No te olvidamos Federico

En la pared de mi cuarto, frente a mi cama, tengo colgado dos retratos de Federico García Lorca. En uno de ellos está engalanado con un traje y se le ve serio, pero en el otro —la imagen que más me gusta— viste un overol y sonríe, y detrás tiene un poster que anuncia su Teatro Universitario La Barraca. Desde hace bastante tiempo ambas imágenes han visto mis amaneceres y anocheceres, y también cómo he crecido crecer en medio de las lides del teatro.

Al poeta debo mis mejores momentos adolescentes con la literatura, con el drama. Por esos encuentros que tanto me marcaron, quedan en mi mente y constantemente cito los versos de obras como Bodas de Sangre, La Casa de Bernarda Alba o El Público. Así pues, no es nada raro que cada 19 de agosto, me siente en el borde de mi cama, mire los retratos, abra el tomo Teatro Mayor y lea alguna de las obras que hicieron inmortal a nuestro Federico.

Semejante impulso ahora mismo me hace compartir estos breves pasajes biográficos que una vez más nos aclaran quién es García Lorca y por qué significa tanto para nosotros. Nacido en Fuente Vaqueros, Granada, el 5 de julio de 1898, su nombre completo es Federico del Sagrado Corazón de Jesús García Lorca. No vino a caminar hasta los cuatro años de edad. Pero, ello no impidió que siempre fuera un ser muy sociable, sonriente, musicalísimo, un apasionado fervoroso de la lectura.

Su madre Vicenta Lorca Romero, maestra primaria, lo inició en el mundo de las letras. A muy temprana edad —según Ian Gibson, uno de sus biógrafos más reconocidos— ya leía a Víctor Hugo, Cervantes, Lope de Vega, Calderón, en fin, estaba en contacto con lo mejor de la literatura universal y española. Y aquel cuya timidez en los primeros años escolares apuntaba que sería un fracaso como estudiante, llegaría a que matriculara Filosofía y Letras y Derecho en la Universidad de Granada. Sin embargo, la literatura le arrastraba.

Su traslado en 1919 a la Residencia de Estudiantes en Madrid, le valió para conocer muy de cerca al pintor surrealista Salvador Dalí, quien fuera su gran amigo y amor platónico, al escritor Rafael Alberti y el cineasta Luis Buñuel. El enjambre intelectual con el que se relacionara Federico, sería reconocido años más tarde por la crítica y la teoría literaria como generación del 27. Y es que en ese período se unieron para homenajear los 300 años de la muerte del poeta Luis de Góngora y serían los responsables de ciertas rupturas con la práctica artística y literaria que les precedió.

Entre todos, Federico resultó rápidamente un virtuoso. Podía tocar el piano, escribir poemas y teatro. Este último oficio, el de poeta teatral, como le gustaba que le nombraran, en un principio no le resultó tan grato por el fracaso del Maleficio de la mariposa (1928), pero después lo elevaría a la categoría de inmortal (algo que veremos más adelante).

Como poeta visitaría en 1929 Estados Unidos. De esa experiencia sinuosa, quedaría el cuaderno Poeta en New York. En 1930 es invitado a venir a Cuba por Fernando Ortiz, entonces líder de Institución Hispanocubana de Cultura. Lorca, ya establecido como un escritor de talla en las letras hispánicas, quedaría fascinado con la belleza del trópico, con el inmenso parecido de La Habana y Cádiz. Escribiría en una carta a su madre “si yo me pierdo, que me busquen en Andalucía o en Cuba”1.

Aquí conoció total libertad. Se relacionó con la intelectualidad más reconocida (José María Chacón y Calvo, Juan Marinello, Rafael Suárez Solís). A penas unos jóvenes, José Lezama Lima o Nicolás Guillén, escucharían entusiasmados parte de las cinco conferencias (La mecánica de la poesía, Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos. Un poeta gongorino del siglo XVII, Canciones de cuna españolas, La imagen poética de don Luis de Góngora, La arquitectura del cante jondo) que el poeta pronunciara en el teatro Principal de la Comedia de La Habana.

Pero realmente se le conoce por su entrañable amistad con los hermanos Loynaz y Muñoz. Flor, Carlos Manuel, Enrique y Dulce María, serían sus alter ego. Con ellos viviría momentos maravillosos (cenas, paseos, fiestas, recorridos por La Habana). Mientras estuvo en Cuba los visitaría casi todos los días. Les interpretaría una que otra obra al piano, les leería fragmentos de su tragedia Yerma y legaría a uno de ellos, a Carlos Manuel, el manuscrito de la muy polémica pieza teatral El Público.

Federico viviría días intensos en la Isla. De vez en cuando se daría sus escapadas de los ojos de sus amigos y degustaría el café de las negras, la suspicacia de las representaciones escénicas del Alhambra, aprendería la musicalidad del son, conocería a los mulatos del puerto y visitaría provincias como nuestro Pinar del Río, Villa Clara, Matanzas y Santiago de Cuba. Hay un poema suyo que se nombra precisamente Son de negros en Cuba. Y cuando partió se llevó tanto de nosotros, que el capitán del navío en que viajaba refirió que “con sus sones alborotaría la tripulación”.

A su regreso a España las cosas no andarían bien. Vendrían días oscuros en que el fascismo se apoderara de su patria querida y no tardaría la conjura en hacer de Federico, una más de sus víctimas. El 19 de agosto de 1936 sería fusilado, entre las tres y las cuatro de la madrugada en el camino que va de Vízmar a Alfacar, Granada. Refiere Gibson que el poeta no murió en el primer momento en que fue abatido por las balas y que sus últimas palabras fueron —según el testimonio de los que participaron de tal horrible acto— “todavía estoy vivo”.

Y desde entonces siempre lo ha estado. Apostillo todo esto porque al autor, al ser humano hay que conocerlo para comprenderlo y comprender lo que nos lega, lo que edifica en nosotros. Nadie pondrá en duda la magistralidad de su dramaturgia, la cual es una pena que sea tan poco estudiada en los centros docentes de nivel medio y en algunos de nivel superior. Sólo La Casa de Bernarda Alba figura entre los textos objeto de ¿debate? en los planes de estudio.

Federico no es sólo eso, es mucho más. Así que pasen cinco años, Mariana Pineda, La Zapatera Prodigiosa, Doña Rosita la Soltera, El Amor de Don Perlimplín con Belisa en su Jardín, entre otras, son obras —desde la manera en que las veo y siento— con una belleza sin igual: no sólo la prosa y el verso tienen una limpieza y un altísimo grado poético, sino las propias circunstancias, el drama al que se enfrentan sus personajes.

No es lo mismo hacer teatro en verso con aspirados tintes poéticos, que lograr que el teatro en su acción misma, sea una dimensión poética, y eso lo consiguió Federico mirando a los hombres sin historia, al campo, sublimando los dichos y la psicología del pueblo. En sus textos lo real y los ficcional urden un universo en el que se niega la represión, la tradición que veta al hombre de ser y escoger libremente su destino, se incentiva a la sinceridad, la lucha por lo que se quiere, dar riendas sueltas a la pasión.

Por ello es imposible olvidar a Lorca. Cada año su huella crece en nosotros y nos hace más libres, más humanos. Su obra es un crisol que nos une y nos alerta. Su vida una lección a no claudicar, a enfrentar los escarnios que puedan aparecer. A fin de cuentas un artista, un ser humano con buena fe, siempre se ha de recordar.

1 Gibson, Ian(1998) Vida, pasión y muerte de Federico García Lorca, Edición :Barcelona.

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