La política de la promoción literaria

La mayor ganancia de la primera mención que recibí en el Premio David de poesía en el año 2012 fue el efecto rebote. Comencé a formar parte del grupo de creadores literarios de Cienfuegos, un miembro discretísimo, debo acotar, y así aparecieron oportunidades indecibles, sobre todo para despertar esa manía narrativa de lo inverosímil —o real maravilloso según Carpentier— que a uno le pasa.

Al año siguiente participé en la cruzada literaria que propone el Centro del Libro para llevar, durante el verano, la lectura a sitios distantes de la ciudad de Cienfuegos. Sitios donde, es lógico: poco se lee, poco se sabe, poco se vive. Si alguien se atreve a diseñar un producto promocional de lectura para una comunidad en tiempo de verano debe, al menos, garantizar que este sea sobre todas las cosas, llamativo; sea una propuesta interesante y que de verdad incite a la lectura, no que la espante. No vale que se continúen realizando estas giras para cumplir los planes. Si no existe un estudio de la comunidad a donde se va, del público al cual te dirigirás, ¿de qué sirve la cosa?

Llegué con un cauteloso papel donde había apuntado mis ideas sobre el libro que debía presentar al pueblucho del central 14 de julio, en Abreu. Antes de acomodarme unos vecinos me advirtieron de la competencia: ese día había regresado el médico de la familia después de 20 días de ausencia. El consultorio estaba repleto de gente que para nada iba a posponer sus males por la literatura. Los pocos niños que por allí pasaron ni se detuvieron. Las demás personas dejaron saber bien claro que no estaban pa’ aquello de leer, otra señora, de rolos y pañuelo, se acercó a la mesa donde la librera había colocado unos ejemplares para la venta y compró un libro de Hugo Chávez.

La actividad la habían planificado en una especie de sala de teatro que tenía tuberías explotadas en el techo filtrando agua sobre los asientos; recuerdo el olor a humedad y el insoportable calor que te quitaba las ganas de hablar. Yo debía enfrentar el desafío de conversar sobre De amor y de espada, un libro de aventura juvenil de Orlando Cardoso Villavicencio; y en el fondo yo misma me preguntaba por qué siempre escoger por sobre la brillantez literaria a otros asuntos, aunque fuese una pregunta retórica.

El fondo del biplanta que daba al teatro estaba negrísimo, como si hubiesen procesado la caña allí mismo, las ventanas rotas dejaban ver el caos de adentro, la ropa mal tendida en cordeles improvisados y las paredes de la cocina tiznadas y maltrechas. Esperamos un rato. Y otro. Unos adolescentes pasaron con gorras y cadenas de oro e iban pisando con sus zapatos relucientes el fango y la agonía de aquel pueblo. Uno piensa que después de eso ya no hay nada que hacer, y es cierto, un pueblo tan solo arropado por el pitazo de un central, sin otras pretensiones, donde de noche, se suplica que no venga la muerte, porque no habrá nada que te saque de allí a tiempo a no ser la misma parca. Después de eso uno piensa que no es tan cierto eso de que en el país todos leen, todos son cultos, a todos, sin importar su circunstancia, les interesa la literatura.

Al año siguiente volví a montarme en una Girón. Me tocó una comunidad de Cruces a la cual nunca llegamos por desavenencias de combustible. La escuela, nos dijo la promotora, no pudo reunir a los niños, y yo lo agradecí en silencio, pues el libro que debía presentar era de literatura homo-erótica; “vamos a la tabaquería”, me ordenaron, yo dije: bueno y asentí. Cuando llegamos, el señor de la puerta me miró de arriba hacia abajo, con desprecio. Le explicamos lo que hacíamos allí y con voz desagradable, luego de hacer un graznido, dijo:

—Aquí se rompió el audio, si quieren hacerlo así mismo.

Yo cerré los ojos y el estómago, leí mi presentación, iba cortando las oraciones para que el calvario fuera breve, hablé de literatura, hablé de los homosexuales de Después, después, pero lo cierto es que ellos siguieron enrollando su tabaco, golpeando con las chavetas y ni por enterado se dieron.

Este 2017 me tocó ir a una comunidad de Palmira: Recurso. Uno enfila por el terraplén del cárnico de Cienfuegos y va a dar allí. Había llovido el día antes y todo estaba fangoso. Este año la gira no era solo de literatura, unieron otras manifestaciones: danza, un arqueólogo y música (rumba, pop, bolero y merengue) a los compañeros del Centro del Libro. El sitio que nos prepararon era una especie de círculo social del pueblo, que a juzgar por su estado y por las santanicas que había en todos los muros, pocas cosas hacían allí.

Esta vez llegaron dos guaguas, montaron los audios, los micrófonos y colocaron en algún lugar visible dos cake y panes con jamón; algunos pobladores se fueron acercando, los hombres llevaban botas de agua, las mujeres vestimentas muy pepillas y un tanto anacrónicas. Lo que más había en Recurso eran niños pequeños, de entre 1 y 11 años, los cuales fueron el público más constante a pesar de su intranquilidad; a los demás parecía no importarle en absoluto aquella gente que habían puesto allí un día cualquiera a cantarles y hablarles. Solo unos curiosos se asomaron a ver los caracoles y cerámicas de los aborígenes de Jagua y a leer algunos títulos de los libros que descansaban encima de una mesa.

Yo debía presentar el libro de historietas: Armando Hart, una vida, un sueño, que desde el inicio no me parecía acertado para lanzarlo bajo aquella situación. Llevaba mi presentación escrita, como siempre, para no divagar ni improvisar, pero de nada me sirvió. A pesar de que supuse que aquel ejemplar no iba a ser de total aceptación —no porque sea un tema político, sino porque no es la lectura de recreación que uno debiera proponer en meses estivales— debí luchar contra los errores que le encontré al libro y que debí decir allí. Pero sin dudas mi análisis literario era una aburrida verborrea que a nadie interesaba. Opté por divagar e improvisar. No dije ni apenas el 50 por ciento de las cosas que me había tomado un tiempo en escribir sobre la historieta, y además, nadie allí se dio cuenta de nada, ni le interesaba mi «muela». Me levanté de la silla y solté el micrófono muy avergonzada.

Yo volví a cerrar los ojos y el estómago, y más lo haré cuando me toque leer en algunos medios de comunicación —solo guiados por los pronósticos que no se dan in situ—que estas giras son todo un éxito, que en los poblados cubanos se disfruta y existe un amor infinito por la lectura; pero la realidad es mucho más rica que esas palabras. Aún falta muchísimo trabajo. No hay por qué desperdiciar estos momentos de intercambios. Hay que planificar bien. Hacer una actividad que a todos integre y a todos eduque; una actividad más cerca, más abajo, por el principio.

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