Su cuerpo no se parece a su cuerpo.

Su rostro no se parece a su rostro.

No pide ayuda.

No quiere o no puede pedirla.

Los ojos de la prostituta lloran.

(…)

La prostituta se está desinflando en la sala del apartamento. (…)

Estalló por la costura.

Por algún lugar tenía que estallar.

(…)

Va hasta el baño. (…)

Se saca la vagina portable.

La mete debajo del chorro. (…)

La vagina portable se llena de agua.

Se desborda.

Desde la estructura en la que manejó el texto hasta la originalidad de la idea, el enfoque en el que planteó la situación resultan interesantes puntos de vista. Dota a todo el compendio como de una especie de núcleo ya que notamos en otros cuentos una construcción similar en las narraciones y al mismo tiempo se mantiene el ambiente literario, que si bien no se repite sí persiste la uniformidad, siendo historias que, aunque marcadas por lo cotidiano, coquetean con el surrealismo y el absurdo.

En Pájaros azules, el segundo libro de Martha Acosta al que me acerqué, aunque escrito primero que Ojos para no ver las cosas simples, supongo, dado el orden cronológico en el que ganaron los premios (aunque eso bien pudiera no significar darlo por hecho), el cuento que lo nombra tiene una relación cercana con ese otro. Y aquí debo hacer un stop y repensar la sintaxis de la idea que quiero transmitir, verán: el cuento Ojos para no ver las cosas simples hace referencia de alguna forma intrínseca a Pájaros azules. Invaden en ambos una sensación poderosa de tristeza, de agobio tras tiempo de intentar encontrar soluciones. El mismo mal aqueja, y va enmascarándose: El pájaro se va de la casa, se va, pero no se lleva la tristeza. La tristeza se ha metido dentro de la casa, rueda y florece en las paredes, se derrama desde el techo, mancha el tapiz del único sillón que tenemos… Y, casualmente, ambos textos dan título a los libros. ¿Qué complicidad traerán implícita? Cabe preguntarnos. Algo similar sucede con los poemas: Ese día que no tiene para cuándo acabar y Distintas formas de habitar un cuerpo y el cuento Palomitas Company, también contenido en Pájaros azules. Un cuento profundamente visceral, con todo el poder para trastocarnos: mi madre aprendió a aparecer y desaparecer desde mi rostro en el espejo, a decirme hija de mierda con la voz quebrada que simula un “Ay, mija, me estoy muriendo”. Tal vez mamá piensa habitar mi cuerpo y mi espejo cuando su cuerpo pese demasiado para seguir articulando lamentos. Tal vez ya ha comenzado a hacerlo, y lleva años en eso, siglos, no sé.

Fragmento del poema Ese día que no tiene para cuándo acabar:

Mamá está muriendo.

Hace días que está muriendo,

años, siglos, no lo sé.

Lleva mucho tiempo en eso,

y no acaba de morir

ni de salvarse.

Tose como si los pulmones se le salieran por la boca,

dice, Ay, mija,

con la voz quebrada

y se me llenan los ojos de lágrimas…

Paraísos perdidos, Premio Calendario de Cuentos, 2017, hace alusión irónica a nuestros hábitos; como bien definiera su propia autora desde la dedicatoria: … este quimérico museo de formas inconstantes, este montón de espejos rotos. Una vez más recorremos pasillos familiares entre nuestras tristezas y sinsabores de vida. El realismo invade sin piedad en cada uno de los textos paseándonos por una galería de paraísos: El paraíso del cuerpo, el del tiempo, el paraíso vacío, el sumergido y el impronunciable. Y aquí haré mi pausa en Un arrecife en la espalda, que considero bien encierra, como cualquier otro del compendio, la esencia de este libro. No escapo nunca al llamado del mar, donde quiera que esté, y aquí hace su presencia, arrasador, como de costumbre, dejando con cada batida de brisa más dolor que paz.

Esta autora camagüeyana (Sibanicú, 1991) adoptada por la capital, más que por la capital ya por toda la Isla, donde se lee y admira la buena escritura, ha sido ganadora de una larga lista de certámenes literarios entre los que figuran los siguientes premios de narrativa: el César Galeano de cuentos, 2015, año en el que egresó del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso; el Pinos Nuevos, 2016, Calendario, 2017, el premio Dador, 2017 y en ese mismo año el Paco Mir Mulet, Fundación de la Ciudad de Nueva Gerona, el Mabuya; y en poesía El árbol que silva y canta, 2017. Luego en 2018 fue galardonada con el Premio Iberoamericano de Cuentos Julio Cortázar, con la obra El olor de los cerezos, el Celestino de cuentos y el Novela de Gaveta Franz Kafka. Ha alcanzado mención en el premio David de poesía, 2015, primera mención en el premio Emilio Ballagas de narativa, 2016, primera mención en el premio Mangle Rojo, de poesía, 2017 y en el Portus Patris, también de poesía ese mismo año. Además de los libros ya mencionados tiene otros dos fuera de Cuba: Doce años es demasiado tiempo, Editorial Guantanamera, España, 2016 y una novela titulada La periferia por la Editorial FRA, 2018. Varias de sus obras aparecen en revistas tanto dentro como fuera del país y en antologías. 

Su literatura está armada hasta los dientes con un ejército de personajes elaborados hasta el hastío. Pensados a nuestra imagen y semejanza, listos para defenderse de cualquier situación que a su autora se le antoje destinarlos. Cuenta también su escuadra con el ya mencionado stock de recursos literarios cuya función es alivianarte el golpe seco de su prosa. Solo te queda una opción: disponer de ojos para ver los paraísos azules de Martha.



La impasible gracia de los dioses

Reseña al libro de cuentos para adultos: Los hijos del invierno, de Luis Enrique Mirambert

(…) Es peligroso caminar por donde todos caminan,

sobre todo, llevando este peso que yo llevo.

Este peso se ha de ver por cualquier espejo que me mire:

se ha de ver como si fuera una hinchazón rara,

yo así lo siento (…)

 

El hombre, de El llano en llamas.

Juan Rulfo

Algunas veces miro alrededor, solo algunas veces. Es preferible no detenerse mucho a observar, pues comienzan a invadirnos los reflejos. Entonces anda uno cabizbajo, buscando refugio donde mejor se nos da escondernos y ahí, cuando creemos reposar al fin en paz, rodeados de las miserias que acolchonan nuestra zona de confort, llega él, impasible, tremendo y hace entrada recordándonos a las bestias que nos carcomen el alma. Luis Enrique Mirambert, Unión de Reyes, Matanzas, 1991, es el maldito. La gente se equivoca, ese no es un don, ¿qué va a ser un don eso de quitarle a uno las ropas así en frente del mundo, espantarnos la evolución y hacer que corramos hacia las cavernas? Los hijos del invierno, así le llamó al grito, digo al libro, que vio la luz en 2019 en complot con Ediciones Aldabón.

Siempre hay uno de ellos, de los que huyen ante la luz. En oscuridad no se alumbran los espejos, no hay forma de que se avisten las verdades que amordazamos. Pero, también de los otros, los que caen, dejan que salgan de una vez las cuarteaduras ante la lengua filosa de los que saben. Se dejan morir ante lo rotundo de la naturaleza humana golpeando a las puertas de ti. Eso hacen los personajes de Mirambert

Pedro el ratón no podía escribir. No podía escribir por su predisposición morfológica. O sea, no podía escribir porque no tenía manos. Pero yo tengo manos y tampoco puedo escribir. O sí. Realmente si me lo propusiera escribiría vulgares oraciones, largos y ridículos poemas, frases hechas por otros que ya están muertos. Pero un cuento, un verdadero cuento no puedo porque aquí no llueve hace años, no corre el agua que da vida a las palabras. Y eso es malo, terrible si se quiere.

Así nos golpea el rostro este primer párrafo del libro. Pedro el ratón de John Fante o la falta de inspiración descorre las cortinas desde el título, haciéndonos saber que será un viaje interesante, necesario diría yo, un viaje hacia lo escatológico del ser. En esta primera entrega del libro el autor hace una oda a la soledad. Más que un canto es aullido desesperado sin mover la boca. Estar solo provoca esas cosas, primero las mímicas se encargan de lo suyo, pero llega el momento en que hasta eso sobra y la lástima se nos pega en los ojos frente al espejo del baño. Un tipo cualquiera, un tipo que escribe, ha dejado de ser un tipo que escribe desde que se supo viviendo la común farsa y las manos se le secaron de tanto pasársela por el rostro espantando el hastío. Este hombre ha dejado de hallarse, un ratón viene a hacer conciencia de su hueco sobre los hombros, se vuelve su amigo, su camarada con voluntad de compartir el tiempo de asueto. Escribir un cuento de amor era el desafío, pero el tipo no creía en el amor, ni en su capacidad de narrar, que agonizaba, ni en la resiliencia de sus manos secas, y su amigo el ratón, de a poco, intentaba devolverle la confianza, pero el hombre es hombre y no puede obviar su naturaleza, el morbo que despierta su fe en sí mismo, así que cuando descubrió al gato cazando a Pedro, nada hizo. Tampoco movió un músculo para intentar espantar al depredador, es que él también depredaba el momento. Iba a arrancarle los pedazos a ese instante hasta devorar todo cuanto necesitaba para nutrir su hambre de creación a la par que el felino rompía la cabeza del roedor.

No podía involucrarme. Eso era la vida, y yo escribía para que los demás pudieran vivir. Dos seres, uno intentando cazar, otro intentando huir. Más real que los tipos jugando dominó en la esquina, que los poemas vacíos y la política. Más real que el amor. O lo entendí todo mal. Porque la política, el dominó, los poemas, las madres solteras, el bloqueo económico, el Estado Islámico, el amor, forman parte del mismo juego de cazadores y prófugos. Seres que intentan armarse, amar. La vida pura de los que no saben hacer otra cosa.

Ocho cuentos conforman esta bestia, ocho apéndices imprescindibles que articulan tu sinapsis entre las páginas. Es un monstruo de ocho cabezas, que a la vez son una misma, perturbada, enérgica.

Viaje al fin del otoño es una historia de amor, una de las que rehúsan cursilerías innecesarias. Lo sublime del sentimiento no lleva aderezo alguno. Mirambert, sin pretensiones de alardes ni regodeos en su prosa, va dejando claro con pulso narrativo firme que tiene una caja de herramientas lista para cada convite de sus demonios y no conoce de cuidados para usarla. Despliega su arsenal de recursos literarios cual stock de piezas exóticas y van encajando de a poco, organizadas con paciencia de artesano. No hay apuro en sus ideas, a medida que se avanza sobre el libro invade una sensación de calma, como de quien escribe con goce a pesar del tormento. Breve insinuación del paraíso es el ejemplo clave para ilustrarlo. Es un texto lleno de emociones, una sinergia de sentires envuelve las seis páginas que parecieran nunca acabar, extenderse por París entre los nostálgicos pasos de quiénes han vuelto a verse truqueados por el tiempo. La añoranza del inmigrante, el éxtasis del viajero, la recurrente magia de esa ciudad, la agonía de quien ha vivido muchos años la misma pena, resignación: ―Imagínate. Todo más o menos igual. Nuestra tierra tiene esa virtud, o esa falta de virtud; uno se pasa la vida en el mismo lugar haciendo las mismas cosas y cuando te das cuenta tienes cincuenta años, te diluiste como sal en el agua, en un tiempo sin tiempo.        

No escapa Dios nunca a ser maldecido por nuestros infortunios. Pobre de Dios y sus bondades. En Pequeños dioses Luis Enrique refleja la desidia de los hombres… no podía entender cómo había llegado ahí, buscaba en sus recuerdos, pero no había nada en ellos… el hombre había visto a Dios, y ahora sentía amor; supo que amaba a aquellos seres con los que vivía. Un amor simple como las piedras, como los animales que habitan el bosque. Amor: ir a buscar agua al pozo, hacer muñecos de heno para jugar con los niños, traer pan negro para llenar los cuerpos. Eso cada día, eso hasta el fin de los tiempos. ¿Qué pretende?, llega uno a preguntarse. ¿Es acaso esto la aceptación de nuestra dependencia mística?

Curiosamente lo que no supo fue su propio nombre, ni el de su mujer o sus hijos. Era como si Dios le susurrara al oído las palabras que tenía que saber y deliberadamente olvidara las más importantes. Por ejemplo, estos niños eran sus niños; esta su mujer, y los amaba, pero desconocía cualquier otra cosa de ellos, de él mismo. Cómo habían llegado hasta aquí, sus nombres y sus edades.

Pero hay un Dios trastocado en esta historia, como pueden llegar a ser al fin y al cabo todos los dioses y se transparenta lo que quizás a veces no sea tan propio del azar, supongo. Es un cuento que con una narrativa limpia y sobria aborda el enigma de nuestro hacer sobre la faz de estas tierras desde tiempos remotos. Queda claro: se nos ha brindado el mejor de los regalos, la capacidad de decidir, pero hay quienes temen a ese don y prefieren asumir roles según el mandato de quien sí merece levantar un único reino. Entonces existimos por la voluntad de otro que ordena y pone palabras bajo nuestras lenguas:

Ahora, levantarnos en arma, ahora, hacer un país, nacerá la independencia, porque los pastores son capaces de conducir rebaños. Hubiera dicho, ahora dejaremos de ser siervos. Pero el pastor, pese a haber visto a Dios, todavía no tenía conciencia de clase; era solo un hombre herido por otros hombres, un hombre que quería vivir en paz. No le importaba hacer un país porque en su mundo la palabra país no existía, solo existían las ovejas, los prados verdes, las montañas tintadas de azul, los lobos agazapados esperando para saltar al cuello de sus víctimas.

Sin temor a duda, este texto representa el eje del cuaderno, en él se encierran nuestros temores, el sometimiento que, aunque no aceptemos prima en nuestra condición de ser surgido y abrazado por el viento de siglos tras siglos arrastrando las mismas pesadumbres, lo basal del amor y lo supremo de los demonios que matizan esta desgraciada condición de alfas.     

Todos tenemos un centro. No hay un hoyo dentro del hoyo, / un hoyo solo es un hoyo a orillas de mí/ y Perros salvajes en la colina azul hace que parafrasee mis propios versos. Me llegan a la cabeza una y otra vez: Retrospectiva de un hoyo que fagocita, / que se tuerce, que ya no es un hoyo. / Esa sensación de caer hacia dentro hace de este cuento el corazón de la bestia. Con destreza, con la agilidad de quien lleva la razón acumulada en siglos de prepotencia, el narrador personaje de este texto nos hace un tour por los paraderos más recónditos que habitan la naturaleza humana, pasajes que nos invaden de toda una vida, matizando el desandar del hombre. No hay miramientos ante lo morboso y descarnado que pudiera resultar el cuento, a Mirambert no tiene por qué preocuparle eso pese a que este otro tipo también es un tipo que escribe… Nos hace presas de cuanto trama y la vemos pataleando en la camilla mientras echa a andar la maquinaria del hoyo. No hay merced para la chica en manos de este autor famoso que además de una veintena de novelas también pintó El rojo derramado y ahora enarbola la bandera de su desquicie frente a la sala de su casa.

En la pared resalta una pintura hiperrealista hecha por mí, la única pintura que hay… Un cuerpo clavado en la pared, crucificado, pero que no es Cristo sino un tipo que vi una vez en la calle con un rostro sumamente expresivo y que quise retratar a escala real. Desangrándose con el costado abierto como el pobre de Cristo lo tuvo alguna vez, así que puede verse parte de las costillas y un trozo azuloso de algún órgano por la abertura. La sangre, por supuesto, que es el vino agrio y nuestro, llega hasta el piso, tiñe el mármol creando un charquito con forma de algo en miniatura. Y como único mueble una mesilla, también blanca con mis libros y el pebetero colgando sobre ella.

Este párrafo cuya intención es mostrarnos la psicología del personaje, recibe a modo de breve introducción a la manada de lobos que arrasarán contigo, lector. Una historia dentro de la historia que a la vez es la misma que ya fue escrita antes de que pasara, dato que bien se esconde hasta el final del cuento y vuelvo y pienso: Un hoyo desciende entre tripas. / Diez metros de intestinos que acogen, / que se tuercen entre los ácidos del mundo.

Espejismos me devuelve al inicio de esta reseña, allá por donde les dije que huir de las luces donde siempre van a favorecerse los reflejos sería la opción más fortuita. Se transmuta el alma del personaje, cuya posición social no es paupérrima como la del pordiosero a la salida del cine y logra sentir regocijo ante ello. Un hombre común, de clase media, con negocios que avanzan y cuya felicidad se reduce a la palabra “suficiente”, un hombre sin demasiadas ambiciones, que se contenta con ver el futuro de su hijo por buen camino, tomarse algunos tragos con su mujer mirando los ocasos sobre el mar, va dándose cuenta cuán infeliz es en realidad y cuán vil su sereno modo de vida mientras tantos mueren de hambre y sed, metabolismo básico, mientras su whisky color ámbar diluye trozos cúbicos de hielo.

Los hijos del invierno así hemos decidido ser todos, bueno, decidido es demasiado contundente para lo que en realidad pasa con once millones de personas y contando. Una vez más la soledad aflora y arremete contra los de este país, digo, de esta historia. Alguien muere por la perturbación de otro, un disturbio inamovible en la mente de esos once donde una alta cifra siempre cae. La embestida es poderosa de esta parte del mundo y su autor bien lo sabe. Ahora él es ese Dios apacible que intenta poner gracia en lo que debe decir, en lo que tiene que decir, en lo que no se le aguanta dentro porque la lengua le crece y le crece, engorda acorde a ese monstruo de ocho cabezas. Ocho lenguas poderosas han de tener mucho por hablar en un solo cuerpo. Nosotros, alfas retorcidos, fatuos y solos, bien sabemos la letanía en la que habremos de yacer.  



Crónica de un ritual masturbatorio

  Reseña narrativa al libro de cuentos para adultos Sexo chatarra, de María Liliana Celorrio

Me acerqué con ganas y descubrí su texto. Pasaron años y siempre que limpiaba el librero releía, releía entre otras cosas, a veces inevitables. Té con limón, así tuvieron la gracia de llamar Dulce María Sotolongo y Amir Valle a aquella compilación que tanto dio de hablar en el gremio y que descubrí a muy temprana edad, en mi precoz adolescencia, cuando nadie estaba pendiente de lo que devoraba en materia de cine o literatura, y menos mal que así fue. Ella, que describió a sus amantes, los reales, los imaginarios, los que idealizaba tal cual sus gustos, me los fue presentando uno a uno en aquel relato contenido en dicha antología, antesala de la revisitación por la que, como íntima amiga, me haría partícipe ahora en Sexo chatarra. Dedico estos cuentos a sus protagonistas: mis amantes. A los que vendrán, los espero en el próximo libro. Quedó claro desde la dedicatoria, la cual me remontó enseguida a todas esas ocasiones en las que leí Mujer cómica mirando fotos de hombres.

Ediciones La Luz hizo alardes ante la publicación de este libro en 2019, y no es para menos; como todos los ejemplares de este sello, el resultado es admirable en cuanto a formato, estética y por supuesto, de más está decir, calidad literaria. Y fue justo de ese modo cuando me lo topé en las redes, deseando desde entonces poder tenerlo en mis manos para degustar su lectura plácidamente, como los anteriores volúmenes de la autora de Mujeres en la cervecera y Las Hijas de Sade, entre no pocos otros títulos. Dos años de tortuosa pandemia demoraron los encuentros de Ferias, la posibilidad de ir a por él y mientras tanto de vez en cuando me saltaban en Facebook las imágenes de Sexo chatarra en manos de colegas holguineros. Pero como decía mi abuela, quien de paso digo, bien pudo haber sido protagonista de alguno de estos textos, “nada llega con más placer que cuando no se espera”. Estuve entonces invitada a la Feria Internacional del Libro de La Habana y allí, en el Salón de Mayo del Pabellón Cuba, sentada justo a su lado, compartí con María Liliana Celorrio, autora de este compendio de cuentos, tan despojado de formalismos innecesarios y hermetismos insípidos. Maikel Rodríguez Calviño hizo de la presentación una fiesta y mientras yo, tuve una especie de deja vú en la que me invadieron sensaciones conocidas provocadas por la fuerza de la literatura celorriana.

Llegué al libro, y como a todo espacio de confort que habito, dediqué tiempo a cada esquina. Conversé un poco con la Liliana en la foto de contraportada, como evocándola aquella mañana de presentación, o en el salón de espera de la terminal de La Habana años atrás, cuando se despedía de Julian, compañero de aquel año en el Onelio donde nunca tuve claro que era hijo de quien se convertiría en una de mis autoras de cabecera. Allí tuve el placer de conocerla en persona, y por extasiarme casi pierdo el viaje a Pinar, rumbo a una expedición. Mariela Varona, otra de las mujeres en mi lista, me dijo: La voz narrativa de María Liliana Celorrio es una tromba de mar. Nadie puede quedar inerme ante la marea de palabras que trae a nuestra orilla. Sus historias sacuden cada rincón de lo prohibido, de lo que no debe mencionarse. El erotismo y sus pulsaciones, la repercusión de la conducta privada en lo social, la violencia doméstica y varias estratagemas para llenar las carencias afectivas, se mezclan en este libro con otras obsesiones de la autora. Sus personajes retozan o sufren con una pasión que parece inabarcable. Aquí hay cuentos que pueden hacer reír y llorar al mismo tiempo. Y el lienzo dorado con pespuntes negros de su fibra poética los convierte en piezas para redecorar. Por su desenfado, Gertrude Stein los hubiese llamado relatos inaccrochables como los del joven Hemingway. Porque son tan auténticos y honestos como la mismísima naturaleza, como trombas marinas y también como flujo y reflujo de olas mansas en nuestra conciencia. Así son estos cuentos de la Celorrio, donde hay sexo chatarra y crímenes perfectos contados con el oficio y la potencia que sus lectores necesitan. Entonces, sucumbí ante el poder embriagador de esta narrativa, donde cuento a cuento me acompañaron situaciones un tanto místicas que solo hicieron más orgásmica su lectura.

Luego del primer día de Feria en la capital, reencontré a una coterránea con la que compartiera algunos años antes en un evento literario. Juntas nos fuimos a la Casa de la Poesía donde un programa bastante interesante esperaba por nosotras. Ese día hablamos de Sexo chatarra y compró dos ejemplares: uno para ella y otro para su novia. Varias veces comenzamos a leer La besadora, ¡que ganas de leer teníamos!, pero la adrenalina de tantos libros, lecturas, presentaciones, vida nocturna, nos desvirtuaban de llegar a él con la concentración necesaria. Pero un día, luego del almuerzo, tirada sobre el sofá de su cuarto, mientras el frescor de la tarde entraba por el portal abierto hacia el Capitolio, logré ver en el libro cómo se besaba con extraños, y sentí ganas de ir a sentarme en un parque y comenzar a escudriñar. Fue inevitable pensar en Liliana, acechante en las sobras de un banco. Luego supe que mi amiga había podido ya, más calmada, comenzar a leerlo y presa, ahora no podía parar. Vamos a… había escuchado en boca de su propia autora, vamos a… se enredaba el Coralillo del Sexo chatarra de la Celorrio, mientras la escuchábamos en la presentación y no pocos desde sus asientos cambiaron de color. Vamos a… palabras mágicas que entraban por su oído y se dormían en el pabellón de su oreja para después despertarle los pulsos. Los poros recibían una lluvia y la piel se estiraba y por una extraña reacción química se volvía resplandeciente… Vamos a singar… Pero este no es un libro sobre sexo, no es literatura netamente erótica que existe para removernos la libido, no, hay un equilibrio magistral entre los textos, que inicia con La cadena de oro. Confieso que tuve que releer el cuento más de dos veces para sentir que su esencia me envolvía, en ese afán de sentirme abrazada por lo que ansío. El surrealismo en el relato es notable y nunca pude imaginar que semejante mezcla fuese a albergarse entre las páginas de este tomo. También lo lírico de su autora toma partido y resaltándolo con bolígrafo encerré entre corchetes gigantes el siguiente párrafo: Aprendió a escribir poemas por la revelación de un poeta que profesaba la idea de que la poesía debía nacer naturalmente como las hojas de los árboles, si no, sería cadáver o farsa. Escribía lo que bajaba de su corazón hasta su mano, deprisa, palabras como tiernos brotes que después se desparramaban en cuadernos, cajas de cigarrillos o servilletas.

—A mí me gustan los negros. Siempre me han gustado.

Todas la miramos. No pasaba de ser la mujer correcta, sesenta y tantos años, casi anodina.

—Los negros no huelen bien. Cuando se “calientan” huelen a petróleo quemado.

Ahora fue ella la que nos miró, no fue una mirada común, tenía un leve destello de sabiduría y yo no quería pasar de algo así. (…)

Así se asoma narrando la protagonista del cuento que da título al libro y la naturalidad del discurso es rotunda, presta para que de pronto te asalten las ganas de gritar a todo pulmón: “a mí también me gustan”, confieso, aunque tampoco sea muy ducha del góspel ni el blues, ni haya leído a Toni Morrison. Va entonces uno, descubriendo ya en éste, el tercer relato del libro, la armonía narrativa de la que les hablaba y me es tan familiar que sonrío, pues, eso mismo intento en mis libros cuando armo un cuaderno, intercalar las intensidades de los textos con el fin de que no haya saturación posible al lector. Un grupo de mujeres conversan hasta que dos amigas quedan solas y establecen un diálogo coloquial sobre los negros y sus bondades. —Pero tú tan blanquita, ¿Cómo fuiste a empatarte con un niche? (…) En resumidas cuenta lo que tenías no eran penas de amor, sino fuego uterino, hambre de sexo chatarra. (…)

El confort, lo digerible y ameno de la lectura te hacen eco de ese acto de antropofagia amorosa y la escuchas decir desde cerquita mientras llena de pasión se saborea los labios y sonríe: musitaba una oración cuando estaba eyaculando dentro de mí, yo sentía sus espasmos, su semen limpiándome toda la hojarasca, llenándome de cauces y riachuelos y entonces comprendí el poema de Emilio Ballagas, la sandunga de Lorca, la voz pastosa de Carbonrell, me entró un patriotismo extraño porque descubrí mi identidad en un instante y en ese instante besé la memoria de Fernando Ortiz. Dicen que el amor es la causa perdida entre el sexo y la risa, pero descubres lo antagónico de la frase hacia el final de este cuento, pese a su desgracia no podrás evitar reír.

Leer:

El perfecto sexo vs sexo chatarra o la vida es una reverenda mierda…

Deus ex machina se me antoja real y maravilloso y por momentos viajo al Reino de este mundo y Carpentier se me asoma entre líneas, no sé, quizá sea solo producto de mis aberraciones makandelianas. En Ensarta de pescados tuve que detenerme y respirar profundo. Es innegable la relación de Liliana con el mar, lo lleva en los genes y en los últimos tiempos yo también he sido adoptada por él; ¿será acaso una estrategia? ¿Nos colecciona? Marcela se había reconciliado con el mar y soñaba mudarse para la costa con su perro Gandalf. La casa de madera estaría cerca del agua y ella podría corretear con el perro al amanecer y verlo saltar y morder la espuma, a los extraños, esa felicidad no tendría comparación, oír el chirrido de las gaviotas y el sonido del océano grande y macilento, verde u oscuro, con caracolas y pedazos de conchas partidas (…)

Detalla esa escena, ¿acaso no eres capaz de sentir el olor a mar, la brisa golpearte el rostro al punto de saberte ahí, saludando a quien pase, como si llevaras toda la vida postrada en la arena? Conforme avanzas en la historia las ganas no se quedarán solo a la sombra acechante mientras te revuelcas a su par sobre el camastro, en el fervor del ritual masturbatorio que un extraño invade, su placer tenía que ver con el silencio, el ruido del mar por la madrugada como si se hubiera vaciado de toda podredumbre y en el agua solo quedaran relámpagos de bondad.

El desamor también tiene cabida en estas páginas ante La soprano del vestido rojo. Nunca quedamos inerves ante tal sentimiento. The mamadas and the papis llega casi hacia la mitad del libro una vez más con la intención de mezclarnos sensaciones y al final, sin darnos cuenta reímos macabramente, sintiendo que somos culpables al recordar “mil maneras de morir”. Un texto fresco, necesario e ingenioso en el libro, como todos. Lamento griego hace un stop para que tengamos tiempo a reposar antes del Mirahuecos, amante con fatídico desenlace como aquel comprador de cuadros de mamadas… Confundida llegué a pensar en él, a cogerle cariño. A esperar que dejara más flores sobre su cama la mañana siguiente, como anunciando el regreso a la ventana cuando se hiciese de noche. Al principio el morbo embriaga con fuerza, pero luego el pulso narrativo de Celorrio convida y bastarán tres páginas para querer uno igual para ti. Tranquilas aguas te anudará el pecho. Deberás cerrar el libro de un tirón y mecer el balance con la intención de acomodarte dentro el vaivén las emociones. Y volverás a mecerlo, quizá con más fuerza Bajo las frondas

A mi manera, en el menú, es como la especialidad de la casa, oasis donde convergen las intencionalidades del libro. Un recorrido donde los gustos musicales de la autora encierran la provocación que traen las canciones y músicos a las que hace referencia. Siendo el texto más largo de Sexo chatarra el cual transitarás sin reparos, bien cabe extasiarse en Caetano, Gal y María Bethania. Fue inevitable no sentirme cómplice ante tales conclusiones y divertida ver cómo se ponían rojos mis mofletes ante la cara de madre, que abanicaba su angustia una tarde de apagón. A veces me gustaba tener monilias, porque eran exquisitas para masturbarse, no así para templar porque inmediatamente pensaba en enfermedades venéreas y era mejor ponerse los óvulos (…) Recordé que mi amiga había puesto este mismo fragmento días antes en sus estados de WhatsApp alegando las geniales ocurrencias de Liliana. Sin duda alguna ya se había devorado el libro.

Leer:

Sexo chatarra: las provocaciones de María

El hijo del sol tuvo la gracia de llenarme de ternura, de ganas. Me encantan los hombres con el pelo largo, y aquí, no solo tiene una trenza infinita, sino que lleva el color de la tierra árida de Centro América, sus antepasados tatuados en el alma y la convicción de amar una sola vez. Tiene que haber tenido todo el propósito su autora para quizá derretirnos, más allá de comprender a la protagonista con sus ansias de contaminar la inocencia de un hombre. Cuando lo vi, un poncho multicolor escondía su espalda maciza y su sexo morado, por eso del cuento de los aborígenes. Era del cantón de los Saraguro y hablaba quechua. Tocaba una flauta que llamaba dulce y dijo se llamaba Inti Yupanqui y que su nombre significaba hijo del sol, yo imaginaba su pelo suelto sobre mis senos, aspirando subrepticiamente su olor de hombre primigenio.  

La homogeneidad del libro es indisoluble y así se transita entre Traspolación (menos intensidad), Mentiras piadosas (más intensidad) otra vez entre mujeres agobiadas por la inopia de los amores; Máscaras y Los perfectos crímenes del corazón, enlazados precisamente por las pasiones malditas, terminan de entretejer junto a Diario la diversidad temática que aborda este volumen, eco poderoso de todas nuestras voces juntas: Aún puedo respirar. Soy Borka, la reina del África. El monzón del Sur. La piedra del camino. INVENCIBLE…

Así se sienten mis manos luego del peregrinaje… 



Nosotras

Reseña al libro Tiempo de Mujer, de la autora Laidi Fernández de Juan

El título que hoy les presento constituye un libro atípico, original. Para serles sincera, no he logrado definirlo dentro de un género específico; no son cuentos, ni relatos, no es prosa poética, no es un ensayo, ni testimonios, son… algo así como una especie de viñetas, textos que captan magistralmente la esencia, el sentir de la autora respecto a tópicos cotidianos en la vida de las mujeres cubanas, que bien pueden extrapolarse a la mujer universal, dado que temas como: el poco tiempo libre de la mujer trabajadora, madre de familia, hermana, esposa, hija; el modo de entender, enfrentar y superar el fenómeno del “nido vacío”, ese momento cuando los hijos parten, cuando les toca hacer sus propias vidas; la violencia de toda índole; los estereotipos sociales; los cánones de belleza; las disímiles posturas acerca del “amor romántico”; la subestimación hacia el sexo femenino; la sobrecarga de responsabilidades bajo el dicho: “¿Hay mujeres?, todo va a salir bien…, que pudiera a veces parecer un cumplido pero tiene varias lecturas; entre muchas otras líneas de pensamientos vinculadas al papel que asumimos las chicas en la sociedad, son cuestiones de interés que superan las barreras geográficas o circunstanciales. 

La literatura escrita por mujeres en la Cuba de hoy tiene aroma a limpio, a frescor que abraza de pronto el alma y amanece entre versos y una prosa firme, cual tacón que araña el pavimento. Bien lo auguraba Luisa Campuzano en Las muchachas de La Habana no tienen temor de Dios… cuando en su estudio sobre escritoras cubanas desde el siglo XVIII hasta la actualidad, decía: “las autoras de las que me ocupo, comparten, por más piadosas que sean o hayan sido, la osadía de desafiar gobiernos, transgredir prejuicios, subvertir cánones…” Y sí, eso, entre otras muchas temáticas gobiernan aún hoy, dieciocho años después, las escritoras de esta Isla. Sería absurdo pretender encasillarlas, no hay nada entre cielo y tierra que les sea extraño.

Cabe entonces presentarles a Laidi Fernández de Juan (La Habana, 1961), autora de este volumen, donde escribe lo que ocurre y puede ser olvidado, lo que pasa una vez, lo que se mueve para vencer el tiempo, lo que queda, lo que se va, lo que al final cambia y se transmuta, aunque ha dejado su huella en la memoria. Ella recoge esos fragmentos, esos detalles que dejamos pasar y nos definen, y entonces les da vida, brillo, valor; los hace resonar en las normas cubanas del idioma casi siempre con un rescoldo de malicia, arrobo y bondad, con esa gracia que se trasunta en su estilo, con esa manera de escribir entre irónica, mordaz y risueña, y por supuesto con un propósito: “la vocación de dar fe”, de atrapar el tiempo, de agotar toda la trama, de acotar en la fugacidad de las cosas, de vencerlas al fin con las únicas armas posibles, es decir, con las palabras; como expresara el maestro Francisco López Sacha en la nota de contracubierta.

Aventurarse en las escasas 138 páginas de este libro, publicado bajo Ediciones Matanzas, 2019, supone una lectura hacia adentro, una suerte de viaje a través del espejo, donde no nos costará tanto mutar de piel para vernos en esos roles. Los textos van quedando de alguna forma organizados bajo acápites temáticos donde encontraremos la siguiente secuencia: abre con “Nosotras”, luego “Escuelas”, “Cuba hoy”, “Interrogantes” y finalmente la sección más amplia, “Misceláneas”, cerrando nada más y nada menos que con el siguiente título: “Per, prejuicios y estereotipos”. La autora va dejando, a modo conclusivo, su punto de vista respecto al tema que aborda, el cual, para beneplácito de lectoras que, como yo, aspiramos a comprensiones y tolerancias sociales cada vez más holísticas y diversas, resulta atinado y acorde a nuestros momentos actuales y segura estoy de que seguirá siendo acorde también con tiempos futuros, pues, aún queda mucho por desmitificar, por descodificar respecto al papel de la mujer en la sociedad. Es tiempo de mujeres, no cabe duda, resurgir de las cenizas de todas las brujas que ardieron bajo el fuego del miedo y la ignorancia es y deberá seguir siendo premisa para el triunfo.

Hablando en plata, donde hay mujeres, no hay fantasmas, sino una montaña de deberes más o menos placenteros. Montaña a la que entramos con uñas y dientes, sin saber qué, quién ni cómo nos espera; pero a la que hay que entrarle con todas las ganas posibles. “Todo va a salir bien”, parece el lema de la mujer contemporánea, esa que sacude las añoranzas, respira hondo y tira hacia delante.



Fisura de luz

Para crecer fuerte, primero se debe

hundir las raíces en la nada, aprender a

enfrentar la soledad más solitaria (…)

Debes estar dispuesto a quemarte en

tu propia llama… ¿Cómo puedes volverte

un ser nuevo y fuerte si primero no

te transformas en cenizas?

 

Nietzsche

 

De una grieta nacen estos cuentos, dice su autor y automáticamente imagino personaje tras personaje saliendo de la estrecha abertura en medio de una zona árida. Según emergen va llenándose de colores el mustio paisaje. Pasamos de cazador a presa, y viceversa, en el primer cuento que regala Deambulantes: segundo libro publicado por el sello editorial Primigenios, del escritor habanero David Martínez Balsa. Una vez más, la entrega del autor de Katabasis y Minutos de silencio afianza un estilo escritural estribado en la limpieza de una prosa firme, certera, que deja reconocer la pluma de su autor línea a línea conforme avanza.

Naturaleza marca bien la pauta de todo el cuaderno, haciéndonos saber que el entremés deja un gusto a “escudriño psicológico” muy bien llevado con el uso de la segunda persona narrativa, otra de las marcas de agua de Martínez Balsa, quien gusta además de enumerar las escenas en las historias, haciendo de tal maña un artilugio que dota al cuento de tensión, especie de recurso nemotécnico que logra surtir el efecto impacto de forma eficaz. Horacio es el primero que nace de esa hendidura, presto a volvernos caza fácil ante la gracia literaria de su autor.        

 

«Oculto detrás del espeso matorral, aguardas el arribo de tu presa. Apenas cambias la postura; tu respiración, lenta y muy sutil, se funde con el viento, desaparece entre sus murmullos. Te has vuelto un experto en pasar desapercibido. Al principio, eras un manojo de nervios, tan inquieto que hasta un ciego repararía en ti. Meses después, hallas difícil de aceptar la extensión de tus progresos. Ya mereces el título honorario de cazador, sometido a las disciplinas del sigilo, inmune al apuro o a las necesidades básicas del cuerpo».

 

Si alguna duda arribó a tu mente en la primera parada, Andar entre los vivos será el impulso que catapulte tus ganas hasta el final. En este texto asomarán las primeras conclusiones sobre el libro, sin duda alguna, la profundidad de sus personajes, el rebusque constante entre sus más intrínsecas manías y tormentos, será plato fuerte en la obra, alimentando nuestro morbo.

«De pie en el borde del hoyo, Heriberto empuja el cuerpo del oficial, que rueda y se precipita al interior, junto al resto de los cadáveres. Se acomoda bien el anillo en su dedo anular. Luego, empieza a internarse en la jungla, mientras intenta revivir cada paso que dieron los miembros de su pelotón antes de la emboscada, antes de que aquel primer balazo destrozara el pecho del Navaja. Esos pasos lo devolverán a casa, le permitirán convertir esta noche en una historia que rememorar en el futuro; otra hazaña a engordar su arsenal de anécdotas de combatiente».

 

Los cimientos, hace un stop necesario en el libro, una especie de sombra que devuelve el aire al cuerpo cuando se camina agitado.

 

«Después de la placa de la sala, el dinero se fue a pique y el mismo hueco por donde escapó, se trancó y no devolvió nada más. La casa quedó a medio hacer durante casi seis meses. Te partía el alma ver aquel híbrido, mitad concreto y mitad madera, igual a un cuerpo en un largo proceso de descomposición. Los huecos abiertos en el patio para los dados, los arquitrabes de las columnas ya listos, bueno, la mayor parte, porque las cabillas se perdieron del mercado negro; algunos sacos de arena tendidos en el cuarto designado almacén temporal de materiales, el olor a cemento que no se iba sin importar cuantos cubos de agua la vieja echara y le diera haragán».

 

La casa adopta un poco el protagónico en este texto, donde pareciera estar uno batiendo mezcla entre aquellos hombres para fundir la placa, es lo que provoca la cercanía que abraza la primera persona escogida con oficio por su autor. No obstante, pese a la tregua que muestran sus primeras páginas, a medida que progresa el cuento, reaparece el mismo hilo conductor de todo el compendio. La naturalidad de sus personajes hace que sientas cómo te susurran al oído, vas volviéndote cómplice de aquel dato que bien jugaba a esconderse desde el principio y tantas veces se desdibujó para luego unir de a golpe todas las hebras.

 

Miriam llena a uno de una mezcla de sensaciones a las que se hace imposible voltear el rostro. No hay forma de escapar ante el dolor, pitan los oídos mientras la almohada se afinca en la cara de su madre. El hedor que emana del cuento se nos cuela y se aloja en el encéfalo revolviéndonos el alma. El sentimiento de complicidad toca a la puerta, deambulante, y asusta. 

«En más de una ocasión alimentó la idea de detenerse, de apartar la almohada, pero las imágenes del pasado y de su futuro se estampaban una y otra vez contra sus ojos y Miriam solo conseguía apretar más y más. Al notar la ausencia de movimientos y los sonidos extintos, retiró la almohada. Un rostro macilento, roído por los años y las fauces del cáncer, le prodigaba una mirada de horror reforzada por una boca abierta, sin dientes. Miriam le cerró los ojos y colocó la almohada detrás de su cabeza. Se incorporó de súbito, presa de temblores, incapaz de controlar su respiración. Una súbita urgencia de vomitar la dirigió al baño, pero nada aconteció, salvo varias arcadas. Lavó los arañazos en su antebrazo y mientras el agua arrastraba la sangre hacia el tragante, Miriam notó la tensión desprenderse de ella cual una nube tóxica. Pronto, el alivio devoró la culpa y ya los días venideros perdieron la incertidumbre».

 

Uno a uno, sin chance a pestañear, siguen apretándonos fuerte los cuentos de este libro, con esa necesidad tan grande que se siente desde el inicio; es menester que escuchemos con atención, necesita decirnos algo, y lo hace. Hablar de Deambulantes, el texto que da título a la obra, me llena de pena. Un dolor me invade y llegado a este punto no seguiré reseñando en plural, no cabe, y apuesto, sin temor a equivocarme, que una vez avances hasta aquí, tampoco sentirás ganas de alejarte. Expectar desde la otredad, distante, no será una opción.

 

«—Sí, mientras haya alguien allá afuera, en el mundo de los vivos, que se acuerde de ti, que te mantenga en su memoria, pues entonces tus ropas nunca parecerán llenas de polvo, medio podridas, ni tú lucirás descompuesto.

—¿Y si no se acordaran de mí?

—Pues te verás más o menos parecido a la vieja esa. Aunque ella anda bien. No quieras ver los especímenes que me he encontrado yo. Pero no te preocupes, no tienes cara de ser mal tipo, estoy seguro que se acordarán de ti.

—¿Y cuándo no quede nadie?

—Si los tuyos mantienen fuerte tu recuerdo, siempre habrá alguien. Y suponiendo que la cosa se ponga bien mala, no te sofoques, ese proceso es lento».

 

Este, el quinto cuento del libro, hace que el folleto se reajuste el cinturón, acomode la camisa por dentro y apriete la corbata. La confabulación entre el personaje principal y su autor conduce las líneas de la historia, salta a la vista. El dolor se apropia de quien lee, nos vamos sabiendo víctimas de ese mismo derrotero algún día, quizá no muy lejano y una nostalgia tremenda anida en medio del pecho.

 

Bajo el sugerente título de Demonios en túnicas de hombre llega el sexto cuento, remarcando lo que ya en una entrevista comentaba sobre la atinada selección nominal de Martínez Balsa para sus obras. Con nitidez cinematográfica disfrutamos escena tras escena de esta especie de thriller literario que, aunque queda clara su naturaleza fría, no resulta en una crudeza visceral, y eso está bien, el lector siempre agradece las coherencias estilísticas y es que su autor se mantiene comedido ante ciertas tendencias donde lo gráfico tiende a sobrar cuando se ha logrado la atmósfera adecuada para que el mensaje llegue alto y claro.

 

Con ganas de un próximo cuento, debo admitir, arribé a DIRTY BUSINESS regodeándome en la camaradería que sentí por conocimientos afines a la temática, más, una vez en el fin de la primera escena, mis ojos se entornaron y frené de sumar inverosimilitudes en ese alter ego que se impone cuando conocemos a fondo de algo; ya no era posible reparar en tales simplezas, el texto obliga a prestar atención, toda la atención que requiere leer con esmero el ultimo cuento de un libro que tanto nos ha musitado al oído.

 

Con el mismo tono ecuánime de los anteriores, la limpieza estilística que ya va haciéndose notar claramente en la pluma de David Martínez Balsa, el lenguaje coloquial que caracteriza su narrativa sin rozar jamás el filo de los comodines que las jergas pueden ofrecer, ni verbo sensiblero alguno pese a los análisis que asoman en sus textos, con una pincelada de parábola quizá, llega triunfal este tercer libro del joven escritor cubano, cuyas grietas prometen seguir pariendo historias llenas de mundo.



Reseña al libro Tiempo de Mujer, de la autora Laidi Fernández de Juan

El título que hoy les presento constituye un libro atípico, original. Para serles sincera, no he logrado definirlo dentro de un género específico; no son cuentos, ni relatos, no es prosa poética, no es un ensayo, ni testimonios, son… algo así como una especie de viñetas, textos que captan magistralmente la esencia, el sentir de la autora respecto a tópicos cotidianos en la vida de las mujeres cubanas, que bien pueden extrapolarse a la mujer universal, dado que temas como: el poco tiempo libre de la mujer trabajadora, madre de familia, hermana, esposa, hija; el modo de entender, enfrentar y superar el fenómeno del “nido vacío”, ese momento cuando los hijos parten, cuando les toca hacer sus propias vidas; la violencia de toda índole; los estereotipos sociales; los cánones de belleza; las disímiles posturas acerca del “amor romántico”; la subestimación hacia el sexo femenino; la sobrecarga de responsabilidades bajo el dicho: “¿Hay mujeres?, todo va a salir bien…, que pudiera a veces parecer un cumplido pero tiene varias lecturas; entre muchas otras líneas de pensamientos vinculadas al papel que asumimos las chicas en la sociedad, son cuestiones de interés que superan las barreras geográficas o circunstanciales. 

La literatura escrita por mujeres en la Cuba de hoy tiene aroma a limpio, a frescor que abraza de pronto el alma y amanece entre versos y una prosa firme, cual tacón que araña el pavimento. Bien lo auguraba Luisa Campuzano en Las muchachas de La Habana no tienen temor de Dios… cuando en su estudio sobre escritoras cubanas desde el siglo XVIII hasta la actualidad, decía: “las autoras de las que me ocupo, comparten, por más piadosas que sean o hayan sido, la osadía de desafiar gobiernos, transgredir prejuicios, subvertir cánones…” Y sí, eso, entre otras muchas temáticas gobiernan aún hoy, dieciocho años después, las escritoras de esta Isla. Sería absurdo pretender encasillarlas, no hay nada entre cielo y tierra que les sea extraño.

Cabe entonces presentarles a Laidi Fernández de Juan (La Habana, 1961), autora de este volumen, donde escribe lo que ocurre y puede ser olvidado, lo que pasa una vez, lo que se mueve para vencer el tiempo, lo que queda, lo que se va, lo que al final cambia y se transmuta, aunque ha dejado su huella en la memoria. Ella recoge esos fragmentos, esos detalles que dejamos pasar y nos definen, y entonces les da vida, brillo, valor; los hace resonar en las normas cubanas del idioma casi siempre con un rescoldo de malicia, arrobo y bondad, con esa gracia que se trasunta en su estilo, con esa manera de escribir entre irónica, mordaz y risueña, y por supuesto con un propósito: “la vocación de dar fe”, de atrapar el tiempo, de agotar toda la trama, de acotar en la fugacidad de las cosas, de vencerlas al fin con las únicas armas posibles, es decir, con las palabras; como expresara el maestro Francisco López Sacha en la nota de contracubierta.

Aventurarse en las escasas 138 páginas de este libro, publicado bajo Ediciones Matanzas, 2019, supone una lectura hacia adentro, una suerte de viaje a través del espejo, donde no nos costará tanto mutar de piel para vernos en esos roles. Los textos van quedando de alguna forma organizados bajo acápites temáticos donde encontraremos la siguiente secuencia: abre con “Nosotras”, luego “Escuelas”, “Cuba hoy”, “Interrogantes” y finalmente la sección más amplia, “Misceláneas”, cerrando nada más y nada menos que con el siguiente título: “Per, prejuicios y estereotipos”. La autora va dejando, a modo conclusivo, su punto de vista respecto al tema que aborda, el cual, para beneplácito de lectoras que, como yo, aspiramos a comprensiones y tolerancias sociales cada vez más holísticas y diversas, resulta atinado y acorde a nuestros momentos actuales y segura estoy de que seguirá siendo acorde también con tiempos futuros, pues, aún queda mucho por desmitificar, por descodificar respecto al papel de la mujer en la sociedad. Es tiempo de mujeres, no cabe duda, resurgir de las cenizas de todas las brujas que ardieron bajo el fuego del miedo y la ignorancia es y deberá seguir siendo premisa para el triunfo.

Hablando en plata, donde hay mujeres, no hay fantasmas, sino una montaña de deberes más o menos placenteros. Montaña a la que entramos con uñas y dientes, sin saber qué, quién ni cómo nos espera; pero a la que hay que entrarle con todas las ganas posibles. “Todo va a salir bien”, parece el lema de la mujer contemporánea, esa que sacude las añoranzas, respira hondo y tira hacia delante.