Quinquenio gris


La luz sobre el asfalto

Apuntes en torno a La acera del Sol… Impactos de la política cultural socialista en el arte cubano (1961-1981).

Hay periodos, épocas o contextos que parecen impregnarse substancialmente en la memoria popular. Así sucede con el Quinquenio Gris. Todos creen tener algo que decir o apuntar. Se suele hablar de él con absolutismo, autoridad o recelo en dependencia de quien hable (tanto si lo vivió o lo imagina). Aunque si hay algo en lo que todas las voces coinciden es que fue un periodo difícil para el arte y la creación nacional. Marcado por momentos de tensiones y la lucha al interior del proceso revolucionario entre varias perspectivas intelectuales y políticas por imponer un canon desde el cual trazar la política cultural. El resultado: incomprensiones, censura, aislamiento de varios artistas e intelectuales.

Hamlet Fernández Díaz vuelca su mirada aguda de crítico e investigador sobre los convulsos años del quinquenio. Su agudeza le permitió estudiarlos desde los años que antecedieron e influyeron inevitablemente en el periodo y ver un poco más allá, las consecuencias posteriores a 1976. El libro La acera del Sol… Impactos de la política cultural socialista en el arte cubano (1961-1981), premio Alejo Carpentier de ensayo en 2019 y publicado por Letras Cubanas es el resultado de un estudio profundo, examina y reflexiona sobre los procesos políticos-culturales y las relaciones establecidas entre instituciones, artistas y el poder.

Muchos estudiosos se han acercado al tema, Ambrosio Fornet, Fernando Martínez Heredia, Juan Antonio García Borrero, Eduardo Heras León y otros, desde diversos enfoques y manifestaciones. Pero existía cierto vacío epistemológico y en el campo de las artes visuales. Quizás porque como afirma el propio autor: En el caso específico de las artes visuales se tiende a pensar que del quinquenio gris no fue tan dramático como en el teatro, la narrativa, la poesía o las ciencias sociales. Da la impresión de haber sido más alineada con la política oficial…

Este es uno de los aportes del libro, arrojar una investigación basada en profundos análisis y fuentes documentales variadas sobre la producción simbólica de esos años. Desde el mismo primer capítulo, el autor arroja preguntas que antes hicieron los estudiantes de la Escuela Nacional de Arte  (ENA) en 1966. En ellos, las incertidumbres, angustias y contradicciones de los futuros artistas de la Revolución. A partir de ahí Hamlet nos regala un ensayo fluido pero riguroso en el uso de palabras y términos específicos. La acera del Sol… es un relato historiográfico de enfoque culturológico. Un libro preciso y valiente que se acerca a los sucesos y artistas visuales de esos años y a la construcción ideoestética que se implantó y exigió de ellos, fundamentados en el realismo socialista. El autor lo hace desde la imparcialidad de quien no estuvo “implicado” no carga con “heridas” ni culpas”, por tanto escribe desde la sobriedad y visión del presente.

Tengo que confesar que a pesar de haber estudiado Historia del Arte y acercarme a la lectura con referencias anteriores al tema, descubrí historias, personas y sucesos y redescubrí otros desde una visión más completa, que hace ver nuevos matices y valorar quizás, con más justicia esos acontecimientos. Especialmente agradezco el acercamiento a la figura de Reinaldo González Fonticiella, si bien conocía la obra de Antonia Eiriz, Raúl Martínez o Humberto Peña, Fonticiella fue un maravilloso descubrir. Solo me hubiera gustado que este libro contara con imágenes que apoyaran el texto. En materia de artes visuales el apoyo visual es casi imprescindible.

El título es sin dudas, además, un acto de justicia con creadores que vivieron (sufrieron esos años) rechazados por ciertas autoridades culturales y cierto pensamiento estético. Estamos ante un volumen necesario y novedoso. Hamlet optó por lo complicado y bello de caminar por La acera del Sol. Así y solo así es posible arrojar luz sobre el asfalto.


Forodebate: La representación intelectual de la Revolución: creación, pensamiento social y comunicación

La Revolución cubana, por su carácter emancipatorio, estuvo obligada a convertir la cultura en uno de los ejes centrales de su acción. El complejo escenario de transformaciones y deslindes ideológicos reconfiguró aceleradamente la dinámica del campo intelectual y sus prácticas en el país. Lo social y lo cultural dejaron de asumirse como compartimentos estancos. En el centro de esas variaciones ocupó un espacio principal el debate sobre la responsabilidad, las tareas y el papel del intelectual frente a la Revolución.

Pasadas seis décadas, la continuidad de estos análisis resulta esencial. Importantes variables se han modificado. Cambios de paradigmas y ambientes generacionales, retrocesos visibles en los escenarios en que se forma, produce y se amplifica el pensamiento cultural, tensiones no resueltas en el plano institucional, modificación del eje de resistencia intelectual de la izquierda a escala planetaria, agotamiento de los nichos de reflexión crítica sobre nuestra realidad; pudieran contabilizarse entre los desafíos principales que asumen las prácticas intelectuales en el momento actual que vive la Revolución Cubana. 

Sobre el compromiso intelectual, las responsabilidades, el rol de los intelectuales en la Revolución, invitamos a reflexionar el venidero 7 de mayo a partir de las 10:00 a.m. en el Portal del Arte Joven Cubano, sitio web de la Asociación Hermanos Saíz. Acompañarán esta iniciativa la Dr.Cs. Mely Gonzáles Aróstegui, Profesora Auxiliar de la Universidad Central de Las Villas, y el joven historiador e investigador Fernando Luis Rojas, especialista del Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello.

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La política cultural en los años fundadores de la Revolución cubana. Apuntes para un dilema que no cesa.

Por Mely del Rosario González Aróstegui

Con el triunfo revolucionario en 1959, la noción del compromiso político para los intelectuales cubanos, su pacto con la sociedad, empieza a operar desde otra dimensión, que prioriza la acción y donde el ser de la palabra pasa por los horizontes del deber ser de la política y sus contenidos pragmáticos. El gran dilema de los intelectuales abre sus fauces, expresada en la eterna contradicción entre individuo y sociedad, entre artista y Revolución. En este trabajo apuntamos hacia ese dilema, dilema ético y político sobre todo, del sector intelectual en Cuba, en un contexto que se mueve entre 1959 y 1961, el año de las reuniones de la Biblioteca Nacional y la celebración del I Congreso de Escritores y artistas, momentos claves para comprender el diseño y decursar de la política cultural en el país.

Desde el inicio las interrogantes se multiplicaban: ¿Cómo entender la cultura en una sociedad que entraba a una vía de construcción socialista hasta entonces inédita? ¿Cómo penetrar en el universo cultural cubano siendo sus defensores y a la vez los detractores de muchas visiones, códigos, mitos de nuestra cultura merecedores de olvido y repudio? ¿Cómo defender la cultura nacional sin cerrarse al mundo, sin negar la diversidad, sin rechazar lo foráneo que también puede llegar a enriquecernos? Porque el problema de la cultura, en un proyecto como el de la Revolución cubana, asumido como proyecto de liberación desde el Tercer Mundo, privilegia lógicamente los cambios culturales y políticos, que no pueden esperar al desarrollo objetivo y por supuesto también necesario de sus fuerzas productivas.

En la vía al socialismo no puede desestimarse la necesidad de encontrar los métodos, sistemas de estímulos, instituciones y demás mecanismos adecuados al sector de las actividades intelectuales, precisamente “porque el campo específico de la función del intelectual es el campo de la lucha ideológica” (Barral, 1968:4). El intelectual produce elementos que se integran como cimientos en el campo subjetivo de la sociedad: valores, ideas, comportamientos, costumbres, ciencia. Pero no hay que olvidar que este campo ideológico es también un campo de lucha de clases, campo indispensable en el logro del triunfo revolucionario. En esta lucha siempre existirán individuos que intentarán frenar las nuevas transformaciones, por diferentes razones, y habrá que encontrar las formas de lucha idóneas en cada momento para neutralizar cualquier posición individualista y reaccionaria.

La cuestión aquí sería encontrar el límite y el equilibrio entre el interés del artista y el interés del proyecto revolucionario, la fórmula a través de la cual el interés individual se refrenda en el proyecto colectivo y viceversa. Está claro que las fórmulas tienen que ser inventadas y reinventadas constantemente, que no pueden alejarse de las circunstancias y las necesidades de cada contexto histórico. Pero ¿cómo encontrar este equilibrio, esta confluencia de heterogeneidades, en un contexto en que aún los caminos no estaban del todo delineados y donde decenas de senderos se bifurcaban en el trayecto? ¿Cómo asumir una postura coherente con el interés del individuo/artista y el interés del individuo/revolucionario?

No debe desestimarse, en este entramado de conflictos del mundo ideológico vinculado al sector intelectual y artístico, la forma en que desde el año 1959 se trabajó con el sector de la cultura, no siempre dirigido por intelectuales o artistas propiamente. El Gobierno revolucionario compulsó a la dirección de las instituciones culturales a muchos revolucionarios, aún y cuando no eran propiamente del sector. Así lo reconoce Alfredo Guevara cuando dice que más que intelectuales eran animadores culturales y no protagonistas de la creación, eran más políticos que intelectuales. “Al triunfo de la Revolución éramos guerrilleros, simplemente.” (Estupiñán, 2009:14).

Pero la Revolución, con un proyecto que había conmovido y trastocado tan profundamente las ideas y los sentimientos de todos los cubanos, ahora exigía elaboraciones intelectuales más revolucionarias, porque ya no dependía de lo que en el fondo es decisivo en el capitalismo: la reproducción de tipo capitalista de las relaciones, sino de una intencionalidad creadora de relaciones, de una visión cultural que sostuviera las relaciones sociales y las transformara cualitativamente diferentes al sistema anterior. De manera que la necesidad y el carácter del proceso exigía un pensamiento reflexivo y una radicalización hacia cambios que se acercaran a los ideales más subversivos de la historia de Cuba, vinculados a la búsqueda de una sociedad más justa, más digna, antimperialista y humana. La política se imponía inevitablemente en el entorno, y exigía de definiciones en al campo de la cultura.

Si tenemos en cuenta los logros alcanzados en el campo de la cultura nacional en Cuba, la relación entre política y cultura podría parecer una mezcla sencilla, sin embargo no lo es. Como afirmara el escritor, poeta, dramaturgo y ensayista cubano Antón Arrufat al recibir el Premio Nacional de Literatura 2000, en cualquier momento de la historia “la relación inevitable del artista con el Estado o el Poder no ha sido fácil ni placentera (…)” (Arrufat, 2001: 3).

Las pautas de la política cultural de la Revolución en defensa de ese ideal social que ya desbordaba los límites de la sociedad cubana para extenderse a toda América Latina y el Tercer Mundo quedaron recogidas en “Palabras a los intelectuales”. En un ambiente de muchas tensiones y controversias, se reunieron con Fidel Castro en la Biblioteca Nacional las figuras más representativas de la intelectualidad cubana, artistas y escritores discutieron sus puntos de vista sobre distintos aspectos de la vida cultural y sus posibilidades de creación.[1]

En este contexto, la inconsistencia política del intelectual ante un cambio radical de la sociedad, interpretada como ambivalencia y miedo por muchas de las figuras de la dirigencia revolucionaria, fue vista por algunos como algo inevitable en este sector, por lo que se ha dado en llamar el “pecado original de los intelectuales”. Fidel fue en este sentido muy cuidadoso, para no herir más aún las susceptibilidades “el campo de la duda queda para los escritores y artistas que sin ser contrarrevolucionarios no se sienten tampoco revolucionarios” (Castro, 1960:8). Consideró que no se debía renunciar al convencimiento de todos aquellos que albergaran alguna duda, que estuviesen confundidos o no comprendieran bien el alcance del proceso.

La visión de que dentro de la Revolución estarían todos aquellos intelectuales que estaban de acuerdo con sus posiciones económicas y sociales a pesar de no coincidir exactamente con sus posiciones filosóficas e ideológicas fue un momento de distensión que tranquilizó a muchos intelectuales preocupados por el curso radical de la Revolución. Fidel consideró a este sector de la intelectualidad cubana un reto para el proceso, en tanto debía prestársele una mayor atención, que permitiera un mayor acercamiento, pero en el sentido de ganarlos, no para discriminarlos. Y en eso estaría la grandeza de la obra revolucionaria, que solo renunciaría a quienes fueran activamente contrarios a la Revolución.

Así pues, habría que conformar una política para esa parte de los intelectuales y escritores que no coincidían con todas las proyecciones de la Revolución, o no entendían algunas de sus medidas, pero que nunca se enfrentarían a ella para destruirla o hacerle un daño irreversible. Esos intelectuales debían encontrar su lugar, un campo donde trabajar y crear, donde su espíritu creador tuviera oportunidad y libertad para expresarse. Pero siempre dentro de la Revolución, porque la Revolución también tenía el derecho de defenderse, de ser y de existir, “por cuanto la Revolución significa los intereses de la Nación entera, – define Fidel- nadie puede alegar con razón un derecho contra ella” (Castro, 1960:8). Que no se convirtiera este mensaje en frase manida o discurso vacío, he ahí el gran reto, no siempre bien encauzado y respondido por quienes han tenido en sus manos los resortes de la política cultural en Cuba.

El dilema entre la política y la creación artística.

No hubo tema más debatido en estos años de diseño de la política cultural que no fuera el relacionado con la libertad de creación artística. El tema ya había surgido en las conversaciones de Fidel con Sartre y que Lisandro Otero recogió en el libro Conversaciones en la Laguna. El propio Fidel declaró que también esta cuestión le había sido planteada por el escritor norteamericano Wright Mills, de forma que ya había tenido la oportunidad de ir esclareciendo la posición del gobierno revolucionario.

Muchas de las más interesantes interrogantes se dieron precisamente vinculadas a la dicotomía que surge luego de estas reuniones de la Biblioteca Nacional a partir del problema de la creación artística en la revolución: ¿Cómo mantener el espíritu de la creación artística en los cauces que marcaban las palabras de Fidel? ¿Cómo ser consecuentes con la línea: “Dentro de la Revolución todo; contra la Revolución ningún derecho”, sin dejar de ser creativos y originales? ¿Quién trazaba la línea divisoria entre el “dentro” y el “contra”? ¿Cómo impedir que en nombre de la “defensa” de la Revolución se escondieran posiciones oportunistas y se cometieran excesos de todo tipo? ¿Cómo neutralizar a la mediocridad que lleva al dogmatismo por no poder interpretar y actuar en la dialéctica que tiene que imprimirse al proyecto socialista? ¿Cómo observar la necesaria e inevitable correlación política/cultura sin que la cultura se convierta en lo que señalaba Fernando Martínez: en “frente” que se atiende “políticamente”? (Martínez, 2009:33)

No era nueva la idea de que dentro de una revolución de carácter socialista habría de llevarse a efecto un cambio en la conciencia de los hombres que construirían la nueva sociedad, y ese cambio tenía mucho que ver con el surgimiento de una nueva cultura y la eliminación paulatina de los rasgos propios de la ideología burguesa. Fidel enfatiza entonces en la necesidad de que se produjera una revolución cultural dentro del proceso de revolución económica y social que vivía la sociedad cubana.

Ya en los momentos en que se desarrollan las reuniones de la Biblioteca Nacional se habían producido mejoras en las condiciones de vida y trabajo de muchos artistas, había comenzado la construcción de Casas de Cultura, el impulso a las instituciones culturales, había comenzado la inmensa obra educacional. Se mostraban garantías, y muchas de ellas se aseguraban como proyección futura, por eso se insiste en que era imposible que la Revolución fuera a liquidar las condiciones que ya había traído consigo.

Las instituciones culturales habían pasado una etapa difícil, entre la usual carencia de recursos y abandono y la cooptación de funcionarios y voceros. A pesar de que Cuba poseía una riquísima historia de la literatura y las artes, ellas eran sobre todo asunto individual y de pequeños grupos, que sobrevivían con duros esfuerzos, compartían esas tareas con el periodismo y con trabajos muy ajenos para ganarse la vida, o conseguían papeles y encargos en radio, y televisión.

Ambrosio Fornet reconoce que los artistas cubanos se habían formado en una fecunda contradicción, con la clara conciencia de que su tradición era la vanguardia. “De ahí que, -dice- mientras los economistas hablaban de la necesidad de salir definitivamente del subdesarrollo, nosotros habláramos de instalarnos definitivamente en la modernidad. Rechazábamos el latifundio, el racismo y el realismo socialista, -para poner tres ejemplos muy disímiles entre si- por la misma razón: todos eran signos de atraso. La Revolución se nos aparecía como el medio más rápido y seguro de lograr nuestro objetivo no solo en el campo de la cultura, sino en todos los aspectos de la vida social” (Fornet, 2009a:6).

Por otra parte, Fornet también enfatiza en que las transformaciones radicales de la vida social, y con ellas la aparición de un público masivo, eran factores que no podían dejar de influir en la obra de los “productores” culturales. Ahora los intelectuales y artistas podrían crear con total autonomía, gracias al apoyo de instituciones autónomas y a la subvención estatal, que los libraba de las “servidumbres del mercado”. Abordar con tanta nitidez las ventajas que para los propios artistas traía el proceso revolucionario, aclaró a muchos que, incluso siendo beneficiados en el orden de la seguridad social y las condiciones idóneas para la creación, se dejaban llevar por la confusión ideológica del momento y los prejuicios hacia un orden que a todas luces imponía mayor radicalización.

Es cierto que en los predios de algunas instituciones culturales, incluso creadas por la Revolución, como fueron por el ICAIC y el magazine Lunes de Revolución, ya se habían producido fuertes encontronazos, (tal es el caso de la intensa discusión surgida a partir de la negativa del ICAIC de exhibir el documental PM), pero también es verdad que hoy se conocen más a fondo las razones, que llevan a desestimar una sobrevaloración de esta cuestión para la etapa. Un criterio de Garrandés subraya esta idea: “las polémicas son buenos termómetros para medir la temperatura intelectual de una época pero no son su verdad” (Garrandés, 2008:286).

Tampoco se pueden obviar los cuestionamientos temerosos de intelectuales como Virgilio Piñera, sobre los límites que se estaban imponiendo a la creación intelectual en la Revolución. Otras figuras prestigiosas, como fue el caso de Guillermo Cabrera Infante, llegaron a prever la posible existencia de un “estalinismo cubano” (Otero, 1984:108).

Fuera del contexto histórico en que se desarrollaban estas discusiones resultaría imposible comprender los límites que comenzaban a imponerse en la esfera del arte y la literatura. Pero si tenemos en cuenta el condicionamiento político de las mismas, remarcadas por las palabras de Fidel, visualizaríamos la razón fundamental que llevó a posiciones concebidas por algunos como “de censura cultural”: la preocupación esencial en esos momentos era la Revolución misma, amenazada de muerte por sus enemigos externos e internos. Esta visión política del momento se impuso y colocó frente a los intelectuales cubanos el dilema desprovisto de toda máscara.

Fidel conduce a la siguiente reflexión: “¿Cuál debe ser hoy la primera preocupación de todo ciudadano? ¿La preocupación de que la Revolución vaya a desbordar sus medidas, de que la Revolución vaya a asfixiar el arte, de que la revolución vaya a asfixiar el genio creador de nuestros ciudadanos, o la preocupación de todos no ha de ser la Revolución misma? Porque lo primero es eso: lo primero es la Revolución misma y después, entonces, preocuparnos por las demás cuestiones. Esto no quiere decir que las demás cuestiones no deban preocuparnos, pero que en el ánimo nuestro, tal y como es al menos el nuestro, nuestra preocupación fundamental ha de ser hoy la Revolución” (Castro, 1960:7).

Esta posición permeó las posturas de las más importantes instituciones culturales surgidas al calor del proceso revolucionario, incluso alrededor de otros muchos elementos en discusión, como fueron el derecho de definir qué significaba la Revolución y a quién correspondía la libertad de opinar sobre ella o juzgarla. Pero sobre todo esta línea del pensamiento de Fidel en “Palabras a los intelectuales” mostró una necesidad latente, característica del proceso de defensa de la Revolución: la unidad de todas las fuerzas para consolidarla. Y es que, tal y como sugiere Julio César Guanche, en el fondo de toda esta batalla lo que está en cuestión es el rumbo de la Revolución y la calidad del socialismo que habría de construirse en Cuba.

Años más tarde, Alfredo Guevara reflexiona sobre todo este proceso y considera que no fue la simple prohibición de un filme lo que significó la prohibición de PM, sino la implantación una política de principios de defensa de la Revolución en unos días en que ya se esperaba un ataque armado y por todas partes se emplazaban ametralladoras y anti aéreas. “Prohibir es prohibir; y prohibimos (…) Lo que no estábamos dispuestos, y era un derecho, era a ser cómplices de su exhibición en medio de la movilización revolucionaria” (Guevara, 1998:89). Sin embargo, Alfredo reconoció que quizás en años posteriores hubiera permitido que el film siguiera su curso, porque aunque las condiciones nunca han sido del todo favorables para el proceso revolucionario cubano, el enfrentamiento sería de otro tipo.

Por otra parte, si de reconocer el papel jugado por la política en todo este dilema de los intelectuales se trata, hay que observar la forma en que ésta pugnaba todo el tiempo por salir disfrazada de “criterios estéticos”. Cuando profundizamos en las disímiles polémicas artísticas que desde los primeros años comenzaron a suscitarse, nos percatamos que no eran más que la legitimación cultural de posiciones políticas, inscribiéndose en un debate que no era solo estético, ni académico, ni literario ni cinematográfico. Era un debate profundamente político, donde los intereses de clases acechaban, donde el ideal pequeño burgués se asomaba temeroso.

Pero todas las posiciones, tanto las más ortodoxas como las más contestatarias y herejes, discutían abiertamente, y le imprimían un carácter auténticamente atractivo a estos años. Problemáticas de carácter estético, novedosas o universales, en las condiciones nuevas del socialismo en Cuba, provocaron acaloradas discusiones teóricas y no menos “ataques” teóricos individuales, confrontaciones que vieron la luz en las publicaciones periódicas que propició el movimiento del pensamiento estético desde diversas formaciones ideo estéticas (Pogolotti, 2006:vii).

Estas polémicas continuaron desarrollándose entre Mirta Aguirre y Jorge Fraga (sobre la literatura y el arte, en la que también interviene el poeta Rafael Alcides con sus tesis sobre la literatura y el arte revolucionarios); entre Jesús Díaz, Ana María Simo de ediciones “El Puente” y el poeta Jesús Orta Ruiz, (Indio Naborí). Fueron todas ellas polémicas que provocan el estímulo a continuar los exámenes acerca de los principales temas estéticos a debate con el propósito de establecer su continuidad en el proceso de creación revolucionaria.

Pero nada es sencillo en este análisis, porque en un contexto tan complejo, estaban los intelectuales y artistas, con todos sus miedos, asustados con esa revolución que desbordaba sus intereses y sus propias necesidades. Tal y como corresponde a las relaciones sociales, ningún análisis puede ser “en blanco y negro”, de manera tal que el veredicto que solía darse: -«ese no está claro, tiene problemas ideológicos», comenzó a difundirse de una manera peligrosamente subjetiva, cuando en muchos casos lo que ocurría era que personas con  suficiente autoestima y responsabilidad social e ideológica como para negarse a aceptar medidas que luego fueron reconocidas como desafortunadas, expresaban su inconformidad o señalaban desaciertos políticos.

No siempre se tuvieron en cuenta los proyectos personales de los diferentes actores sociales de la etapa estudiada, protagonistas de la oleada revolucionaria, y en el deseo de satisfacer las demandas y sueños colectivos se subestimó al individuo y a su universo de intereses. La reducción del yo en el «nosotros» constituyó un problema muy evidente en aquellos años, porque no se supo encontrar la justa medida entre los intereses sociales y los individuales. Ese ha sido un problema muy generalizado en las sociedades del llamado “socialismo real”: el individuo, con sus intereses y sus necesidades se pierde en el entramado social, provocando exclusiones y rechazos injustificados. 

Entre 1959 y 1961 la Revolución victoriosa solo daba sus primeros pasos y ya se observaban asombrosos resultados, pero no todos los que se esperaban, dadas las expectativas existentes en un pueblo que era dueño de una hermosa tradición de lucha y resistencia. Hay que insistir en el hecho de que no siempre los que tuvieron la misión de dirigir los espacios abandonados por los antiguos dueños o los nuevos espacios creados por la Revolución en el poder tenían la preparación y la formación adecuadas. Las buenas intenciones de defender el proceso revolucionario se empañaban con frecuencia por el dogmatismo, el totalitarismo y la mediocridad de los propios actores sociales. Proliferaron posiciones extremistas entre aquellos que no llegaban a entender dialécticamente la construcción de un sistema tan complejo como el socialismo, que puede producir rápidamente profundos cambios económicos, sociales y políticos, pero que no siempre llevan aparejados, con esa misma rapidez, los cambios de la conciencia social de las grandes masas.

Por otra parte, hay que considerar que las políticas realmente en curso fueron transformando los roles de los sujetos sociales y que en esos nuevos roles iba implicada una ruptura con la ideología dominante y una inclinación espontánea hacia una ideología más radical, más revolucionaria, más socializante. Es por esto que, al decir de Juan Valdés Paz, “el proceso de transformación acelerada de la sociedad preparó más que el discurso,…porque el discurso ideológico estaba bastante centrado en la política en ese momento y era bastante incluyente, mientras que los procesos reales eran bastante diferenciadores y excluyentes” (González, 2012b:76)

Todo lo que no fuera “claramente revolucionario” era excluido, y la claridad revolucionaria, desde el punto de vista político, ideológico y moral, era interpretada de una manera muy conflictual. Se abogaba por la unidad revolucionaria y contra el sectarismo, pero más tarde cualquier postura intermedia llegó a ser considerada una debilidad, porque se corría el riesgo de estar con el enemigo o de estar con el “políticamente incorrecto”.

En un proceso donde confluyen tantos rebeldes e inconformes, son inevitables las contradicciones. Es saludable tratar que estas diferencias puedan expresarse, ventilarse, en un ambiente de debate, y que la unidad que resulta indispensable para la defensa de los objetivos del proceso se construya sobre el consenso generado a partir de la discusión abierta entre distintas posiciones revolucionarias. Pero comenzó a proliferar, con el pretexto de no dar espacio al enemigo, una unidad construida verticalmente, sobre la base de la obediencia y la disciplina sin cuestionamientos ante directivas de organismos superiores. Ese espíritu fue caldo de cultivo para muchos de los errores cometidos en la implementación de la política cultural, entre los que se destaca, a la luz del debate que nos ocupa, el desprecio y el miedo por la diversidad, situación que aún se confronta increíblemente, en algunos de los espacios nacionales. Hay quienes todavía no logran comprender que la inclusión de todos y todas en un proyecto social, aún y colmando de sentido político la lucha por la diversidad, no tiene por qué conducir a la fragmentación y al individualismo, sino todo lo contrario, debe llevar a una mayor unidad y al colorido rostro de un socialismo más humano, que desarticule todas las formas de discriminación y promueva la más intensa participación popular en todos los procesos sociales.

Por otra parte habría que considerar también el criterio acerca de las insuficiencias de las concepciones del mundo y de la vida que habían regido frente a las prácticas, urgencias y exigencias de la Revolución, que provocaron en ocasiones actitudes negativas y simulaciones, movidas por los valores y hábitos de la sociedad anterior, y en alguna medida también por el escaso desarrollo de la nueva sociedad. Que había que lograr justicia social, igualdad, educación y salud, seguridad social y solidaridad humana era cuestiones del consenso de todos, lo que no estaba claro y totalmente definido era cómo lograrlo…..y era lógico, porque generalmente, esas respuestas están en el camino, no en el fin. Todos hablaban del socialismo, pero había notables diferencias acerca de cómo concebirlo y cómo entender, sin extremismos, la transición hacia él.

Los numerosos sucesos que se desatan en los primeros años del triunfo del 59 comienzan a mostrar la necesidad imperiosa de que la Revolución abrazara a todos sus hijos en su proyecto social.  Pero entonces aparece la otra gran dicotomía: ¿Cómo hacer coincidir a todos en la unidad que se propugnaba si los hijos eran de diversas ideologías, diversas religiones, diversas preferencias sexuales?

Con todos sus aciertos, errores e insuficiencias, los intelectuales cubanos entraron a la historia de los sesenta en Cuba con una impronta marcada por el período de los tres años fundadores. Reconocieron natural que entre los revolucionarios cubanos se presentaran diferencias y divergencias en cuanto a los caminos del socialismo y al marxismo, entre otras cosas porque existió un denominador común que guió las conciencias y las voluntades de los que mantuvieron las ideas y posiciones más disímiles: la defensa de la Revolución cubana, con su justicia socialista y su carácter de liberación nacional. Ese denominador común mantiene su impronta, aún y cuando más profundamente contradictorio se vuelva su entorno y su propio espíritu, aún y cuando no se supere del todo el “complejo del intelectual” y el desprecio de los algunos funcionarios hacia este sector. Aun así, al decir de Aurelio Alonso: “La intelectualidad cubana es una intelectualidad con porcientos de asimilación de su propio papel, de lo que le toca, de lo que puede jugar,  de lo que vale la pena ser  jugado más allá del vivir mejor. Yo creo que es importante lo que se ha logrado ante todo.  (…) Yo creo que en nuestra intelectualidad hay quien rechaza esto de manera brutal y te dicen «quédate ahí con lo que tú tienes que yo me voy, yo me monto en el avión y me quedo en la próxima»,  pero la mayoría no tiene esa actitud, la mayoría te dice: «yo sigo aquí porque esta cosa es tan mía como tuya»  y vamos a ver, porque en definitiva de aquí a cien años Portocarrero sigue siendo Portocarrero y el 90 por ciento de los ministros que han pasado por este país en un Ministerio nadie se acuerda de ellos, a lo mejor ni los nietos. Porque esa es la historia de la sociedad y sus intelectuales” (González, 2012a:15).

Bibliografía

Arrufat, Antón 2001 Un Examen de Medianoche (Matanzas, Ediciones Vigía)

Barral, Fernando “Actitud del intelectual revolucionario” en Revolución y Cultura. (La Habana) No.9, 30 de abril de 1968. p. 4

Estupiñán, Leandro 2009 “El peor enemigo de la Revolución es la ignorancia”. Entrevista a Alfredo Guevara. En: «http://www.revistacaliban.cu/entrevista.php?numero=5» acceso 2 de julio 2010

Castro, Fidel 1961 “Palabras a los intelectuales” (La Habana, Ediciones del Consejo Nacional de Cultura) p.21

Fornet, Ambrosio 2009ª. “La Década prodigiosa” en Narrar la Nación (La Habana, Editorial Letras Cubanas) p.358

Garrandés, Alberto 2008ª.  El concierto de las fábulas (La Habana, Editorial Letras Cubanas)

González Aróstegui, Mely 2012a Entrevista a Aurelio Alonso Material inédito en Cuba: Cultura e ideología. Dilemas y controversias entre el 59 y el 61. ISBN 978-959-250-734-0, Santa Clara, Biblioteca de la Universidad Central de las Villas.

González Aróstegui, Mely 2012b. Entrevista realizada a Juan Valdés Paz en Cuba: Cultura e ideología. Dilemas y controversias entre el 59 y el 61. ISBN 978-959-250-734-0, Santa Clara, Biblioteca de la Universidad Central de las Villas.

Guevara, Alfredo 1998ª.  Revolución es lucidez, (La Habana, Ediciones ICAIC)

Guanche, Julio César 2006 “El camino de las definiciones. Los intelectuales y la política en Cuba. 1959-1961” en Temas (La Habana) no. 45, mayo 2006, p.106

Martínez Heredia, Fernando 2009b “El mundo ideológico cubano de 1959 a marzo de 1960” en Andando en la historia. (La Habana, Ruth Casa editorial. Instituto cubano de investigación Cultural Juan Marinello). p.208

Sartre visita a Cuba. Ideología y Revolución. Una entrevista con los escritores cubanos. Huracán sobre el azúcar. 1960. Ediciones revolucionarias. La Habana.

Otero, Lisandro 1984 “Un lunes para Cabrera Infante” en Disidencias y coincidencias en Cuba, (La Habana, Editorial José Martí) p. 108.

Pogolotti, Graziella, 2008 “Los polémicos sesenta” en Polémicas culturales de los 60 (La Habana, Editorial Letras Cubanas)  p.vii  

[1] “Palabras a los intelectuales” fue entonces el documento que recogió, a modo de resumen, las ideas de Fidel sobre todas estas problemáticas, convirtiéndose en uno de los documentos básicos de la política cultural cubana.

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Política cultural

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Provocaciones para una construcción simbólica

Por Fernando Luis Rojas López

Agradezco a la Asociación Hermanos Saíz (AHS) la invitación a este foro. El evento Memoria Nuestra se ha caracterizado por, desde las exposiciones de los propios asociados y jóvenes participantes, convertirse en un escenario de discusión colectiva e intercambio de saberes. Por ello, más que concurrir a este foro en calidad de «especialista» prefiero hacerlo en condición de «facilitador». Para mi alegría comparto este rol con la profesora, investigadora y compañera Mely González de la UCLV.

Dada la amplitud temática que refleja la convocatoria a este foro, me limito a esbozar algunos problemas que considero acompañan el tema y realizar comentarios puntuales.

Primero: ¿Política cultural o Políticas culturales?

Este problema se presenta al menos en dos dimensiones identificables. Una, relacionada con el espacio geo-político e institucional. La incidencia de «problemáticas» internacionales no se limita a sus efectos en materia de economía, comunicación, movimiento internacional de las personas, etc.; todo ello tiene un correlato con la «atención» a las políticas de los organismos internacionales. De hecho, se han incorporado códigos discursivos vinculados a organizaciones del sistema de Naciones Unidas y ello incluye las que se dedican a la cultura. Existe también la que pudiera considerarse centro en las referencias tradicionales a «política cultural de la Revolución», identificada con el ambiente nacional y, específicamente, estatal. Por último, puede encontrarse la propia generación, lectura e implementación que se realiza por organizaciones, instituciones, territorios, etc.

Por tanto, en mi criterio existe una clara diferencia entre lo que se denomina «principios de la política cultural de la Revolución» y «la política cultural» que, en su condición descentrada (internacional, nacional, territorial-organizativa) es diversa.

Otra dimensión tiene que ver con las continuidades y rupturas que se evidencian en este y otros terrenos en los más de sesenta años que han transcurrido desde 1959. Al discutido –cromática y temporalmente– Quinquenio gris acuñado por Ambrosio Fornet, agrego tres ejemplos para ilustrar la complejidad del proceso.

En su libro póstumo Decirlo todo. Políticas culturales (en la Revolución cubana) publicado por la editorial Ojalá en 2017, Guillermo Rodríguez Rivera identifica el par contradictorio política cultural inclusiva y política cultural excluyente, siendo característica esta última del periodo que media entre 1971 y 1976.

Juan Valdés Paz en La evolución del poder en la Revolución cubana –que analiza desde 1959 hasta la actualidad– señala para el periodo 1975 a 1991: «A partir de 1976 la política cultural quedó escindida en una política más abierta para las actividades artístico-literarias y una política regresiva y dogmática para las ciencias sociales y humanísticas, las cuales eran subordinadas a la instauración de una cierta ideología de Partido y de Estado».

Y en 2014 apuntaba Fernando Martínez Heredia en Ciencias sociales cubanas: ¿el reino de todavía?

No repetiré aquí lo que he escrito y dicho acerca del subdesarrollo inducido que sufrieron el pensamiento y las ciencias sociales cubanas a inicios de los años setenta, ni acerca de los rasgos de aquella desgracia (…) en los análisis que hagamos hoy es imprescindible tener en cuenta que se volvieron crónicos, y que en cierta medida se mantienen todavía (…) A menudo los cambios impulsados se han reducido a puestas al día que no brindan mucho más que buena imagen, pero suelen reforzar el colonialismo mental, y también a permisividades conquistadas. Pero hoy tenemos avances muy grandes. Contamos con mayor cantidad que nunca de especialistas calificados, cientos de monografías muy valiosas, centros de investigación y docentes muy experimentados, y un gran número de profesionales con voluntad de actuar como científicos sociales conscientes y enfrentar los desafíos tremendos que están ante nosotros.

Sirvan estos tres ejemplos para mostrar que las dinámicas de continuidad y ruptura, y las lecturas que se hacen sobre ellas, pueden ser bastante heterogéneas. ¿Hablamos entonces de «política cultural» o de «políticas culturales»? ¿Las «desviaciones» de «la política» son o no expresión de políticas nuevas?

Como me he detenido más de lo necesario en este primer problema, me limito a esbozar algunos otros en términos de interrogantes.

Segundo: ¿Cómo asumimos, al hablar de Políticas culturales, los correlatos entre eso que se ha llamado «el contexto» y los «estudios particulares»? ¿Puede hacerse desde perspectivas binarias?

Tercero: ¿Cómo enfrentamos las porosidades y sintonías que tienen las luchas por la hegemonía en los terrenos político, cultural y artístico-literario?

Cuarto: ¿De qué manera valoramos las dinámicas propias y destiempos que se presentan en las pugnas o polémicas en estos terrenos?

Quinto: ¿Cómo particularizamos las gradaciones y diferencias entre procesos que pueden denotar luchas por el poder (en cualquier ámbito), construcción de identidades diferenciadas, pluralidad en la búsqueda del consenso o ejercicio académico de contrastación de resultados?

Sexto: ¿Qué lugar ocupan las ciencias y la educación cuándo de «políticas culturales» se habla?

Séptimo: ¿Cómo se enfocan las dinámicas entre la creación en el llamado «exilio», la migración, la producción internacional y desde el espacio geográfico cubano?

Octavo: ¿Qué expresa el hecho de que, en varios acercamientos a publicaciones que desaparecieron durante estas seis décadas se toma como punto de partida el cierre –que no deja de constituir un asunto central– y se estructura metodológicamente la narrativa sobre la publicación acomodándola solo a su desenlace?

Termino esta provocación, que ojalá llegue a tal, con un comentario.

Hace casi un año, durante el Congreso de la UNEAC, el actual presidente cubano Miguel Díaz-Canel manifestó:

(…) siempre me ha preocupado que de aquellas palabras [Palabras a los intelectuales] se extraigan un par de frases y se enarbolen como consigna. Nuestro deber es leerlo conscientes de que, siendo un documento para todos los tiempos, por los principios que establece para la política cultural, también exige una interpretación contextualizada (…) sería contradictorio con la originalidad y fuerza de ese texto, pretender que norme de forma única e inamovible la política cultural de la Revolución. Eso sería cortarle las alas a su vuelo fundador y a su espíritu de convocatoria».

No constituye un dato menor, si asumimos que la intervención de 1961 ha tenido un lugar central en los acercamientos a la historia intelectual cubana del último medio siglo, y un carácter regulador –al menos discursivamente– en buena parte de la política y práctica gubernamental hacia los artistas y escritores.


«Las revistas académicas le han dado el golpe de gracia al ensayo»

Creció en Cabaiguán, entre los libros de sus padres y la finca del abuelo, donde le fascinaba montar a caballo. En el preuniversitario comenzó a leer en serio; allí se inscribió con un amigo en un programa de investigación. Aunque «el incentivo verdadero era tener autorización para salir de la escuela», se plantaron en la biblioteca provincial de Sancti Spíritus y como resultado obtuvieron el primer lugar en un evento científico del IPVC. «Esa fue mi primera rudimentaria investigación», recuerda Hamlet Fernández Díaz, con quien converso para conocer detalles sobre su libro inédito La acera del sol… Impactos de la política cultural socialista en el arte cubano (1961-1981), que mereció el Premio de Ensayo Alejo Carpentier (2019).

¿Cuál fue la génesis del libro?

No lo hubiera escrito si Desiderio Navarro no me hubiera pedido un ensayo sobre el quinquenio gris en las artes visuales. Me encontraba en el proceso de defensa de mi tesis de doctorado. Se lo hice saber, pero él insistió. El ensayo, que debió haber sido de unas cuarenta o cincuenta páginas, se convirtió en un libro de más de doscientas. Desiderio pudo leer más o menos la mitad. Cuando terminé de escribir y estuve listo para enviarle el manuscrito, justo en esos días, sobrevino su muerte.

El volumen cubre el periodo 1961-1981, el cual incluye el quinquenio gris. ¿No corrías el riesgo de que el peso del ensayo se inclinara hacia esa etapa?

Me di cuenta de que no podía limitar el análisis al periodo 1971-1976, flanqueado en ambos extremos por el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura y por la creación del Ministerio de Cultura, respectivamente. Varios autores, empezando por Desiderio, ya habían cuestionado esa periodización, por ser más que gris y más que un quinquenio.

El pensamiento que se hace dominante en la política cultural en términos de institucionalización oficial a partir de 1971, ni siquiera tiene su origen en la propia Revolución, sino que viene de mucho más atrás, del seno del Partido Socialista Popular. A partir de 1976 ese pensamiento y sus políticas no desaparecen. Necesitaba mirar hacia atrás y hacia adelante, para que ese momento crítico que se enmarca entre 1971 y 1976 pudiera ser comprendido como parte de un proceso mucho más englobante y complejo: la lucha al interior del proceso revolucionario entre varias perspectivas intelectuales y políticas, para imponer un canon desde el cual trazar la política cultural.

En el caso de la plástica, existía el lugar común de que como los artistas que adquieren protagonismo en los años 70 son los de la primera generación formada por el sistema de enseñanza artística creado por la Revolución —que en su mayoría hicieron en ese momento un arte bastante tradicional, figurativo, complaciente con los temas sociales, comprometidos con el proceso—, entonces el efecto del quinquenio gris en las artes visuales nunca se percibió tan dramático como en el caso del teatro, la narrativa, la poesía, las ciencias sociales, etc. Da la impresión de haber sido la manifestación más alineada con la política oficial. 

El problema consiste en que las víctimas, en la plástica, habían quedado atrás, en los años 60. El primer género artístico fuertemente cuestionado desde el inicio de la Revolución fue la abstracción. La primera discusión estética permeada por lo político-ideológico que acontece en la Revolución, pero que venía de atrás, tuvo como objeto una manifestación visual: el arte abstracto.

En la medida en que avanzaron los 60, los artistas más significativos, los que desarrollaron el lenguaje más singular y revolucionario en términos estéticos, fueron incomprendidos, marginados y excluidos. Cuando se aprueba la nefasta Declaración del Congreso de Educación y Cultura, ya esos artistas estaban fuera de circulación. En los casos más dramáticos habían dejado de crear; abandonaron su oficio más visceral, sobre todo porque tuvieron la grandeza moral de sacrificar su talento y su obra en pos del ideal, de la utopía revolucionaria, y se hicieron a un lado ante la incomprensión y la hostilidad de algunos que ostentaron poder para vetar.        

Por eso, para que la historia estuviera completa, había que comenzar desde el origen mismo de las polémicas, para así hacer emerger las contradicciones, las relaciones de poder que subyacen en los procesos culturales, los aspectos progresistas y los retardatarios, que se expresan en un experimento social tan singular como el cubano. Por supuesto, para la plástica los conflictos no desaparecieron a partir de 1981, pero sí se comienza a configurar un contexto diferente, de otra complejidad, que ha sido hasta el momento bastante bien estudiado por la crítica y la historiografía.

¿En Cuba hay suficientes ensayistas jóvenes dedicados a las artes visuales?

Hay suficientes jóvenes muy bien formados para dedicarse al ensayo, pero existen problemas que no favorecen que se desarrollen. El primero es el medio editorial. Resulta difícil publicar un ensayo con una extensión que exceda los estándares de las revistas culturales del país. Por ejemplo, Artecubano y Cine Cubano tienen una sección de ensayo, sin embargo, un texto de apenas 20 cuartillas no es publicable en ellas porque excede sus normas; uno termina escribiendo textos más breves, con menos fondo investigativo, con menos referencial teórico, menos densos.

Por otra parte, tenemos pocas revistas académicas y su fuerte es el artículo, que exige rigor investigativo y teórico; manejar bibliografía abundante y actualizada; profundidad en el análisis… Por ello, es mucho más rígido que el ensayo, no deja mucho espacio para la creatividad, la experimentación, el uso estético del lenguaje, la especulación arriesgada. Creo que se trata de un fenómeno global: el ensayo agoniza. Las revistas académicas le han dado el golpe de gracia al ensayo como género.


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