Eduard Encina: “La poesía trabaja con lo imposible”

Tomado de La Jiribilla

En homenaje al escritor Eduard Encina y a propósito del Aniversario 31 de la Asociación Hermnos Saíz (AHS) publicamos en nuestro sitio la entrevista realizada por el periodista Reinaldo Cedeño Pineda para la revista de la cultura cubana La Jiribilla.

Cada vez que Eduard aparece, tiene algo que contar. Es un espíritu, un alambre vivo, un poeta. Trae la palabra de Cuba adentro, como un risco,  como un trino. Su selección Manigua  acaba de acreditarse el Premio de Poesía de La Gaceta. No podía ser otro el nombre…

La niñez, suele ser oasis del tiempo, reservorio infinito de experiencias que no se repiten jamás. ¿Dónde hallar los lazos o asideros que comuniquen tu pensamiento con esos tiempos y luego, con la infancia de tus propios hijos?

En la niñez está el hombre completo. Mi padre se levantaba por la madrugada para ir a tumbar monte (solo por tres pesos con veinte centavos) en un lugar que le decían Las Playitas, donde solo había cansancio y manigua. La palabra manigua me es familiar, desde el nacimiento.

A pesar de la pobreza fui feliz, había un oasis, un gran oasis de amor  en cualquier rincón de mi casa; apenas tengo fotos de pequeño, pero sí una memoria llena de historias que entretejía mi padre, un guajiro imaginativo. Él era un poeta, pero no lo sabía. Siempre quise que me comprara un juego de pistolero, sin embargo se las arreglaba para dejarme suspirando al demostrarme que Guamá y Hatuey fueron más valientes que Triniti  o el más pinto del Oeste; enseguida nos poníamos a armar arcos y flechas con una rama de güira o palo bronco.

Nada más asomarse a lo que digo, o a lo que escribo y uno comprende esa resistencia, esa manera de convertir la carroña en belleza, la impotencia en solución. A mis hijos no le interesan los pistoleros, sueñan tener una tablet; apenas leen lo que escribo, pero son mejores que yo. Sin que lo supiera, hicieron una alcancía y hace muy poco comenzaron a criar dos puercos: salen de la escuela, lavan el corral y les echan comida. A ellos tampoco les importa la peste: están concentrados en convertir la mierda en dinero.

El colega Arnoldo Fernández, tan cercano a tu obra, ha dicho que el poemario Lupus (Premio Hermanos Loynaz 2016) “apuesta a la resistencia, a las zonas de fe que necesita el ser humano para imponerse en el reino cotidiano”. ¿Puede la poesía, acaso, ennoblecer las desgarraduras? ¿Cuáles son esas zonas de fe?

La poesía es una llaga, una enfermedad. Los poetas no somos felices, tal vez por eso buscamos el modo de que el Otro lo sea, la imagen no es mía, es de Martí, que siempre mete su sombra telúrica en lo que escribo. La poesía es conciencia y desgarradura, lo único que hace es mostrarnos un horizonte cuando en realidad no existe, la poesía trabaja con lo imposible. Moisés no sabía lo que tenía en la mano, el poeta sí, está seguro que es un poder que logra abrir el Mar Rojo para maravilla de algunos, y también golpea contra la roca para escándalo de otros que, como al patriarca, lo excluirán de la tierra prometida.

Lupus es un libro para mirar raso en la familia. Es sistémico, por tanto, viene de muy adentro, a veces contra sí mismo. La poesía cubana, por un lado, parece de lágrima fácil, y por otro muestra una impotencia, una guapería de tambor, mientras más vacía, más duro suena, de ahí viene la resistencia, me parece que hay que ser consecuente con el lenguaje y con la actitud ante la realidad.

La poesía no sirve como bálsamo, sino como herida infestada, como pierna que hay que cortar. No creo en la idea edulcorada de la literatura en medio del caos, la poesía también es caos. Construir zonas de fe es trabajar con la memoria, despojarla de lo verborraico, lo tullido, y recuperar la libertad individual para poder participar en el sueño de todos. Una zona de fe es un territorio libre de apatía. ¿Cómo detener el desánimo, la abulia? ¿Cómo entenderse con la realidad sin participar? Esa es la resistencia”.

¿Cómo dialoga la poesía de Eduard Encina, aquella publicada en cuadernos como De ángel y perverso, El perdón del agua o Golpes bajos… con la que le ha merecido ahora mismo un galardón tan prestigioso como el Premio de Poesía de La Gaceta? ¿Abrazos o contrapunteos?

No había pensado en eso. Cuando los escribí, sobre todo los dos primeros, sentí esa hermosa ingenuidad de quien se acerca a una mujer seducido por su caderamen, iba a comérmela, dispuesto a chupar hasta el último huesito. Golpes bajos es otra cosa, ahí comencé un espíritu patricida, no para negar lo que había aprendido, sino para cuestionarlo, pues el camino de la poesía es diverso, ahora mismo muchos no lo entienden, pero eso no cambia nada y lo que es peor, no los hace mejores. Con Lecturas de Patmos, Lupus y estos poemas de Manigua que ganaron el Premio de La Gaceta hubo, evidentemente, un cambio de posición.

Después de tanto hueso y caderamen descubrí que con una mujer también se puede fundar familia y hogar. No se puede escribir con el corazón, hay que hacerlo con palabras, por tanto, hay un aprendizaje que al mismo tiempo conecta la concepción de esos textos, pero también los separa como entidades diferentes.

De un libro a otro hay una experiencia con el lenguaje y con la realidad, la voz se ha ido concentrando, digo lo ineludible; cuando tengo que callar, callo. Cada vez he ido acercándome más a la vox populi, exploro ahí porque me interesa reconstruir el habla de la gente, su sensibilidad, hacer potable la desidia y dialogar desde el poema como un predicador: la verdad os hará libres.

Soy partidario de aquellos que afirman que somos municipios del mundo, provincias del universo; mas no hay que negarlo, la lejanía de los círculos literarios y artísticos más visibles resulta un reto formidable. ¿Cuánto te ha costado tocar el país desde tu natal Baire, Oriente adentro? ¿Cuánto te han ayudado las instituciones o los premios a lograr ese reconocimiento? ¿Cuántos gritos de Baire suma tu vida?

No se hace literatura desde una entidad geográfica, sino desde una parcela espiritual que se rompe y se cultiva en el ardor de la cotidianidad. Es cierto, resulta un reto formidable, sobre todo cuando muchos de los que viven en esos centros de poder cultural dilapidan tales ventajas y se afincan de la teta que les brindan las instituciones, como terneros que no quieren crecer, y se acostumbran a los viajecitos y la vida literaria, pero no se concentran en hacer literatura. Mientras tanto uno tiene que mantener la observancia de que la rudeza de vivir en la manigua no te haga perder concentración.

Lo importante es saber cuándo hay que levantar el campamento y salir de operaciones, ya sea hasta los libreros de Reynaldo García Blanco, o en la biblioteca de la prefectura de Rito Ramón Aroche en Marianao, pero siempre hay que volver a la manigua, retirarse —diría Nietzsche— hacia la montaña, a conversar con uno mismo.

Es cierto que hay una crisis institucional, métodos y mecanismos paralíticos que se hicieron para otro momento de la cultura y que ahora mismo son incompatibles con la realidad, a eso súmesele una creciente burocracia apoltronada en los recursos y poderes que el Estado ha puesto en sus manos, y no quiere reaccionar. Ahora, en lo que sí no caería nunca es en negar la visibilidad y la jerarquía que en mi caso me han dado esas mismas instituciones y concursos.

Cuando gané el Premio Calendario me sentí muy representado por la AHS, hoy mismo es unos de los acontecimientos de la Feria del Libro en Cuba que más público y mejor promoción tiene. Los premios no hacen tu literatura, pero sí la ponen a dialogar en el mapa poético nacional.

Por mucho tiempo se hizo difícil descapitalizar los premios literarios, pero inevitablemente eso tomó otro camino, se ha abierto un abanico de posibilidades que denota cierta diversidad y se ha borrado un poco aquella imagen que parecía demasiado fatal para los ʻautores de provinciaʼ.

Por eso tienes toda la razón en que es un reto formidable asumir esta condición. Tocar el país desde el Oriente nos obliga a ser más eficientes porque el tiempo es profundo y real, vivimos en estado de sitio, la manigua nos libera y al mismo tiempo acorrala, es una especie de cimarronaje, se baja al llano cultural por provisiones, luego hay que subir los altos de Baire para dar un grito lírico, así, tan grande como el de Saturnino Lora”.

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