Estaciones teatrales para un festival (dosier)

Organizado por la filial de la AHS y el Consejo Provincial de las Artes Escénicas, el Festival Nacional de Teatro Joven regresó a la ciudad de Holguín en su edición XIV, para hacer confluir, del 22 al 24 de marzo, variadas tendencias y poéticas de la escena cubana actual.

Cercano en la memoria del público, pues su pasada edición se realizó en septiembre, esta cita que contó, además, con un encuentro teórico y presentaciones literarias, retomó su fecha habitual y estuvo dedicada a los aniversarios 30 y 25 de Teatro de Las Estaciones, de Matanzas, y a Teatro Tuyo, respectivamente; así como a los 85 del Teatro Eddy Suñol, que ha acogido buena parte de las presentaciones durante las catorce ediciones del evento.

Ambas compañías homenajeadas, entre los más reconocidos exponentes de la escena cubana, estuvieron presentes: Las Estaciones, dirigida por Rubén Darío Salazar, presentó Flores de Carolina y Ajonjolí, una sugerente puesta que explora las posibilidades escénicas del clown y que enfatiza en la importancia del cuidado al adulto mayor como metáfora de las tradiciones y el legado. Este homenaje a la escritora cubana Dora Alonso fue interpretada por Iris Mantilla y Alejandro García. Los diseños de Zenén Calero, merecedor del Premio Nacional de Teatro 2022 junto a Rubén Darío y que definen la estética visual de Las Estaciones, se basan en la obra del artista Arístides Hernández (Ares).

Como colofón de la puesta, la AHS y el Consejo entregaron reconocimientos a Rubén Darío y a Zenén, maestros de Juventudes de la Asociación. Y además, obras de arte de la autoría del también diseñador Karell Maldonado y de Armando Ruiz, presidente de la AHS local.

Por su parte, el colectivo dirigido por Ernesto Parra, presentó Charivari, esta vez con estudiantes de la Escuela Nacional de Clown, surgida de las experiencias de Teatro Tuyo.

En el programa encontramos, además: Este tren llamado Deseo, rescritura del clásico de Tennessee Williams con guiños al filme homónimo de Elia Kazan, por Rumbo Teatro, de Pinar del Río, con texto de Iran Capote, quien es su director artístico, y dirección de Aliosha Pérez; El baracutey. Otro bufo cubano, puesta en escena de El Portazo, de Matanzas, con dirección artística de Williams Quintana; y Payasoñar, propuesta del
Teatro Guiñol de Holguín –único colectivo local con obra presentada en el Festival– con
dirección artística de Ernesto Parra, a partir de un anterior montaje realizado por Dania
Agüero.

Se presentaron en la última jornada: fronteraS.A., de Teatro sobre el camino, de Villa Clara, un unipersonal de 50 minutos dirigido por Rafael Martínez y representado por Elizabeth Aguilera Fariñas; y Ofelia, del santiaguero Grupo de Experimentación Escénica La Caja Negra, dirigida por Juan Edilberto Sosa y basada en Máquinahamlet, del dramaturgo Heiner Müller, uno de los adalides del teatro posdramático y de cuyos presupuestos bebe esta puesta en escena merecedora del Premio Aire Frío a Puesta en escena.

Esta edición destacó por la variedad y calidad de las propuestas que acercaron al público holguinero –ávido de teatro en una ciudad sin grupos dramáticos activos y con pocas presentaciones– al trabajo de colectivos referenciales como Las Estaciones y Tuyo, y otros más jóvenes, pero igualmente interesantes y necesarios a la hora de cartografiar –algo que en algún momento logró con mayor profundidad en propio Festival– la escena nacional.

El conversatorio sobre Teatro de Las Estaciones, realizado en el Café de la AHS por Rubén Darío Salazar, acercó al público a la estética de esta multipremiada agrupación; mientras la presentación de Blanco, de Nelson Beatón, libro publicado por Alarcos Casa Editorial y merecedor del Premio de Dramaturgia para Niños y de Títeres Dora Alonso, sumó el añadido literario a una edición en la que se extrañó un mayor y más sostenido programa teórico que fuera, como en otros años, a la par de las presentaciones escénicas
(incluso el acostumbrado encuentro y debate entre colectivos e invitados terminó sin
realizarse).

Aunque Palco 13, el boletín de crítica que ha caracterizado también al Festival, mantuvo su circulación los días del evento, aunque esta vez solo digital, con firmas de autores como José Rojas Bez y Lino E. Ernesto Verdecia Calunga, sumando varias miradas más jóvenes.

Por otra parte, la coincidencia con la Feria Internacional del Libro en Holguín cargó el calendario cultural (y mediático) en la ciudad y si bien existe un público que prioriza las manifestaciones escénicas, no son saludables jornadas tan cargadas para otras con apenas susurros. Aun así –como recordó Yasser Velázquez, su organizador– resulta una proeza mantenerlo con este empuje y su concreción responde, en buena medida, al apoyo institucional del Consejo y la Dirección Provincial de Cultura, así como al ímpetu de las compañías y los creadores que, a pesar de diferentes adversidades de la cotidianidad, siguen apostando por la creación

escénica y por la magia de la interacción con el público, como demostraron las recientes jornadas del XIV Festival Nacional de Teatro Joven en Holguín.

 

 

Charivari: el desorden como ritual

Por Neftalí Pupo Reynaldo

Tropezar, caer, bailar de manera poco agraciada en un extrañamiento del propio cuerpo. La música sale a gritos y espasmos por las bocinas. Si el público se ríe, bien. Y si, además, el público aplaude al ritmo de un silbato, ¡todavía mejor!

El clown no es la manifestación que más prestigio goza en un país donde la gente se ríe y aplaude durante sus caídas y tropezones cotidianos, nada festivos y nada felices. No obstante, compañías como Teatro Tuyo han logrado con su trabajo hacer que el clown sea mejor apreciado por un público nacional que, más bien (y de forma encantadoramente ingenua), busca encontrarse a sí mismo entre gestos y palabras inteligentes que compongan una elaborada vorágine de expresiones refinadas y altos sentimientos.

Nada de eso ha ofrecido en esta ocasión Charivari, presentada por estudiantes de la Escuela Nacional de Clown, surgida de las experiencias de Teatro Tuyo. ¿Qué ha entregado, en cambio, la obra y sus protagonistas? Un tropel de caídas y pitidos espasmódicos que lograron la inmediata simpatía y acompañamiento de una pequeña multitud (adultos jóvenes en su mayoría, con niños pequeños y teléfonos celulares) que se entregó a Teatro Tuyo sin mayores resistencias. En medio del derroche de energía desorganizada se entabló entre los tres clown una lucha por el dominio del escenario. Luego pasaron a escenificar lágrimas y risas artificiales, buscando seriedad en medio del disparate, apelando a los temas universales como la muerte, la compasión, la resurrección y el dolor.

Foto Roberto Carlos García Ramos.

Los actores de Charivari no pueden morir, ni sufrir, ni sentir compasión por el otro. Forman parte de un universo obsceno de la pura energía. Son órganos sin cuerpo. Descaradamente, intentan hacer un acto de magia pero descubren al instante el truco debajo de la sábana. Contando con la solidaridad incondicional de un público que no les exige casi nada, bailan un chachachá con el “Danubio Azul” de Johann Strauss, devenido símbolo del kitsch por antonomasia.

Justo al final, y sin dominar jamás la escena por completo (nadie sabe si a propósito o no, y tampoco importa), arranca la lucha intestina final por el “poder” entre los tres protagonistas, intento que culmina en el caos, desorientando a la multitud que solo quiso reír y que, por tanto, desconoció el significado del término “charivari”: ritual carnavalesco a base de ruido discordante, con la intención de reprobar.



Flores de Carolina y Ajonjolí

Por José Rojas Bez

Sencillez, delicadeza, ternura, colorido bien temperado, movimiento escénico comedido y ágil a la vez, conjunción de las tradiciones titiriteras y de payasos, diseño bello y funcional de los útiles escénicos son términos que se avienen perfectamente, y no por vano entusiasmo, a Flores de Carolina y Ajonjolí, obra de Teatro de Las Estaciones, con dramaturgia y dirección de Rubén Darío Salazar.

La obra se conforma como un juego de emociones, ideas y recuerdos filiales o, en general, familiares de una muy sutil y delicada Payasa (encarnada por Iris Mantilla) en interacción con su algo más torpe, pero no menos afectivo, amigo Payasín (actuado por Alejandro García); con diálogos, más bien controversias o debates amistosos, que ofrecen reflexiones sobre las tradiciones y legados históricos y familiares, sobre el debido respeto y amor a esas personas mayores de la familia que portan un legado cultural, histórico y, también, filial.

Con gracia y ligereza, nada contradictoria con la hondura de ideas y sentimientos, Payasa y Payasín debaten a partir del motivo dado por un abuelo que ronca, “abuelo” que manifiesta ya la capacidad creativa y de sugerir imágenes de la obra, porque parece fácil, una vez ya visto, pero no lo es lograr tal imagen simbólicamente por medio de una diminuta cama, ronquidos y voces. Mucho más cuando el mundo de los personajes se ve enriquecido por el ambiente sonoro de gatos y perros y… la luna, a lo lejos…

Por otra parte, también parece nada extraño, sino algo fácil, que estos diálogos rezuman auténtica poesía al estar basados en doce poemas de Dora Alonso; pero lo que parece fácil no siempre lo es, porque, faltando la debida aprehensión poética y la debida sensibilidad, lo poético ínsito en los poemas originales se desmoronaría. Esto no ocurre aquí, quizás todo lo contrario: hallan una nueva expresión auténticamente poética incluso en lo coloquial.

Foto Roberto Carlos García Ramos.

Resultan plenos de eficaz gracia los movimientos escénicos (con coreografía de Yadiel Durán), la precisa y grácil gesticulación de los actores que conllevan un matizado y disfrutable gustillo de los gestos-articulaciones de los títeres de cuerda, en especial la Payasa, con voces muy acordes a tales propósitos.

La sonorización general, con música de Raúl Valdés, complementa bien el conjunto audiovisual en que se integra. Música y todo lo sonoro se acompasan perfectamente a los diálogos y los movimientos de los payasos, como complemento o, mejor, como cabal factor extradiegético de lo sucedido y dicho.

Cada sección de la puesta en escena puede ejemplificarlo; pero señalamos esa en que, con hábil interacción con el público –de TEATRO se trata– un personaje ofrece un regalo a un niño del público y luego el mismo a una niña, mientras el otro le disputa tal proceder y recupera el objeto; todo lo cual se realiza sin la más mínima pérdida de ritmo, ternura y compostura general.

Un factor sin duda de cabal hermosura y eficacia es el diseño de Zenén Calero, a partir de la obra del artista plástico Arístides Hernández (Ares), que alienta y sustenta la idónea visualidad de la obra, dígase vestuario, escenografía e iluminación; esta última quizá a veces un poco plana, con poca riqueza en variaciones y tonos en cada parte de la obra (algo discutible dado el escenario específico en que se desarrolla).

Aun admitiendo esta leve imperfección, el mundo visual (vestuario, muñecos, objetos todos, e iluminación) queda más que satisfactorio. Para nosotros, Flores de Carolina y Ajonjolí ejemplifica qué es una obra lograda de principio a fin con múltiples valores que incluyen la capacidad, incluso, de valer mucho tanto para niños como para adultos desprejuiciados.



La voz colectiva de las Ofelias o una rebelión contra los atavismos

Por Lino E. Verdecia Calunga

 Siempre hay una puerta en la niñez por donde entra el futuro.

 Graham Greene

Asistir a una puesta en escena es como realizar un viaje, es un tipo de singladura por aguas que pudieran ser convulsas y donde, una vez comprometidos o empeñados en su apreciación, no puede uno comportarse como simple viajero y mucho menos dejar de acudir a todo aquello con lo que –por otras travesías– nos hayamos pertrechado de información, valoraciones e interpretaciones. Es por eso que, aunque una vez más la omnipresente intertextualidad creí me conduciría al puerto de una (re)visita a un personaje fundamental del drama Hamlet –uno de los textos mayores del eterno William Shakespeare–, el desembarco rebasó algunos límites de mi expectativa.

De tal manera Ofelia, pieza presentada por el Grupo de Experimentación Escénica La Caja Negra, proveniente de Santiago de Cuba, provoca de antemano –como suele suceder cuando un título se asocia de inmediato con caracteres icónicos– una sensación de innegables premoniciones.

Y es que el personaje de Ofelia es una de las más sólidas creaciones que debemos al talento shakesperiano. Mujer en desgracia caracterizada como víctima de un ambiente patriarcal a la vez que de su modo de amar, tierna y silenciosa, resignada y sin capacidad para defender lo que ama, es uno de los pilares del ¿original? punto de partida de la obra inglesa. Pero he ahí que, en la profusa experimentación que hace La Caja Negra, con dirección de Juan Edilberto Sosa –autor además del dinámico guion– está la subversión del ícono.

Se conoce por palabras de Sosa que para esta revisitación a una mujer sufrida, personaje que asume un alter ego múltiple, porque proclaman “todas somos Ofelia” (algo que recuerda la respuesta coral del pueblo de Fuenteovejuna), también acudió al estímulo que le proporcionó la obra Máquinahamlet del dramaturgo alemán Heiner Müller, y con el ensamble de testimonios, versos, música, efectos sonoros, canciones (dicho sea que con muy buenas interpretaciones) se hace patente que los ya consabidos riesgos intertextuales fueron un indiscutible reto vencido por el director y su colectivo. A pesar de ciertas reiteraciones que convendría podar con precisa cautela, así como algunos movimientos o desplazamientos que podrían sobrar pues aportan poco.

Fotos Roberto Carlos García Ramos

Y a pesar de que es sabido que la novedad absoluta solo existe en la imaginación, pues nihil novo sub sole, no son pocos los momentos en que los puntos de giro sorprenden a medida que la posición de las Ofelias es más levantisca, más rebelde, más incapaz de aceptar la sumisión, la violencia, la discriminación y el sometimiento machista al poder patriarcal padecido y soportado por las abuelas y madres que les precedieron.

Esta Ofelia que brota de una caja ennegrecida, tiene el mérito de erguirse y comportarse como si insuflara luces en cerebros adormecidos y soplara con rebeldía las cenizas de viejas y resignadas ofrendas atávicas, para expresarnos que con nuevas “mañanitas” podemos seguir arribando a la justa equidad de la que tanto hemos escuchado hablar.



Payasoñar un Guiñol

Por Nelson Beatón

Si dentro de maletas aparecieran sueños no habríamos de inventarnos risas todo el rato. La risa, el sueño y la infancia han elegido el teatro como refugio, para luego corporeizarse en tres clowns –Una, Segundo y Cuarta– y volvernos cómplices de sus múltiples hazañas, cada una de sus luchas por cada uno de sus deseos.

Payasoñar es el más reciente espectáculo del Teatro Guiñol de Holguín, prácticamente de estreno en este Festival. Motivados por indagar en otros lenguajes escénicos, como es el caso del clown, el grupo se aventuró bajo la guía del maestro Ernesto (Papote) Parra, para conformar la obra. Darbel Cosme, interpreta a Segundo, un payaso que fantasea con ser un domador de caballos, de bestias. Darbel –y no Segundo– me comenta sobre el proceso de montaje…

Darbel (y no Segundo): “La idea surge a raíz de una propuesta del Consejo Provincial de las Artes Escénicas de Holguín. Querían que Ernesto Parra dirigiera, montara un espectáculo para el Guiñol. Necesitábamos algo que fuese diferente, fresco. Entonces iniciamos un trabajo con Ernesto. Él impartió al grupo talleres sobre clown, para contaminarnos un poco de su poética. Trabajamos en algunas obras del grupo ya estrenadas, intentando hallar una que se acercara a su método, a su forma de hacer teatro. Esa obra es Payasoñar, un espectáculo viejo del Guiñol que estaba «engavetado». Durante los talleres le presentamos el anterior montaje, que había sido dirigido por Dania Agüero, la exdirectora del grupo. Parra hizo una adaptación para resemantizar un poco la obra y dotarla de nuevos matices, soluciones escénicas, una dramaturgia más sólida y una línea de acción reconocible, hasta llegar al resultado de la puesta actual”.  

Fotos Roberto Carlos García Ramos

El actor acaba su breve intervención. El teatro es una puerta infinita que nos introduce en un mundo plural, donde la multiplicidad de estilos y discursos enriquecen cada investigación, cada nueva puesta en escena. Pienso que Payasoñar es un espectáculo de transición y justifica la necesidad de permanencia del Guiñol holguinero, que se reforma, sin renunciar al teatro de muñecos y de títeres. Esas risas de niños que llenaron la sala justifican esa decisión y ese fugaz paso por lo clownesco, y me convence que el sueño de ese trío de actores es permanecer, porque permanecer les hace olvidar la maleta vacía, los ayuda a seguir buscando.



Ahora que los mapas están cambiando de color

Por Anyi Romera

Vamos a suponer que todo es una simulación, que no son actores, que son agentes de algo que vienen a testearnos, a ver qué cara ponemos ante cada mueca o acción de la actriz, a ver cómo respondemos a la división del mundo.

Si suponemos esto quizá puede que entendamos fronteraS.A. y su mensaje. La obra de Teatro sobre el camino quiere ser una reflexión descarnada sobre lo mal dividido que está el mundo y el hecho de que se lo repartan los mismos siempre.

Un unipersonal, de 50 minutos, dirigido por Rafael Martínez Rodríguez y ejecutado por Elizabeth Aguilera Fariñas, donde la actriz “transiciona” entre divisor-vendedor del mundo/militar agresivo/presentadora de televisión/mendigo/divisor-vendedor de la luna.

No hay texto dicho, solo un galimatías mascullado, con la técnica del grammelot, que imita distintos lenguajes occidentales, como alusión a quienes son los verdaderos dueños del mundo. O no. Hay que abstraerse durante 50 minutos para intentar comprender quiénes son los dueños del mundo, qué papel juega el espectador, qué define el color que se te asigna en el programa de mano, quién es el títere…

Sí, hay dos bandos, el Green y el Yellow, y al público se le divide en ambos, según el color que le toque por azar al entregársele el programa de la obra. Cuando cortan el mundo a la mitad, justo por el Meridiano de Greenwich, dentro hay un títere a quien dividen también por la mitad. La superior, Head, queda en la zona verde y la inferior, Feet, en la amarilla. Como estamos abstraídos podemos pensar que el títere es la humanidad. La cabeza piensa en recuperar su cuerpo, pero Feet ha probado el poder y se ha corrompido. Es entonces que comienza el viaje de la actriz por los ya mencionados personajes.

Fotos Roberto Carlos García Ramos

Quienes deciden a qué bando va cada persona del público son dos agentes de traje negro y gafas oscuras que no ponen en contexto al espectador y tampoco tienen otra interacción. Por lo demás, suponemos que simulamos a las élites de poder, que el mundo es nuestro y que matamos –dividimos– a la humanidad en corrompida o sensata. La música, entre el Bolero de Ravel y Pink Floyd y alguna que otra alusión a la droga a través de Los Beatles, tensan o relajan la trama, como si fuera una cuerda que no tiene grandes vueltas.

El periplo de Head, que es el periplo del público, demuestra que casi siempre gana el poder, y el poder casi nunca está del lado del bien. Feet es un héroe condecorado, Head es vendido en órganos. Feet inicia una batalla en la frontera, que no es más que el serrucho con el cual, al inicio de la obra, se dividió el mundo. La guerra termina el misil, el misil en muerte y la muerte termina con el divisor-vendedor mostrándole la luna a los bandos.

Sí. El mundo está repartido y no precisamente por el Meridiano de Greenwich, sino por el Ecuador. El norte explotó y explota al sur, el sur resiste sin saber cómo. No hace falta abstraerse en un lenguaje inexistente para decirlo. Puede decirse con todas las letras y en cualquier idioma. Como en aquella canción de Carlos Varela, todavía están tumbando los muros/ están cruzando fronteras/ el día está más oscuro/ están cortando cabezas/ están jugando a la guerra y están borrando el pasado.



Una terminal diferente para un tranvía llamado deseo

Por Roberto Carlos García Ramos

 

Reformular una obra clásica es siempre un reto, más si es de un autor como Tennessee Williams, pues pareciera difícil replantearse una fórmula ya probada, como la de Un tranvía llamado deseo, de Teatro Rumbo, de Pinar del Río, pero la marginalidad y la agresividad con que se trabajó en este caso aporta una visión un tanto diferente, tal vez algo parecida a nuestra sociedad actual, y eso hace que un clásico del teatro psicológico norteamericano como este tenga un diálogo más coloquial con el público cubano.

Existe una máxima en el teatro y es dejar sobre el escenario lo imprescindible, para que el público se concentre en lo importante. En la puesta se evidencia una ausencia casi total de escenografía, pues el director prefirió prescindir de cualquier artilugio para depender totalmente de un diseño de luces, a mi entender no tan acertadas, y las actuaciones como plato fuerte del montaje. En este sentido es válido destacar que los actores y actrices son capaces de incorporar grandes cargas de tensión y dramatismo durante el espectáculo, aunque en ocasiones carentes de transiciones. Y sobre todo, resaltar la experticia de la actriz que interpreta a Blanche, capaz de matizar la puesta en escena hasta su culminación, y creo es quien se lleva los lauros en esta ocasión. La actriz, de una evidente trayectoria, logra establecer un equilibrio con los demás actores, conquistando al público sin rasgos costumbristas o estereotipados, mostrándonos una Blanche única.

Hubiera sido pertinente un programa, aunque sea digital, para dar nombre a los actores que intervienen en el montaje, pues la crítica debe estar referida con nombres y apellidos. Pero por desgracia no fue así.

Es importante, asimismo, destacar la utilización del montaje arena para la puesta en escena, si bien puede explotarse con mucho más intencionalidad si logra esa intencional proximidad, capaz de condicionar y sugestionar al público, pero desde un ambiente intimista.

Foto tomada de Facebook

Pero definitivamente estamos ante una misma historia de un tren o tranvía, pero contada de una manera diferente, sobre todo con un gran olor a la Cuba que no queremos, pero que desgraciadamente vivimos; mostrando al público algo imprescindible, cuestionando nuestra realidad y poniendo en las narices del público la miseria diaria, la corrupción y esa violencia que rodea hoy al cubano.

Es necesario agradecer por este espectáculo sin filtros, capaz de hacer pensar a jóvenes y adultos. Pero sobre todo, por sobreponerse y seguir haciendo teatro en tiempos difíciles.

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