Colmillos iconoclastas en el trópico: Vampiros en La Habana y más que fueron menos

Entrada la década de 1980, en tanto el ya antológico personaje de Elpidio Valdés se «dignificaba» en largometrajes y posteriores cortometrajes como paladín libertario cada vez más impoluto, y las otras producciones de Juan Padrón (Tabey, Los valientes, La pregunta, N´Vula, Celedonio) replican el algoritmo de una u otra graciosa manera —siempre salvado el resultado final por la solidez narrativa, el montaje y el guión— el autor de marras toma, celuloide en ristre, el sendero estético-conceptual transitado ya prolíficamente en el terreno gráfico con series como Vampiros y Verdugos, pletóricas de negrísima comicidad, muy lejos de todo recreacionismo histórico y contención tonal.

1985 acoge la realización y estreno de ¡Vampiros en La Habana! (coproducción del ICAIC con la Televisión Española y la berlinesa oriental Durniok Producciones). Ubicada la acción de esta cinta en la Cuba de Gerardo Machado, es retomado una vez más el sendero histórico de buena parte de las producciones de Padrón, pero acá es torcido su compás hacia una bizarra sátira terrorífica-noir, que revoca la solemnidad de obras predecesoras. El talante político se ve reducido casi a mero contexto, para desplegar la disparatada comedia fantástica, donde se articula una pensada pseudomitología vampírica, con elementos del cine negro estadounidense, para finalmente desmigajarse todo esto contra los muros del malecón habanero, contra el choteo criollo. Padrón libera, además, la figuración en este filme, concibiendo personajes grotescos, de línea nerviosa, quizás en lejano guiño a las historietas de Dick Tracy o The Spirit, o a los más contemporáneos grafistas Fontanarrosa, Helio Flores, Gilbert Shelton y Robert Crumb.vampiros_habana2

La educación histórica y la propaganda nacionalista se diluyen entonces como objetivos primarios de esta obra de altas dosis de ucronía, dedicada al público adulto, en una suerte de autorrebelión de Padrón contra los más correctos precedentes, suerte de expresión más sincera de sus concepciones creativas, que rehuían el audiovisual. Reactiva a toda potencia su trickster (*) interior, desacralizando a troche y moche todo ícono cultural, político, social que se atraviesa en su camino. El filme deviene pieza significativa, no solo para la animación nacional, sino para la sátira mundial al estilo Monty Python-Brooks-Zucker, emulando parodias vampíricas previas y posteriores como The Fearless Vampire Killers (Roman Polanski, 1967) y Dracula: Dead and Loving It (Mel Brooks, 1995). 

Aunque los personajes negativos permanecen como entes ridículos y torpones, el propio Pepito, trompetista y luchador clandestino, sobrino aplatanado del mismísimo Drácula, se aleja de la heroicidad más convencional de Elpidio Valdés, Celedonio, N´vula, y los soldaditos de pasta, para personificar un joven tarambana que parece jugar al antimachadismo, sin tomárselo muy en serio, como tampoco hace mucho caso a los reclamos del tío para que continúe la tradición familiar de chupar sangre. Promiscuo, pícaro, un tanto frívolo, el protagonista se alza como demoledora antítesis del héroe nacionalista.

La secuela de esta pieza, estrenada en 2003 bajo el título ¡Más vampiros en La Habana!, no consigue equipararse con la cinta original. El empleo de técnicas de animación digitales «enfrían» y entorpecen la fluidez de los caracteres, lograda anteriormente mediante métodos analógicos convencionales. El guión se densifica por el exceso de referencialidades epocales: aparecen Hitler, Stalin, Hemingway y  Batista, y son muy respetadas las circunstancias de la Segunda Guerra Mundial y de la Cuba de entonces.  El exceso de contextualización histórica lastra la libertad creativa a la hora de concebir el escenario ucrónico, limitado por cotas demasiado apretadas de «responsabilidad (y hasta realidad) histórica», las cuales deploraron olímpicamente Alan Moore con su historieta Watchmen (llevada al cine en 2009 por Zack Snyder) y Tarantino con su Inglorius Basterds (2009). Regido es todo por leiv motiv un tanto manido y falto de originalidad: el Vampiyaba, fase superior del Vampisol.   

Pepito ya es un hombre asentado, propietario de bar, padre de familia. Con una familia que defender y otras responsabilidades, pierde el gracejo original, la cubanía cachorra que lo matizó en la primera cinta, terminando como ente musculoso gracias al Vampiyaba, que intercambia muy «serios» trompones con villanos igualmente anabolizados. Una vez más, el principal atractivo de las producciones de Juan Padrón, el agudo humor libre de cualquier pacatería que impida mofarse del héroe histórico, y por ende hacerlo asequible a los grandes públicos, sucumbió a la «dignificación» de éste, ergo, la simplificación y el desvanecimiento.

Notas:

* Un «embaucador» o trickster es un(a) dios(a), espíritu, hombre, mujer, o bestia antropomórfica que hace trucos, entrampa a sus semejantes, o de una u otra manera desobedece reglas y normas de comportamiento.

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