Apuntes de un lector de brújulas

Todo libro es un viaje sin retorno. Todo lector un posible viajero. Hay ciertas páginas donde, inevitablemente, debemos hacer una escala, respirar profundo, releer el viento, el fuego, incluso el humo, para luego partir de nuevo hacia otros puntos cardinales, hacia otra línea de tiempo, o a la deriva, sin dirección, sin dilación, sin comentarios, con el polvo del camino a cuestas, el polvo como heterónimo, como alter ego. Todos tenemos vocación para errar hasta que se pruebe lo contrario. Todos somos el gitano del espejo. En Brújulas (Ediciones La Luz, 2018), de Elizabeth Reinosa Aliaga, hay mapas para perderse o reencontrarse, y parpadean demasiados haces de luz a lo lejos, desde cerca o desde siempre.

La conocí, si mal no recuerdo, en octubre del 2013, en la Peña de Luis y Péglez, el nunca suficientemente ponderado Padre Nuestro de Ala Décima, en la ahora fragmentada biblioteca Tina Modotti, en Alamar. Elizabeth y yo coincidimos porque íbamos a recoger sendos premios colaterales del concurso Toda Luz y toda mía. Nos lo habían enviado desde Sancti Spíritus. Desde las primeras palabras o miradas de Elizabeth, supe que hay muchos modos de ser letal, que en mi generación hay poesía de elevadísimo vuelo. Desde entonces la leo y estudio su orfebrería, su entramado, su abanico multicolor de imágenes.

Cinco libros e innumerables premios después hay otras interrogantes en su obra, así como novedosas cadencias. He redescubierto matices y confirmado que todo buen volumen de poesía es un peligro. Nadie calcula la dimensión del peligro que entraña la voz de la poeta de Brújulas.

Hay muchas barcas para orillarse en la arena de este libro-isla; o muchas puertas, algunas desvencijadas, para divisar, a través de las ventanas, imposibles horizontes y gaviotas. Abierto al azar, cualquier página revela un silencio consonante, un desaliento octosílabo, una rabia absolutamente decimal. Duele leer, por ejemplo: Te obsequian la anatomía/ y te incorporan cianuro. / Te ofrecen un prematuro/ espacio bajo la tierra. /Sonríes, pero te aterra: /la bala /tu cuerpo/ el muro.

Demasiados versos que escrutan y escupen a la cara verdades de sal, dolor en estado salvaje. Demasiadas negaciones tejidas con destreza, soltura, como un rompimiento o un alud. Demasiadas líneas que circundan el epicentro del polvo.

Este libro, golpe a golpe, verso a verso, es una lección de contundencia, un aleph borgeano que multiplica suspiros, guiños de luz dentro de un cuarto oscuro, como semáforos en sepia.

Desde Fugas, esa primera sección plagada de anáforas que enseguida promulgan el fin de un viaje y el inicio de un desvarío, la poeta se pliega y despliega en escalonados cuestionamientos y amonestaciones líricas. Fluimos, heraclitianamente, durante un poema-río. El lector es, en definitiva, esa segunda persona que padece el enjuiciamiento que la poeta impone.

En Brújulas, la segunda sección, Elizabeth (también a través de un poema-décima, segmentado a su vez por cinco partes), complejiza sus reflexiones, pone en jaque los anhelos, marca pautas más heladas, más filosóficas, destruye mitos, reconoce negaciones, es consciente de su finitud, nos recuerda la mortalidad y la fragilidad. Por momentos tiene un tono de sentencia martiana, se pregunta por la utilidad de la virtud, quiere albergar una esperanza de salvación, pero también, como una noria, gira sobre sus preguntas y respuestas, que acaban identificando y redondeando, casi siempre, su estilo, lleno de encabalgamientos y rizomas incontinentes.

De pronto, por primera vez en Inxilio, tercer apartado, se muestran los poemas a la manera convencional, y revela otro de sus secretos: su arte para nombrar las cosas, como diría Eliseo Diego. Aunque páginas después diga que buscamos definiciones y la vida es movimiento. En este caso no hay axiomas, sino retratos, cuadros o incluso viñetas cinematográficas, tajantes trazos, planos secuencias de un abismo interior con naturaleza muerta:

La tierra: emana orfandad

que se reparte en puñados.

La casa: los resignados

ladrillos, la soledad.

El miedo: no es una edad,

es la vida, algún recodo.

La palabra: único modo

de vengarse del destino.

El mar: no es otro camino,

el mar lo resume todo.

 

Altamente recomendables son los poemas Años, Antifaz, exquisita décima endecasílaba que dialoga con Anne Sexton, o Frontera. 

Derrumbe, cuarta parcela del poemario, sorprende por la elegancia de sus rimas, por ser una invitación social, una temeraria declaración de principios, una acción poética contra los totalitarismos o las falsas igualdades, una reivindicación de la belleza desde la intimidad, que es también una de las verdades insobornables que nos resume cada uno de estos textos.

La puerta de salida de este decimario se llama Raíz. Mis palabras solo crecen hacia adentro, confiesa y describe un árbol genealógico, generacional, donde reniega un tanto de la nostalgia y asume, con resignada conciencia, el acto que supone entrar en la sobrevida de la adultez, aunque el tiempo todo lo adultere con una serie de desgarros sucesivos, irreversibles. La niña como la historia da la espalda. / No regresa.  

Bienvenidos a este libro-sistema (no libro-almacén, según advierte Roberto Manzano en el prólogo), a estos nortes que indican destinos mediante versos adversos, a esta cápsula de sueños agridulces, a esta cátedra de mapas mojados por el tiempo a la intemperie, a este templo de crudeza sensorial, a este disciplinado dolor que, gota a gota, dibuja un país dentro de otro país que teme al trópico.

Todo libro es un viaje sin retorno. Un parto de luz. Aunque duela.

 

¿Qué es Brújulas? ¿Gira, gira?

¿Qué es el norte? ¿Una pregunta

casi verdad, pero adjunta

a otra verdad de mentira?

¿Un instrumento que aspira

a una sola dirección?

¿Un horizonte? ¿Perdón?

No. Ya. Abajo los esquemas.

Este libro de poemas

es una resurrección.

 

 

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