«Saltar de un avión sin paracaídas»

Lo conocí en el ISA. La vida nos hizo coincidir en un aula y en los pasillos donde el teatro comenzaba a tener vida. Nada fuera de lo casual. Yo ignoraba que, algunos años después, volvería a encontrarlo. De ese hallazgo nació más que esta entrevista y que estas preguntas a Raúl M. Bonachea Miqueli, un hombre del teatro, un hombre de la Historia y de Cuba.

Tu quehacer escénico bebe de una tradición familiar que está bien entroncada en tu espacio de nacimiento: San Antonio de los Baños. ¿Hasta qué punto la familia impacta en tu obra, tanto la que se enfoca en la literatura dramática como en la dirección?

Raúl M. Bonachea Miqueli/ foto mauro cantillo

Como sabes, provengo de una familia de teatristas. Mi abuelo Miguel A. Miqueli fue integrante de Teatro Universitario en la década del cuarenta e Instructor de Arte de la primera generación en los sesenta; mi madre, Maridely Miqueli fue Instructora en San Antonio por más de cuarenta años.

Mi casa siempre estuvo rodeada de actores, de guiones, libros y charlas que activaron en mí una manera de asimilar el teatro como un miembro más de la casa. Así que crecí en un ambiente donde estar con mi mamá durante horas y horas de trabajo, y conocer nuevos amigos giraba en torno a un escenario, a una casa colonial donde en cada rincón aparecía un personaje. Es una formación creativa de la que no puedo separarme en el presente porque es parte importantísima en mi educación sentimental y de la manera en que me relaciono con el mundo.

Cada imagen, cada personaje, e incluso los espacios y atmósferas, primero habitan San Antonio, entran por sala de mi casa y luego se transforman en otras cosas, en entelequias con vida propia. Por ejemplo, siempre que veo un cuerpo en el espacio escénico o a un personaje accionar lo ubico en la antigua sala de teatro del pueblo; en un rincón de mi mente se visten con los vestuarios con los que yo jugaba de niño.

Creo que un autor puede crear muchos seres a partir de su familia, de sus amigos; por lo menos en un inicio, luego estos desafían a los que sirvieron de moldes. En el escenario de la hoy Casa de la Cultura de San Antonio he imaginado los mundos más inverosímiles. Paradójicamente, “la salita teatro” —como le decían— ya no existe, o por lo menos cómo era, pero su magia sigue activando mi imaginación.

La estación del tren, el bosquecito o la cueva del sumidero son también otros lugares que recorro en esa enmarañada selva que es el proceso creativo. La familia, el pueblo y sus habitantes laten en la profundidad de mis creaciones sin importar el tema, género ni procesos a los que me enfrente. Son mi zona de confort.

Desde San Antonio hiciste teatro con diversas asociaciones de actores que, con el tiempo, se disolvieron. ¿Es el gran drama de los directores jóvenes encontrar un equipo de trabajo perdurable?

Creo que es parte de un drama más profundo, y no solo en nuestra realidad insular: afecta tanto a los jóvenes directores como a otros creadores que trabajan en equipo.

Por supuesto, para los jóvenes se hace más difícil nuclear un grupo de gente que lo sigan, pues su escaso currículo, su inexperiencia y resultados no lo acompañan de caras al mercado; ya no pienso ni tan siquiera para reunir a un equipo perdurable —que parece más ilusión que realidad— sino para invitar a otros a que lo acompañen en su empresa.

Los jóvenes que lideramos estos procesos no somos atractivos para otros jóvenes, ni para un sistema de creación que busca desesperadamente resultados, cada vez a más corto plazo; que busca una ganancia económica sustanciosa y que busca desesperadamente el reconocimiento mediático. Los procesos artísticos en la actualidad se transfiguran en procesos de circulación mercantil.

En el teatro, el conflicto se multiplica. De todas las manifestaciones es una de las más artesanales por su lento proceso y además una de las peores remuneradas en todo el mundo; así que de entrada, hacer teatro es casi como trabajar para una empresa en quiebra permanente.

El verdadero drama es cuando todas estas variables son las que mueven las decisiones personales, antes incluso de que comience el trabajo, antes de saber de qué va esta obra, esta poética o este creador. Muchos optan por terrenos donde todas estas interrogantes estén resueltas de maneras atractivas, donde hay garantizado un aparataje que sostiene el proceso. Ninguno de estos consumidores/artistas se pregunta, o por lo menos de una manera seria, qué me aporta esta propuesta a mi manera de entender el teatro, a mí como ser humano. Lo más triste es cuando el trabajo de arte se vuelve puro objeto de valor de cambio.

El director joven tienen que lidiar con este mundo que está diseñado para que otros colaboren con él mercenariamente, debe tratar de resolver el dilema productivo y de circulación (aclaro que la producción es imprescindible en el mundo teatral, no se malinterprete mi respuesta como una ultra defensa para que todos trabajemos gratis, pues de esto vivimos).

Creo que el director joven debe concentrar siempre su energía en el proceso, en el crecimiento estético y espiritual que representa una obra determina para él y para el resto del equipo. Sí, que nos dé para comer, que exista un diseño productivo y promocional, o al menos una estrategia de cómo lograrlo, pero nuestra oferta tiene que ser otra porque por ahí ya vamos perdiendo.

Hay que vender que hacemos ARTE y hay que llegar hasta los límites más insospechados por conseguir un producto ARTE, que es una palabra muy corta y con muchas acepciones, pero que le queda grande a muchos empresarios artísticos, como también a muchos bohemios sin constancia ni rigor estético.

Esa es la manera de cambiar las cosas, porque siempre hay un grupo de gente que salta un rato del circuito que lo convierte en obrero/consumidor de mercancías y que quiere participar en la maravillosa experiencia de crear un ser, algo vivo. Luego si el equipo perdura o no, es otra la narrativa: al menos ya nació algo que nos humaniza y que el espectador agradece porque, aunque llegue de último a la historia, también sufre la misma explotación.

Desde las aulas del ISA te formaste como dramaturgo y, recientemente, también como director escénico, gracias a la primera maestría de dicha especialidad que convocó la Facultad de Arte Teatral. ¿Cuánto valoras la formación académica?

Es importantísima para desarrollo profesional de cualquier artista, sobre todo en una época donde escuelas, universidades y academias atesoran conocimientos y maestros con un alto nivel técnico; pero soy del criterio que cada artista tiene que ser muy celoso con su crecimiento y no ser un mero receptor de lo que aprende desde un aula, porque corre el peligro de tener más discurso que obra y de repetir conceptos que no le son propios, por estar acorde con los nuevos rumbos teóricos. También el otro extremo es muy peligroso, que es el de los creadores opuestos a todo tipo de formación académica, lo cual es para mí un grave error.

Cada uno debe iniciar su propio camino entre lo que recibe académicamente y lo que necesita, entre la práctica que le rodea y su propia obra. Un artista nunca debe perder la noción del taller, de saber que su trabajo es un oficio que necesita de una maestría sobre el cómo llegar a un resultado.

Muchos en nuestras escuelas se concentran en aprender a redactar un discurso que justifique estética y semiológicamente al artista, al proceso, a la obra, a los referentes que maneja y el resultado poco tiene que ver con ese maravilloso discurso. Las escuelas de arte a veces ponen todo el peso de su enseñanza en la pedagogía y no en la creación, por lo tanto sus estudiantes aprenden muy rápido a dar la respuesta correcta, a crear estantes de categorías antes de solucionar su propia obra, aplicándole o negando lo que sabe. ¿Acaso existe en materia de apreciación, de sensibilidades, la respuesta correcta?

Una obra puede susurrarnos algunas pistas de ese largo proceso de formación del creador, de su discurso, pero nunca puede ser un alegato. Un estudiante de arte es un creador y no puede desprenderse de su obra porque con ella transforma la realidad. Desde los ejercicios de clases, el objetivo principal debería ser crear, desde ahí se aprende, se enseña o —mejor— se comparte un pensamiento teórico y una sensibilidad.

Cada artista desde su individualidad —no sé si sea demasiado romántico, pero es lo que creo— debe conocer el terreno que pisa, debe escuchar su propia voz, así sabrá quiénes son sus verdaderos maestros, quiénes tienen algo que decirle o quiénes le muestran un camino hacia maestros de otras épocas que se parecen a él, hacia espíritus que lo acompañen en su proceso formativo.

En esa exploración, uno se va convirtiendo en aquello que busca; entonces los maestros te eligen a ti y la enseñanza llega mediante el filtro de lo que eres: un artista y su obra. Si en tu formación académica pudiste descubrir eso, entonces valió la pena. Yo en lo personal, en el ISA —gracias algunos pocos maestros— puedo decir que todo el tiempo formativo valió la pena, más por las preguntas que me provocaron que por las respuestas que yo buscaba.

A tu criterio, ¿cómo valoras la joven dramaturgia que hoy se escribe?

Es una pregunta un poco difícil, te lo digo rápido: creo que tiene que luchar por quitarse el apellido. Debe esforzarse por ser dramaturgia a secas y resistir los oleajes de modismos para encontrarse directamente con su rostro, que tiene referentes pero no maquillaje, ni máscaras.

Eres un escritor que, de cierta forma, se resiste a la etiqueta. ¿Sientes que ser director es tu esencia más verdadera? ¿Por qué?

Mi propia intranquilidad ante lo que me rodea, me juega siempre una mala pasada a la hora de enfrentarme a la hoja en blanco, por lo que prefiero la artesanía de la dirección y desde ahí voy articulando la literatura. Tal vez este fenómeno no lo vivan otros escritores, pero yo tengo esa necesidad de encontrarme con un equipo, con un actor, con un público, porque eso es lo que he hecho durante mucho tiempo; es mi manera de encontrar la dramaturgia y por ende la literatura.

Luego la publicación es para mí un registro que supera a la inmediación, cuando esta ya no puede realizarse o para que otros puedan armar sus propios universos a partir de ella. Te confieso: estoy aprendiendo a reconocerme como escritor, porque a la par que he dirigido, he tenido momentos donde mi pensamiento no cabe en el mundo cerrado del teatro, de la acción; entonces estos destellos creativos tienen otras formas como la poesía o la narrativa. Ahí viene el dilema, porque son medios con leyes propias, así que trato de no olvidar que lo que escribo es para ser compartido.

De una forma u otra, siempre caigo en la recepción, tal cual hacen los directores escénicos en su puesta, en cómo colocar mis palabras en la sensibilidad de los receptores. Ta vez por eso mi esencia es la dirección: guiar cuerpos, luces o palabras hasta otros seres humanos.

Valoras la formación física en tus actores; elemento este que es perceptible en tus puestas en escena. ¿Hasta qué punto se complementa esta formación física con las herramientas mentales e intelectuales de un intérprete? ¿O son acaso dimensiones diametralmente opuestas?

Los seres humanos estamos entrenados desde edades muy tempranas para desarrollar el pensamiento racional. A los cuatro o cinco años comenzamos a ir a la escuela, donde el cuerpo es el último que interviene en este aprendizaje… a veces ni lo hace.

No por gusto los griegos y otras culturas ancestrales equiparaban la inteligencia corporal al pensamiento más elevado; un individuo en esas sociedades debía potenciar tanto el mundo de las ideas como el de los músculos. Sin embargo, científica y poéticamente hablando, ¿podemos separar la racionalidad del cuerpo, la sensibilidad del proceso bioquímico que la provoca? ¿Existe una herramienta mental que no se conecte con el mundo sensitivo?

Por lo tanto defiendo un training donde el texto, la teoría y las ideas se conecten primero con nuestra corporalidad, invirtiendo el proceso al que estamos acostumbrados a recibir conocimiento. Busco expandir los cuerpos, sus limitaciones y transformarlos en una especie de receptores, siempre alertas, siempre listos para captar de una manera más integral lo que pensamos y sentimos.

Trabajo con los actores, distanciándome en principio de la racionalidad del teatro, de las herramientas mentales, para que el cuerpo de cada actor se abra a recibirlas en el momento adecuado. En mis procesos, el trabajo de mesa no existe o existe mientras sudamos, mientras improvisamos.

Creo que no es la formación física lo que valoro o lo que fomento en los actores, es algo más. Trato de encontrar el espíritu de esos cuerpos que me acompañan en escena, el objetivo de esos movimientos, el movimiento de esas almas que se expresan por medio de un cuerpo: ahí la herramienta deja de ser mental. Invito a los actores, con un bombardeo de ejercicios, a que descubran primero en su piel los latidos del pensamiento y la teoría.

Yo pienso porque tengo un cuerpo. Pienso porque puedo sentir.

Pocos conocen que eres, además, poeta y narrador. Tu poesía, en particular, va siempre hacia el mapeo de la familia, hacia lo autobiográfico, hacia un desnudo a veces doloroso de quién eres. ¿Piensas que un artista debe partir de la honestidad para escribir?

El artista siempre debe ser honesto consigo mismo y con su época, no solo en la poesía que es el género donde la voz del escritor pasa con menos filtros, con menos máscaras. Algo muy diferente sería hacer confesiones de tu vida personal sin ninguna trascendencia, solo por el hecho de provocar verismos tontos.

Creo que cuando un escritor reflexiona sobre su propia existencia tiene que ser capaz de sublimarla a un nivel artístico, y debe intentar por todos los medios que esa obra sea capaz de conmover y evocar en otras personas, ideas, sensaciones e imágenes parecidas a las que él ha vivido, partiendo de la honestidad para llegar a la metáfora, al signo que arropa lo real.

Claro que el artista puede ser sujeto y objeto de la obra de arte, pero es un compromiso con el que no se puede jugar porque si te mientes a ti mismo, se pierde lo humano, te pierdes en tus propias palabras y tu desnudo es solo un show nudista, un personaje más, y eso se siente en la primera línea.

Muchas veces en mi poesía —como dices, autobiográfica— hablo como mis ancestros y a ellos no les puedo ocultar nada, es una manera de dialogar, de homenajearlos, de pedirles perdón y de revivirlos.

Como dice Silvio Rodríguez: “adónde van esas palabras, adónde van”. Estoy seguro que llegan hasta ellos, donde quiera que estén. Otras veces me hablo desde el pasado al yo que soy en el presente, pero siempre estos versos, este dolor poético busca al otro ser humano que me lee y siente el peso en sus propias ausencias, de la traición y de su propia mortalidad en esta isla poética por naturaleza.

Para mí escribir, aún desde la ficción menos autobiográfica, es un acto de honestidad espiritual. Desde ahí dialogo con los demás creadores y con el público. Ya existen demasiados espacios en este mundo para mentirnos y el arte, aunque construido de artificios, siempre habla de quién emite ese mensaje cifrado, de lo que piensa y de lo que siente. Yo no quiero tener incongruencias con estas extensiones de mi ser.

Raúl M. Bonachea Miqueli/ foto mauro cantillo

Con La caída diste cuerpo, textual y posteriormente escénico, a un Ignacio Agramonte que reúne, en un mismo cuerpo, experiencia histórica con elementos ficcionales. ¿Cómo nace tu obsesión por esta figura de nuestras guerras? ¿Cómo transcurrió tu proceso creativo?

La principal obsesión fue responderme preguntas, reconfigurarme como creador y como cubano. Aquí caemos un poco en lo que te mencionaba de la honestidad, ahora no solo personal, sino histórica.

Desde pequeño, la muerte de El Mayor era para mí un final ambiguo para una vida luminosa. Desde que mi abuelo —apasionado por la Historia de Cuba— me contó esto, siempre sentí que no había respuesta convincente.

Partí de ese héroe en una fosa común, de esa muerte sin mucha explicación para entrar en su vida, sus conflictos y sus errores, y descubrí que los míos en el teatro eran muy similares. Estaba al frente de un grupo de jóvenes que no cobraban por su trabajo, que no estaban respaldados, aun con una producción. Jóvenes que viven en un país que lucha diariamente contra adversidades económicas. Jóvenes que se desconectan con facilidad de la Historia y el ideario que nos conforman como nación, problemáticas que en otras circunstancias también tuvo que abatir, machete en mano, El Mayor en la manigua. Convertí mi teatro en el campo de batalla donde se forjó la nación y en una asamblea donde se discutía la Constitución de Guáimaro, pero también la más reciente. Yo soñaba con Agramonte y él, de alguna manera, conmigo.

El proceso fue agónico, productivo, idealista y pragmático a la vez, como fue la Guerra de los Diez Años, algo muy contradictorio. La investigación histórica en cuanto a personajes, documentos, citas, circunstancias históricas, tonos, lenguaje de estas personalidades me tomó casi tres años, por lo que fue un proceso de escritura y de puesta en escena largo y enjundioso que incluyó, además, visitas al terreno y entrevistas con especialistas, entrenamientos de danza, circo y algo de esgrima.

Luego lo más difícil, en cuanto dramaturgia, fue hacer posible y orgánica mi visión escénica, la investigación y dar respuesta a la incógnita de saber lo que pasó el 11 de mayo de 1873; además, hacerlo en el tiempo lúdico y maravilloso de una puesta en escena.

Vale aclarar que no es el de la ensayística o el de la narrativa, géneros literarios que tienen un tiempo y una mediación. En el escenario, el problema está vivo, el argumento no se cuenta sino que se ejecuta porque hay un espectador y actor que, en un tiempo determinado, activan la emoción, la ciencia y el juicio político, desde lo simbólico y lo kinestésico. Si no tomamos bien el pulso de lo que queremos hacer, el espectador se levanta de su silla y vuelve a su vida lejos de la escena, y tu texto entonces se transforma en un panfleto, tal vez bien escrito, disfrutado en la lectura pero que no le cabe al escenario y a sus leyes. En el escenario todo se carnaliza.

Luego fue arrancar las máscaras al resto de los intérpretes, desmovilizar o reubicar la contradicción de ellos con la Historia y con su contexto, para que así lograran salir a escena, con un sinnúmero de obstáculos en su contra, pero desnudos y sin miedo como en las cargas mambisas: ellos no retrocedieron hasta la última función.

Tu pasión hacia la figura de Agramonte te llevó, incluso, a representarlo en escena. ¿Qué transformaciones físicas debiste realizar para darle cuerpo al personaje? ¿Cómo enfrentar, a una misma vez, el rol de director y el de actor?

El camino que elegí de autorreflexión no permitía soluciones artificiosas. Si yo era un personaje, si yo tenía esta obsesión, pues debía ser consecuente conmigo y transformarme en un soldado de mis propias convenciones. Adopté su imagen como la mía y en este juego de reflejos físicos e ideológicos, cambié mi cuerpo y mi sensibilidad.

Lo más importante no fue alcanzar un parecido físico, el cual me costó bastante entrenamiento porque era un hombre mucho más delgado que yo, hábil con la espada y enérgico al hablar, sino que ese Ignacio de mi investigación —el que yo descubrí y creé— entró en mi cotidianidad, lo incorporé a mi temperamento.

Hoy me sigo sintiendo un poco Agramonte, no he vuelto a tener la misma corpulencia de antes, soy mucho más apasionado con mi trabajo y en mis discusiones digo lo que pienso sin temor, pero a la vez me he vuelto un hombre más dulce y sensible con mi mujer, más familiar. Creo que esto me seguirá acompañando por mucho tiempo.

Con la escritura de esta obra me evalué como licenciado en Arte Dramático pero después, cuando el texto espectacular y la puesta en escena estuvieron listos, fue mi tesis de la Maestría en Dirección. Tal vez no estaba preparado para despeñar tantos roles con un tema que también revaloraba la Historia y nuestro presente político más inmediato. Ignacio tampoco lo estaba cuando comenzó la guerra y aun así entregó todo por no renunciar a sus ideas. Yo hice igual.

Fue un momento donde muchas variables se combinaron para articularse en un complejo entramado emocional que incluso socavó hasta mi salud, pero incluso así fue una experiencia maravillosa. Representó un crecimiento muy fuerte en lo personal y lo creativo.

Cuando actúas en la obra que diriges, es como saltar de un avión sin paracaídas: solo puedes aterrizar en una pieza si los que te acompañan en esa caída libre te dan la mano. A la vez debes asegurarte antes de saltar que ellos tengan el equipamiento para aterrizar sanos y salvos. Tiene que existir un verdadero equipo creativo, una democracia teatral, lo cual es muy difícil de lograr y sostener por largo tiempo.

Creo que un director en cualquier proceso debe ser primero exigente consigo mismo, debe aplicar el rigor máximo a su tarea y, si además actúa, debe saber comprender a los otros y trabajar mucho en solitario para que su proceso de actor no nuble su juicio como líder.

Hablemos de tu grupo. ¿Cómo nace el nombre? ¿Qué o quiénes son Laboratorio Fractal?

El nombre se lo debo a un amigo. Muchas veces la gente a nuestro alrededor puede nombrar con más facilidad lo que hacemos. Siempre he visto mi obra como un resultado de laboratorio, en un constante proceso y como parte de una investigación sobre el actor y su técnica, sobre cómo confluyen otras disciplinas en el plano teatral. En una noche de trabajo, mi amigo Nelson Beatón me bautizó como un fractal que se mueve en diferentes aguas y que, al unirse con sus semejantes, crea otros mundos.

Laboratorio Fractal es la manera en que comparto mi experiencia con otros creadores, los que no pueden resistir la idea de crear, de transformarse en nuevos seres partiendo de sus esencias. Es una nube, un huracán y una gota que cae en el océano.

Mi laboratorio fractaliza el caos del cuerpo/mente, de una sociedad y una época para organizarlo y crear algo nuevo.

Acabas de obtener la Beca de Creación Milanés, que concede la AHS a proyectos escénicos, con la obra Cuerdas percutidas. ¿Qué sonidos, emociones o percepciones buscas percutir en la mente de los futuros espectadores con este proyecto en particular?

Busco la melodía de la infancia, las canciones de mi abuela en las tardes de verano, el sonido de un gato hambriento, las resonancias de una caja de música, las resonancias del olvido. Busco el sonido de las teclas sin cuerdas de un piano, del sexo sadomasoquista, de la carne. Quiero percutir la soledad. Quiero perfumar la risa sin dientes de una vieja que hurga en un latón de basura. Quiero que entreguemos una medalla a los que luchan por su libertad sexual y que cantemos con los locos una balada. 

En este momento de tu vida como artista, ¿qué nociones te han quedado del pasado y qué búsquedas te atan a un posible futuro?

Del pasado me queda siempre mi abuelo, el teatro y mi pueblo; nada de lo que hago puede desprenderse de eso. Quisiera encontrar en el futuro a otros fractales que no cierren el laboratorio por angustia económica. Al futuro me ata el destino de Cuba. Mi obra siempre recalará en su gente y en sus costas.

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