El sonido se disipa y si quedan los falsos abalorios, no habremos comprendido nada. Los podcasts precisan necesariamente el sentido directo de las palabras. Liset Prego, editora de Ediciones La Luz, es la voz que incita a la lectura en colaboraciĂłn conjunta desde su proyecto La NarraTKÂ y nuestra casa editora.
El podcast Los hombres del centenario es un trĂptico donde se recogen cuentos de Charles Bukowski, Isaac Asimov y Ray Bradbury. Tienes la facilidad de ir haciendo varias cosas mientras consumes literatura, la rutina se hace más llevadera, sobre todo en tiempos donde la tecnologĂa ha apartado a muchos del placer del olor al libro impreso, he aquĂ otra manera de estar conectados. Prego y su esposo Marjel Morales Gato, quien precisa la ediciĂłn, alojan estos proyectos en la plataforma spreaker.com. En esta ediciĂłn del Celestino de Cuento, nuestro sello insiste porque #ElSonidoEsUnaPuertaSeguraHaciaElCorazĂłn.
Clase, de Charles Bukowski
No estoy muy seguro del lugar. AlgĂşn sitio al Noroeste de California. Hemingway acababa de terminar una novela, habĂa llegado de Europa o de no sĂ© dĂłnde, y ahora estaba en el ring pegándose con un tĂo. HabĂa periodistas, crĂticos, escritores —bueno, toda esa tribu— y tambiĂ©n algunas jĂłvenes damas sentadas entre las filas de butacas. Me sentĂ© en la Ăşltima fila. La mayor parte de la gente no estaba mirando a Hem. Solo hablaban entre sĂ y se reĂan.
El sol estaba alto. Era a primera hora de la tarde. Yo observaba a Ernie. TenĂa atrapado a su hombre, y estaba jugando con Ă©l. Se le cruzaba, bailaba, le daba vueltas, lo mareaba. Entonces lo tumbĂł. La gente mirĂł. Su oponente logrĂł levantarse al contar ocho. Hem se le acercĂł, se parĂł delante de Ă©l, escupiĂł su protector bucal, soltĂł una carcajada, y volteĂł a su oponente de un puñetazo. Era como un asesinato. Ernie se fue hacia su rincĂłn, se sentĂł. InclinĂł la cabeza hacia atrás y alguien vertiĂł agua sobre su boca.
Yo me levanté de mi asiento y bajé caminando despacio por el pasillo central. Llegué al ring, extendà la mano y le di unos golpecitos a Hemingway en el hombro.
—¿Señor Hemingway?
—¿SĂ, ÂżquĂ© pasa?
—Me gustarĂa cruzar los guantes con usted.
—¿Tienes alguna experiencia en boxeo?
—No.
—Vete y vuelve cuando hayas aprendido algo.
—Mire, estoy aquà para romperle el culo.
Ernie se riĂł estrepitosamente. Le dijo al tĂo que estaba en el rincĂłn.
—Ponle al chico unos calzones y unos guantes.
El tĂo saltĂł fuera del ring y yo le seguĂ hasta los vestuarios.
—¿Estás loco, chico? —me preguntó.
—No sé. Creo que no.
—Toma. Pruébate estos calzones.
—Bueno.
—Oh, oh… Son demasiado grandes.
—A la mierda. Están bien.
—Bueno, deja que te vende las manos.
—Nada de vendas.
—¿Nada de vendas?
—Nada de vendas.
—¿Y qué tal un protector para la boca?
—Nada de protectores.
—¿Y vas a pelear en zapatos?
—Voy a pelear en zapatos.
Encendà un puro y salimos afuera. Bajé tranquilamente hacia el ring fumando mi puro. Hemingway volvió a subir al ring y ellos le colocaron los guantes.
No habĂa nadie en mi rincĂłn. Finalmente alguien vino y me puso unos guantes. Nos llamaron al centro del ring para darnos las instrucciones.
—Ahora, cuando caigas a la lona —me dijo el árbitro—, yo…
—No me voy a caer —le dije al árbitro.
Siguieron otras instrucciones.
—Muy bien, volved a vuestros rincones; y cuando suene la campana, salid a pelear. Que gane el mejor. Y —se dirigiĂł hacia mĂ— será mejor que te quites ese puro de la boca.
Cuando sonĂł la campana salĂ al centro del ring con el puro todavĂa en la boca. Me chupĂ© toda una bocanada de humo, y se la echĂ© en la cara a Hemingway. La gente riĂł.
Hem se vino hacia mĂ, me lanzĂł dos ganchos cortos, y fallĂł ambos golpes. Mis pies eran rápidos. Bailaba en un contĂnuo vaivĂ©n, me movĂa, entraba, salĂa, a pequeños saltos, tap tap tap tap tap, cinco veloces golpes de izquierda en la nariz de Papá. DivisĂ© a una chica en la fila frontal de butacas, una cosa muy bonita, me quedĂ© mirándola y entonces Hem me lanzĂł un directo de derecha que me aplastĂł el cigarro en la boca. SentĂ cĂłmo me quemaba los labios y la mejilla, me sacudĂ la ceniza, escupĂ los restos del puro y le peguĂ© un gancho en el estĂłmago a Ernie. Él respondiĂł con un derechazo corto, y me pegĂł con la izquierda en la oreja. EsquivĂł mi derecha y con una fuerte volea me lanzĂł contra las cuerdas. Justo al tiempo de sonar la campana me tumbĂł son un sĂłlido derechazo a la barbilla. Me levantĂ© y me fui hasta mi rincĂłn.
Un tĂo vino con una toalla.
—El señor Hemingway quiere saber si todavĂa deseas seguir otro asalto.
—Dile al señor Hemingway que tuvo suerte. El humo se me metió en los ojos. Un asalto más es todo lo que necesito para finalizar el asunto.
El tĂo con la toalla volviĂł al otro extremo y pude ver a Hemingway riĂ©ndose.
SonĂł la campana y salĂ derecho. EmpecĂ© a atacar, no muy fuerte, pero con buenas combinaciones. Ernie retrocedĂa, fallando sus golpes. Por primera vez pude ver la duda en sus ojos.
ÂżQuiĂ©n es este chico?, estarĂa pensando. Mis golpes eran más rápidos, le peguĂ© más duro. Atacaba con todo mi aliento. Cabeza y cuerpo. Una variedad mixta. Boxeaba como Sugar Ray y pegaba como Dempsey.
LlevĂ© a Hemingway contra las cuerdas. No podĂa caerse. Cada vez que empezaba a caerse, yo lo enderezaba con un nuevo golpe. Era un asesinato. Muerte en la tarde.
Me echĂ© hacia atrás y el señor Hemingway cayĂł hacia adelante, sin sentido y ya frĂo.
DesatĂ© mis guantes con los dientes, me los saquĂ©, y saltĂ© fuera del ring. CaminĂ© hacia mi vestuario; es decir, el vestuario del señor Hemingway, y me di una ducha. BebĂ una botella de cerveza, encendĂ un puro y me sentĂ© en el borde de la mesa de masajes. Entraron a Ernie y lo tendieron en otra mesa. SeguĂa sin sentido. Yo estaba allĂ, sentado, desnudo, observando cĂłmo se preocupaban por Ernie. HabĂa algunas mujeres en la habitaciĂłn, pero no les prestĂ© la menor atenciĂłn. Entonces se me acercĂł un tĂo.
—¿Quién eres? —me preguntó—. ¿Cómo te llamas?
—Henry Chinaski.
—Nunca he oĂdo hablar de ti —dijo.
—Ya oirás.
Toda la gente se acercĂł. A Ernie lo abandonaron. Pobre Ernie. Todo el mundo se puso a mi alrededor. TambiĂ©n las mujeres. Estaba rodeado de ladrillos por todas partes menos por una. SĂ, una verdadera hoguera de clase me estaba mirando de arriba a abajo. ParecĂa una dama de la alta sociedad, rica, educada, de todo —bonito cuerpo, bonita cara, bonitas ropas, todas esas
cosas—. Y clase, verdaderos rayos de clase.
—¿Qué sueles hacer? —preguntó alguien.
—Follar y beber.
—No, no, quiero decir en qué trabajas.
—Soy friegaplatos.
—¿Friegaplatos?
—SĂ.
—¿Tienes alguna afición?
—Bueno, no sé si puede llamarse una afición. Escribo.
—¿Escribes?
—SĂ.
—¿El qué?
—Relatos cortos. Son bastante buenos.
—¿Has publicado algo?
—No.
—¿Por qué?
—No lo he intentado.
—Dónde están tus historias?
—Allá arriba —señalé una vieja maleta de cartón.
—Escucha, soy un crĂtico del New York Times. ÂżTe importa si me llevo tus relatos a casa y los leo? Te los devolverĂ©.
—Por mĂ, de acuerdo, culo sucio, sĂłlo que no sĂ© dĂłnde voy a estar.
La estrella de clase y alta sociedad se acercĂł:
—Él estará conmigo. —Luego me dijo—. Vamos, Henry, vĂstete. Es un viaje largo y tenemos cosas que… hablar.
Empecé a vestirme y entonces Ernie recobró el sentido.
—¿Qué coño pasó?
—Se encontró con un buen tipo, señor Hemingway —le dijo alguien.
Acabé de vestirme y me acerqué a su mesa.
—Eres un buen tipo, Papá. Pero nadie puede vencer a todo el mundo.
Estreché su mano: —No te vueles los sesos.
Me fui con mi estrella de alta sociedad y subimos a un coche amarillo descapotado, de media manzana de largo. Condujo con el acelerador pisado a fondo, tomando las curvas derrapando y chirriando, con el rostro bello e impasible. Eso era clase. Si amaba de igual modo que conducĂa, iba a ser un infierno de noche.
El sitio estaba en lo alto de las colinas, apartado. Un mayordomo abriĂł la puerta.
—George —le dijo—, tómate la noche libre. O, mejor pensado, tómate la semana libre.
Entramos y habĂa un tĂo enorme sentado en una silla, con un vaso de alcohol en la mano.
—Tommy —dijo ella—, desaparece.
Fuimos introduciéndonos por los distintos sectores de la casa.
—¿Quién era ese grandulón?
—Thomas Wolfe —dijo ella—. Un coñazo.
Hizo una parada en la cocina para coger una botella de bourbon y dos vasos.
Entonces dijo:
—Vamos.
La seguĂ hasta el dormitorio.
A la mañana siguiente nos despertĂł el telĂ©fono. Era para mĂ. Ella me alcanzĂł el auricular y yo me incorporĂ© en la cama.
—¿Señor Chinaski?
—¿S�
—Leà sus historias. Estaba tan excitado que no he podido dormir en toda la noche. ¡Es usted seguramente el mayor genio de la década!
—¿SOlo de la década?
—Bueno, tal vez del siglo.
—Eso está mejor.
—Los editores de Harperis y Atlantic están ahora aquà conmigo. Puede que no se lo crea, pero cada uno ha aceptado cinco historias para su futura publicación.
—Me lo creo —dije.
El crĂtico colgĂł. Me tumbĂ©. La estrella y yo hicimos otra vez el amor.
CĂłmo ocurriĂł, de Isaac Asimov
Mi hermano empezĂł a dictar en su mejor estilo oratorio, ese que hace que las tribus se queden aleladas ante sus palabras.
—En el principio —dijo—, exactamente hace quince mil doscientos millones de años, hubo una gran explosiĂłn, y el universo…
Pero yo habĂa dejado de escribir.
—¿Hace quince mil doscientos millones de años? —pregunté, incrédulo.
—Exactamente —dijo—. Estoy inspirado.
—No pongo en duda tu inspiraciĂłn —asegurĂ©. (Era mejor que no lo hiciera. Él es tres años más joven que yo, pero jamás he intentado poner en duda su inspiraciĂłn. Nadie más lo hace tampoco, o de otro modo las cosas se ponen feas)—. Pero, Âżvas a contar la historia de la CreaciĂłn a lo largo de un perĂodo de más de quince mil millones de años?
—Tengo que hacerlo. Ese es el tiempo que llevó. Lo tengo todo aquà dentro —dijo, palmeándose la frente—, y procede de la más alta autoridad.
Para entonces yo habĂa dejado el estilo sobre la mesa.
—¿Sabes cuál es el precio del papiro? —dije.
—¿Qué?
(Puede que esté inspirado, pero he notado con frecuencia que su inspiración no incluye asuntos tan sórdidos como el precio del papiro).
—Supongamos que describes un millĂłn de años de acontecimientos en cada rollo de papiro. Eso significa que vas a tener que llenar quince mil rollos. Tendrás que hablar mucho para llenarlos, y sabes que empiezas a tartamudear al poco rato. Yo tendrĂ© que escribir lo bastante como para llenarlos, y los dedos se me acabarĂan cayendo. Además, aunque podamos comprar todo ese papiro, y tĂş tengas la voz y yo la fuerza suficientes, ÂżquiĂ©n va a copiarlo? Hemos de tener garantizados un centenar de ejemplares antes de poder publicarlo, y en esas condiciones, ÂżcĂłmo vamos a obtener derechos de autor?
Mi hermano pensĂł durante un rato. Luego dijo:
—¿Crees que deberĂamos acortarlo un poco?
—Mucho —puntualicé—, si esperas llegar al gran público.
—¿Qué te parecen cien años?
—¿QuĂ© te parecen seis dĂas?
—No puedes comprimir la CreaciĂłn en solo seis dĂas —dijo, horrorizado.
—Ese es todo el papiro de que dispongo —le aseguré—. Bien, ¿qué dices?
—Oh, está bien —concediĂł, y empezĂł a dictar de nuevo—. En el principio… ÂżDe veras han de ser solo seis dĂas, AarĂłn?
—Seis dĂas, MoisĂ©s —dije firmemente.
El tĂo Einar, de Ray Bradbury
—Llevará sĂłlo un minuto —dijo la dulce mujer del tĂo Einar.
—Me opongo —dijo el tĂo Einar—. Y eso sĂłlo lleva un segundo.
—He trabajado toda la mañana —dijo ella, sosteniéndose la espalda delgada—, ¿y tú no me
ayudarás ahora? El tamborileo anuncia lluvia.
—Pues que llueva —dijo el tĂo Einar con despreocupaciĂłn—. No dejarĂ© que me traspase un
relámpago sólo por airear tus ropas.
—Pero lo haces tan rápido…
—Repito, me opongo.
Las vastas alas alquitranadas del tĂo Einar zumbaban nerviosamente detrás de los hombros
indignados.
La mujer le alcanzĂł una cuerda delgada con cuatro docenas de ropas reciĂ©n lavadas. El tĂo
Einar sostuvo la cuerda entre los dedos, mirándola con profundo desagrado.
—De modo que hemos llegado a esto —murmuró amargamente—. A esto, a esto, a esto.
ParecĂa a punto de derramar unas lágrimas tristes y ácidas.
—Anda, no llores, o las mojarás de nuevo —dijo la mujer—. Salta ahora, paséalas.
—PasĂ©alas. —La voz del tĂo Einar sonaba hueca, terriblemente lastimada.— Pues yo digo: que
truene, ¡que llueva a cántaros!
—No te lo pedirĂa si fuese un dĂa hermoso y soleado —dijo la mujer, razonable—. Todo mi lavado
serĂa inĂştil si no me ayudas. TendrĂ© que colgarlas en la casa…
Esto convenciĂł al tĂo Einar. Sobre todas las cosas odiaba las ropas que cuelgan como banderas
o festones, de modo que un hombre tiene que arrastrarse por el suelo para cruzar un cuarto.
SaltĂł en el aire, y las vastas alas verdes zumbaron.
—¡Sólo hasta la valla de la pradera!
Una sola voltereta, y arriba: las alas mordieron el hermoso aire fresco. Antes que uno pudiese
decir: «el tĂo Einar tiene alas verdes» ya navegaba a baja altura por encima de la granja,
arrastrando las ropas en un largo lazo aleteante detrás de los golpes pesados de las alas.
—¡Ahora!
De vuelta ya del viaje el tĂo Einar trajo flotando las ropas, secas como granos de maĂz, y las
depositĂł en las mantas limpias que la mujer habĂa preparado.
—¡Gracias!
—¡Bah! —gritĂł el tĂo Einar, y volĂł a rumiar sus pensamientos debajo del manzano.
Las hermosas alas sedosas del tĂo Einar le colgaban detrás como las velas verdes de un barco,
y cuando estornudaba o se volvĂa bruscamente le chirriaban o susurraban en los hombros.
Era uno de los pocos de la familia con un talento claramente visible. Todos los primos y
sobrinos y hermanos oscuros vivĂan ocultos en pueblos pequeños del mundo entero, hacĂan
cosas mentales invisibles o cosas con dedos de bruja y dientes blancos, o descendĂan por el
cielo como hojas en llamas, o saltaban en los bosques como lobos plateados por la luna.
VivĂan relativamente a salvo de los seres humanos comunes. No asĂ un hombre con grandes
alas verdes.
No era que odiara sus alas. Lejos de eso. En su juventud habĂa volado siempre de noche,
pues las noches son momentos excepcionales para un hombre alado. La luz del dĂa tiene sus
peligros, siempre los tuvo, siempre los tendrĂa; pero en las noches, ah, en las noches habĂa
navegado sobre islas de nubes y mares de cielo de verano. Sin correr ningĂşn peligro. HabĂa
disfrutado realmente de aquellos vuelos.
Pero ahora no podĂa volar de noche.
De regreso a un alto paso en ciertas montañas de Europa, luego de una reunión de familia en
Mellin Town, Illinois (hace algunos años), habĂa bebido demasiado vino tinto. «Pronto estarĂ©
bien», se habĂa dicho a sĂ mismo, vagamente, mientras volaba bajo las estrellas del alba,
sobre las lomas que se extendĂan más allá de Mellin, y soñaba a la luz de la luna. Y de
pronto…, un crujido en el cielo…
Una torre de alta tensiĂłn.
¡Como un pato en una red! Un tremendo siseo. La chispa azul de un cable le cruzó y
ennegreciĂł la cara. Las alas golpearon hacia adelante parando la electricidad, y el tĂo Einar se
precipitĂł cabeza abajo.
CayĂł en el prado iluminado por la luna al pie de la torre y fue como si alguien hubiese arrojado
desde el cielo una voluminosa guĂa de telĂ©fonos.
A la mañana siguiente, temprano, se incorporó sacudiendo violentamente las alas empapadas
de rocĂo. La Ăşnica luz era una dĂ©bil franja de alba extendida a lo largo del este. Pronto esa
franja se colorarĂa y todos los vuelos quedarĂan restringidos. No habĂa otra soluciĂłn que
refugiarse en el bosque y esperar escondido en los matorrales a que otra noche ocultara los
movimientos celestes de las alas.
AsĂ conociĂł el tĂo Einar a la que serĂa su mujer.
Durante el dĂa, un primero de noviembre excepcionalmente cálido en las tierras de Illinois, la
joven Brunilla Wexley salió a ordeñar una vaca perdida; llevaba en la mano un cubo plateado
mientras se deslizaba entre los matorrales y le rogaba inteligentemente a la vaca invisible
que por favor volviera a la casa o la leche le reventarĂa las entrañas. El hecho casi seguro de
que la vaca volverĂa sola cuando las ubres necesitaran realmente atenciĂłn no preocupaba a
Brunilla Wexley. Era una buena excusa para pasear por el bosque, soplar flores de cardo y
morder hojas; todo lo que estaba haciendo Brunilla cuando tropezĂł con el tĂo Einar.
Dormido junto a un arbusto, parecĂa un hombre debajo de un alero verde.
—Oh —dijo Brunilla, entusiasmada—. Un hombre. En una tienda de campaña.
El tĂo Einar despertĂł. La tienda de campaña se abriĂł detrás como un alto abanico verde.
—Oh —dijo Brunilla, la buscadora de vacas—. Un hombre con alas.
AsĂ se lo tomĂł ella. Estaba sorprendida, sĂ, pero nunca le habĂan hecho daño, de modo que
no le tenĂa miedo a nadie, y esto de encontrarse con un hombre alado no pasaba todos los
dĂas, y se sentĂa orgullosa. EmpezĂł a hablar. Al cabo de una hora eran viejos amigos, y al
cabo de dos horas Brunilla habĂa olvidado las alas. Y el tĂo Einar le confesĂł de algĂşn modo
cĂłmo habĂa llegado a parar a este bosque.
—SĂ, ya notĂ© que estás golpeado por todos lados —dijo Brunilla—. Esa ala derecha tiene mal
aspecto. Será mejor que te lleve a casa y te la arregle. De todos modos, no podrĂas volar asĂ
hasta Europa. Y además, ÂżquiĂ©n quiere vivir en Europa en estos dĂas?
El tĂo Einar se lo agradeciĂł, aunque no entendĂa muy bien cĂłmo podĂa aceptar.
—Pero vivo sola —dijo Brunilla—. Pues, como ves, soy bastante fea.
El tĂo Einar insistiĂł diciendo que todo lo contrario.
—Qué amable eres —dijo Brunilla—. Pero soy fea, no me engaño. Mis padres han muerto. Tengo
una granja, grande, toda para mĂ sola, lejos de Mellin Town, y necesito a alguien con quien
hablar.
Pero Âżella no sentĂa miedo?, preguntĂł el tĂo Einar.
—Orgullo y celos serĂa más exacto. ÂżPuedo?
Y Brunilla acariciĂł las membranosas alas verdes con una envidia cuidadosa. El tĂo Einar se
estremeciĂł y se puso la lengua entre los dientes.
De modo que no habĂa otro remedio: ir a la casa de ella en busca de medicinas y ungĂĽentos,
y qué barbaridad, qué quemadura en la cara, ¡debajo de los ojos!
—Suerte que no quedaste ciego —dijo Brunilla—. ¿Cómo pasó?
—Bueno… —dijo el tĂo Einar, y ya estaban en la granja, notando apenas que habĂan caminado
un kilómetro y medio mirándose a los ojos.
PasĂł un dĂa y otro, y el tĂo Einar le dio las gracias desde el umbral y dijo que debĂa irse, que
apreciaba mucho el ungĂĽento, los cuidados, el alojamiento. CaĂa la noche y entre ahora, las
seis, y las cinco de la mañana tenĂa que cruzar un continente y un ocĂ©ano.
—Gracias, adiós —dijo, y desplegó las alas y echó a volar en el crepúsculo y se llevó por delante
un arce.
—¡Oh! —gritó Brunilla, y corrió hacia el cuerpo inconsciente.
Cuando el tĂo Einar despertĂł, al cabo de una hora, supo que ya nunca más podrĂa volar en la
oscuridad; habĂa perdido la delicada percepciĂłn nocturna. La telepatĂa alada que le habĂa
señalado la presencia de torres, árboles, casas y colinas, la visión y la sensibilidad tan claras
y sutiles que lo habĂan guiado a travĂ©s de laberintos de bosques, acantilados y nubes, todo
habĂa sido quemado para siempre, reducido a nada por aquel golpe en la cara, aquella
chicharra y aquel siseo azul eléctrico.
—¿CĂłmo? —se quejĂł el tĂo Einar en voz baja—. ÂżCĂłmo irĂ© a Europa? Si vuelo de dĂa, me verán,
y ay, qué pobre chiste, ¡quizás hasta me bajen de un tiro!
O quizá me encierren en un jardĂn zoolĂłgico, ¡quĂ© vida serĂa esa! Brunilla, ÂżquĂ© puedo hacer?
—Oh —murmurĂł Brunilla, mirándose los dedos—. Ya se nos ocurrirá algo…
Se casaron.
La Familia asistió a la boda. En una inmensa precipitación otoñal de hojas de arce, sicómoro,
roble, olmo, los parientes susurraron y murmuraron, cayeron en una llovizna de castañas de
Indias, golpearon la tierra como manzanas de invierno, y en el viento que levantaban al llegar
a la boda sobreabundaba el aroma del pasado verano. La ceremonia fue breve como una vela
negra que se enciende, se apaga con un soplido, y deja un humo en el aire. La brevedad, la
oscuridad, esa cualidad de movimientos invertidos y al revés se le escaparon a Brunilla, atenta
sĂłlo a la pausada marea de las alas del tĂo Einar, que murmuraban dulcemente sobre ellos
mientras concluĂa el rito. En cuanto al tĂo Einar, la herida que le cruzaba la nariz estaba casi
curada, y tomando del brazo a Brunilla sentĂa que Europa se debilitaba y desvanecĂa a lo lejos.
No tenĂa que ver demasiado bien para volar directamente hacia arriba o descender en lĂnea
recta. Fue pues natural que en esta noche de bodas tomara a Brunilla en brazos y volara
verticalmente hacia el cielo.
Un granjero, a cinco kilĂłmetros de distancia, a medianoche, le echĂł una ojeada a una nube
baja y alcanzĂł a ver unos resplandores y unas dĂ©biles estrĂas luminosas.
—Luces de tormenta —dijo, y se fue a la cama.
El tĂo Einar y Brunilla no descendieron hasta la mañana, junto con el rocĂo.
El matrimonio prosperĂł. Le bastaba a Brunilla mirar al tĂo Einar, y pensar que era la Ăşnica
mujer del mundo casada con un hombre alado. «¿QuĂ© otra mujer podrĂa decir lo mismo?», le
preguntaba al espejo. Y la respuesta era siempre: «¡Ninguna!».
El tĂo Einar, por su parte, pensaba que el rostro de Brunilla ocultaba una verdadera belleza,
una bondad y una comprensiĂłn admirables. ConsintiĂł en algunos cambios de dieta para
conformar a Brunilla, y tenĂa cuidado con las alas cuando andaba dentro de la casa; las
porcelanas golpeadas y las lámparas rotas irritan siempre los nervios, y el tĂo Einar se
mantenĂa a distancia de esos objetos. CambiĂł tambiĂ©n de hábitos de dormir, pues de
cualquier modo ya no podĂa volar de noche. Y ella a su vez arreglĂł las sillas, acomodándolas
a las alas, poniendo unas almohadillas extras aquĂ o quitándolas allá, y las cosas que decĂa
eran las que más agradaban al tĂo Einar.
—Estamos aĂşn encerrados en capullos, todos nosotros —decĂa Brunilla—. Mira quĂ© fea soy, pero
un dĂa romperĂ© la cáscara y extenderĂ© un par de alas tan delicadas y hermosas como las
tuyas.
—Has roto la cáscara —dijo el tĂo Einar.
Brunilla pensĂł un momento.
—Sà —admitiĂł al fin—. Hasta sĂ© quĂ© dĂa ocurriĂł. En los bosques, ¡cuando buscaba una vaca y
encontré una tienda de campaña!
Los dos rieron, y sintiendo el abrazo del tĂo Einar, Brunilla supo que gracias al matrimonio
habĂa salido de la fealdad, asĂ como una espada brillante sale de la vaina.
Tuvieron niños. Al principio el tĂo Einar temiĂł que nacieran con alas.
—TonterĂas, ojalá fuera asà —dijo Brunilla—. Nunca les pondrĂamos el pie encima.
—No —dijo el tĂo Einar—, ¡pero se te subirĂan a la cabeza!
—¡Ay! —lloró Brunilla.
Nacieron cuatro hijos, tres niños y una niña, tan movedizos que parecĂan tener alas. A los
pocos años saltaban como renacuajos, y en los dĂas calurosos de verano le pedĂan al padre
que se sentara bajo el manzano y los abanicara con las alas refrescantes y les contara
historias fantásticas a la luz de las estrellas acerca de islas de nubes y océanos de cielos y
formas de nieblas y viento y el sabor de un astro que se le disuelve a uno en la boca, y de
cómo bebes el helado aire de la montaña, y cómo te sientes cuando eres un guijarro que cae
desde el monte Everest y te transformas en un capullo verde abriendo las alas como los
pétalos de una flor poco antes de golpear el suelo.
Eso habĂa sido el matrimonio del tĂo Einar.
Y hoy, seis años despuĂ©s, aquĂ estaba el tĂo Einar, aquĂ estaba sentado, envenenándose
debajo del manzano, sintiéndose cada vez más impaciente y malévolo, no porque asà lo
deseara sino porque despuĂ©s de la larga espera era todavĂa incapaz de volar en el abierto
cielo nocturno; nunca habĂa recuperado el sentido extra. AquĂ estaba, desalentado, convertido
en un mero parasol, descartado y verde, abandonado ahora por los veraneantes infatigables
que en otro tiempo habĂan buscado el refugio de la sombra translĂşcida. ÂżTendrĂa que estar
aquĂ para siempre, sin atreverse a volar de dĂa porque alguien podĂa verlo? ÂżNo serĂa ya otra
cosa que un secador de ropas para Brunilla o un abanico para niños en las noches calurosas
de agosto? Hasta hacĂa seis años habĂa sido siempre el mensajero de la Familia, más rápido
que una tormenta. Volando sobre lomas y valles, como un bumerán, y aterrizando como una
flor de cardo. Siempre habĂa dispuesto de dinero; ¡a la Familia le era muy Ăştil el hombre con
alas! Pero Âżahora? Amarguras. Las alas estremecieron y barrieron el aire y sonaron como un
trueno cautivo.
—Papá —dijo la pequeña Meg.
Los niños miraban la cara pensativa y oscurecida del padre.
—Papá —dijo Ronald—, ¡haz más truenos!
—Hoy es un dĂa frĂo de marzo, lloverá pronto y habrá muchos truenos —dijo el tĂo Einar.
—¿Vendrás a vernos? —preguntó Michael.
—¡Corred, corred! ¡Dejad reflexionar a papá!
Estaba cerrado al amor, a los hijos del amor y al amor de los hijos. SĂłlo pensaba en cielos,
firmamentos, horizontes, infinitudes, de noche o de dĂa, a la luz de las estrellas, la luna o el
sol, cielos nublados o claros, pero siempre cielos, firmamentos y horizontes que se extendĂan
interminables en las alturas. Y aquà estaba ahora, navegando en el césped, siempre abajo,
para que no lo vieran.
¡Qué estado miserable, en un pozo hondo!
—¡Papá, ven a mirarnos, es marzo! —gritó Meg—. ¡Y vamos a la loma con todos los niños del
pueblo!
—¿QuĂ© loma es Ă©sa? —gruñó el tĂo Einar.
—¡La loma de las Cometas, por supuesto! —cantaron los niños.
El tĂo Einar los mirĂł por primera vez.
Cada uno de los niños tenĂa en las manos una cometa de papel, y el calor de la excitaciĂłn y
un resplandor animal les encendĂa las caras. Los deditos sostenĂan unas pelotas de cordel
blanco. De las cometas, rojas y azules y amarillas y verdes, colgaban colas de algodĂłn y
trozos de seda.
—¡Remontaremos las cometas! —le dijo Ronald—. ¿No vienes?
—No —dijo el tĂo Einar tristemente—. No tiene que verme nadie o habrá dificultades.
—Puedes esconderte y mirar desde los bosques —dijo Meg—. Hicimos las cometas nosotros
mismos. Pues sabemos cĂłmo.
—¿Cómo lo sabéis?
—¡Porque somos tus hijos! —fue el grito instantáneo—. ¡Por eso!
El tĂo Einar mirĂł a los niños largo rato. SuspirĂł.
—Un festival de cometas, ¿no es as�
—¡SĂ, señor!
—Ganaré yo —dijo Meg.
—¡No, yo! —contradijo Michael.
—¡Yo, yo! —pió Stephen.
—¡Dios de las alturas! —rugiĂł el tĂo Einar, saltando hacia arriba, batiendo el ensordecedor timbal
de las alas—. ¡Niños, niños, os amo tiernamente!
—Papá, ¿qué pasa? —dijo Michael, retrocediendo.
—¡Nada, nada, nada! —entonó Einar. Flexionó las alas hasta el punto máximo de propulsión y
embestida. ¡Bum! Las alas golpearon como cĂmbalos. La ola de aire tirĂł a los niños al suelo—
¡Lo conseguĂ, lo conseguĂ! ¡Soy libre de nuevo! ¡Fuego en la caldera! ¡Pluma en el viento!
¡Brunilla! —Einar llamó a la casa. Brunilla apareció en el umbral.— ¡Soy libre! —llamó Einar,
emocionado y alto, de puntillas—. Escucha, Brunilla, ¡ya no necesito la noche! ¡Puedo volar de
dĂa! ¡No necesito la noche! ¡De ahora en adelante volarĂ© todos los dĂas y cualquier dĂa del
año! Pero… pierdo tiempo, hablando. ¡Mira!
Y mientras Brunilla y los niños lo miraban preocupados, Einar sacó la cola de algodón de una
de las cometas y se la atĂł al cinturĂłn, a la espalda; tomĂł la pelota de cordel, se puso una
punta entre los dientes y les dio la otra punta a los niños ¡y voló, arriba, arriba en el aire,
alejándose en el viento de marzo!
Y los niños de Einar corrieron por los prados, cruzando las granjas, soltando cordel al cielo
soleado, trinando y tropezando, y Brunilla, de pie en el patio, saludaba con la mano y reĂa, y
los niños fueron a la loma de las Cometas sosteniendo la pelota de cordel entre los dedos
ávidos, y orgullosos, todos tirando y tironeando y dirigiendo. Y los niños de Mellin Town
llegaron corriendo con sus pequeñas cometas para soltarlas al viento y vieron la gran cometa
verde que saltaba y oscilaba en el cielo y exclamaron:
—¡Oh, oh, quĂ© cometa! ¡QuĂ© cometa! ¡Oh, cĂłmo me gustarĂa una cometa parecida! ÂżDĂłnde,
dĂłnde la consiguieron?
—¡La hizo papá! —gritaron Meg y Michael y Stephen y Ronald, y tironearon animadamente del
cordel y la zumbante y atronadora cometa se zambullĂł y remontĂł en el cielo, y cruzando una
nube dibujó un largo y mágico signo de exclamación.
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