Maestría e innovación en la percusión cubana

Por: Pedro de la Hoz

Si la percusión cubana, como núcleo de la base rítmica, desempeña un papel fundamental en el origen y desarrollo de al menos dos de los complejos musicales y danzarios más arraigados y encumbrados en la isla, —el son y la  rumba—, no es menos esencial el aporte creativo  de notables intérpretes de esos instrumentos.

En los inicios, y por mucho tiempo, los percusionistas, aun siendo imprescindibles, eran valorados por el cumplimiento de su función más que por el virtuosismo o la innovación. Ello no impidió que entre los tocadores de tambores (bataleros, tumbadores, bongoseros y timbaleros) en las formaciones folclóricas, rumberas, las orquestas y conjuntos de baile,  destacaran referentes.

¿Cómo ignorar a quienes saltaron del hacinamiento de las casas de vecindad a la escena como Chavalonga, Moro Quinto, Agustín el Bongosero, Alberto Zayas, Giraldo Rodríguez, Pancho Quinto, Ricardo Carballo y Palillo?  ¿Cómo no tener en cuenta a la dinastía de los grandes bataleros Pablo Roche, Águedo Morales, Jesús Pérez y Trinidad Torregrosa? ¿Y el linaje de los Aspirina? Y en Matanzas, ¿cómo dejar de  reverenciar a Chachá, Goyito Seredonio, Catalino y Jesús Alfonso?

De los que llevaban la marcha, como se dice, en los conjuntos soneros,  hay que mencionar a Yiyo Alfonso en la Sonora Matancera, al Chicuelo en el Conjunto Casino, y a Papa Kila Suárez y Félix Chocolate Alfonso en el conjunto de Arsenio Rodríguez.

Lo mismo sucede cuando se repasan las nóminas de las charangas que hicieron época hacia la medianía del siglo pasado: la confianza de Arcaño en Ulpiano Díaz, de Fajardo y Rolando Valdés en Chuchú Esquijarrosa, de Ninón Mondéjar en Augusto Barcia, de Juanito Ramos en Pascualito Hernández; y de Rafael Lay en Orestes Varona, habla de la estatura musical de aquellos timbaleros.

Pero el despegue de las individualidades comenzó justo cuando en su evolución la rumba y el son transitaron hacia instancias de una mayor complejidad discursiva y las funciones acompañantes de los componentes de sus bases rítmicas, sin dejar de ser tales, se elevaron a planos protagónicos.

La dimensión espectacular tuvo mucho que ver en el destaque de congueros o tumbadores que trabajaron en los cabarets y otros centros nocturnos. Oscar Valdés II, el de Irakere, contó cómo para seguir los endiablados pasos de rumba de los bailarines del cabaret La Campana, en Infanta y Manglar, debió desarrollar una técnica virtuosa en las tumbadoras. Tropicana fue una escuela para Ricardo Abreu, decisiva para la concepción del cuarteto de percusión Los Papines, el más depurado e imaginativo conjunto rumbero en el ámbito escénico.

Mítica resultó la presencia de El Chori en la Playa de Marianao, donde con timbales, llantas de auto y botellas, hacía un show rumbero delirante que hipnotizó a renombrados visitantes e influyó en quien llegaría a ser uno de los más reputados timbaleros del siglo XX, el puertorriqueño Tito Puente.

Las amarras se soltaron definitivamente a partir del encuentro de rumberos y soneros con el jazz. Era lógico que así aconteciera. En el jazz, expresión marcada por la improvisación y los más amplios márgenes de libertad creadora, los ejecutantes de la percusión cubana hallaron un campo propicio para el virtuosismo.

Suele citarse el caso de Chano Pozo y su paso por la escena neoyorquina, determinante en el surgimiento del cubop. Cándido Camero, que trabajó con  DizzyGillespìe y Stan Kenton: Carlos Vidal  Bolado, que de Machito y Miguelito Valdés saltó a Miles Davis y Charlie Parker; Patato Valdés, quienreordenó la afinación de las congas y causó sensación con su grupo Afrojazz; y Mongo Santamaría, continuamente fichado por los mejores jazzistas de su época y autor del célebre Afroblues, ejecutado por John Coltrane.

Ellos allá sentaron cátedra; otros aquí labraron senderos novedosos y paradigmáticos. ¿Un estilo en las tumbadoras? Dígase Federico Arístides Soto, Tata Güines. Hubo un antes y después de este genio de las tumbadoras, que tocaba con las manos, las uñas, la voz y el alma misma.

Como también, inspirado en el ejemplo de Tata, Miguel Angá representó en la década de los 80 un nuevo punto de partida, con su batería de tumbadoras y una muy estudiada polirritmia.

Bajo la tutela de Chucho Valdés, el set de percusión de Irakere, con Enrique Pla, Oscar Valdés II y Angá llevó a planos singulares tanto el jazz cubano desde la isla como el modo de entender la música popular bailable que transformó las raíces soneras.

Aunque fue un baterista de renombre, el trato de Guillermo Barreto con los timbales o pailas en el grupo Los Amigos, liderado por el pianista Frank Emilio y con Tata en las congas, implicó una revolución en la descarga cubana.

No abundaré en lo que ha venido después. Tumbadores y timbaleros se cuentan por decenas, más allá de las formalidades del oficio. Pero a estas alturas es oportuno señalar bajo qué principios continuó esa saga.

En primer lugar, la mayoría de los exponentes que han salido a la palestra en las últimas tres décadas se hallan avalados por rigurosos estudios académicos, de suma importancia no solo en el dominio de la técnica sino en la amplitud del pensamiento musical. Luego está el acceso y decantación de la información. Pero por encima de todo, la toma de conciencia de que pertenecen a una tradición no estancada, sino en constante ebullición.

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