Teatro documental, invocaciones del cuerpo como archivo palpitante

Afuera comienza a salir el manto titilante que es la noche, afuera esperamos que las puertas se abran, algunos confiamos en que la oscuridad despierte a los fantasmas de Frexes #132.

Ellas han tomado la casa. Somos más de una veintena y nos invitan a pasar, a acomodarnos como podamos entre los viejos muebles y libros desparramados por el piso. La sala se llena de su voz. Hoy somos los invitados a la casa de las conspiraciones, y sobre sus paredes se proyecta el ayer. Otra vez la casa que la sobrevive y resucita, nos hace cómplice de su existencia.

Fotos: Carlos Rafael

La luz llega apenas para dejarnos ver el rostro de la muchacha-tiempo que habla de su padre, de la ciudad, de la Historia y de una mujer, poeta del amor diario, Lalita Curvelo

María Victoria Guerra transida de las memorias de Holguín y el tiempo de Lalita nos lleva entre sus amigos; el lucero inolvidable que bajo otro nombre fue su cómplice, Oscar; los niños rescatados de la orfandad; las sentencias de muerte que sus manos sostuvieron contra asesinos y torturadores. María Victoria nos guía al pasado y tras ella avanzamos o retrocedemos en la penumbra hacia una habitación que debió ser oficina.

Teclea, los pies en el suelo como Hemingway, una muchacha pálida, Nathaly Polo, su voz sale desde un sitio invisible, reparte viejas fotos, mezcla sus vivencias con los versos de la dueña de la vieja casa. Regala poemas sueltos, rosas, nos lleva a la pequeña capilla, donde un Jesús adolorido sube la mirada e invita encender en el piso velas por las almas que han de habitar estos espacios, por Lalita, por nosotros y nuestra fe en la belleza, que supongo es el móvil que nos mantiene absortos mientras, a lo lejos se escucha el mar ausente.

Atravesamos el patio interior, algo bulle en la oscuridad, y cuando la luz nos toca vemos una mesa dispuesta para el convite visual, caracolas, piedras, dibujos de Lalita y una cafetera modernísima en la que está lista la bebida que compartimos, otros prefieren té y por primera vez alcanzo a ver los rostros de quienes han venido esta noche.

Fotos: Carlos Rafael

Los espejos colocados al fondo del comedor reflejan a una esbelta joven, Darlin Morales, ella también ha encontrado una Lalita propia, junto a las otras muchachas ha indagado por dos meses en documentos, objetos, los muros, las leyendas. Darlin ha traído su tiempo hasta este espacio un antiquísimo reloj cucú con que marca su existencia desde el inicio, por eso el aparente anacronismo entre él, la casa, y la modernidad de la cafetera eléctrica no son sino expresión del diálogo entre el legado y el descubrimiento, el pretérito y su interpretación bajo el prisma del hoy, son la danza armónica del pasado y el presente concatenándose.

Seguimos invadiendo el aposento. Sobre las viejas lozas de barro del patio ha reposado toda la memoria de sus días. Hemos sido convocados a caminar hacia la atalaya que fue la biblioteca de la escritora. Entre volúmenes vetustos, suvenires, un teléfono obsoleto, parece que va a llegar Lalita. Ya está, su voz la trae entre el olor de la noche y la mirada taciturna de un gato que sobre una tapia nos observa.

Todo es raro y vibrante. Sumergida en la atmósfera de la década de 1950 es esta una pieza raigal, de la casa para la casa y realizable solo en su interior. Las jóvenes autoras se asumen como peformers que convierten sus cuerpos en archivos palpitantes, documentos vivos.

Fotos: Carlos Rafael

La obra es un claro ejemplo de apropiación de la expresión estética de la realidad. Un texto en el que la subjetividad de las autoras se entronca con la de su objeto de investigación y se expresa luego en este resultado en el que recrean las vivencias de Lalita, su tiempo y espacio, permeados de la circunstancia propia de las dramaturgas.

Sustentada en los paradigmas del teatro documental, Otra vez la casa emplea los resortes emotivos de la poesía mezclados con el realismo propio de este género y aprovecha el espacio, la semipenumbra, la intimidad de las puertas y ventanas cerradas, la casa como un vientre fecundo que gesta la memoria.

Volvemos a la sala, a despedirnos de Eulalia y aplaudimos. Algunos de sus contemporáneos, personas de sus afectos, agradecen el acto casi místico de la resurrección.

Salimos otra vez a la calle Frexes, al 2021, con olor a libro antiguo y una flor en las manos. Aún podemos sentir el incienso en nuestras ropas y ver a Lalita en la ventana, reclinada, diciendo adiós.

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