Tres nuevos autores para colección Premio Abril

Premiados: Rubén Rodríguez, Olga Montes y Víctor Hugo Pérez Gallo

Sin dudas, el premio Abril se ha convertido en uno de los más prestigiosos del mundo literario cubano, esto se debe, quizás, al atractivo diseño editorial de las propuestas que nacen bajo la Casa Editora que lo convoca, la peculiaridad de ser el único que convoca dos categorías por separado: infantil y juvenil, o por la nómina de autores que en años anteriores se lo han ganado y que constituyen hoy las principales figuras de la literatura infanto-juvenil en el país. Textos de Luis Cabrera Delgado, Enrique Pérez Díaz, o Mildre Hernández, por solo nombrar algunos, integran esta lista, libros que, posteriormente, obtienen el Premio de la Crítica o La Rosa Blanca.

A partir de hoy, otros tres de ellos, integrarán la colección premio Abril, para beneplácito de los lectores cubanos: Rebeca Remedios y los niños más insoportables del mundo, de Rubén Rodríguez; Chimbe, de Olga Montes y Las minas del olvido, de Víctor Hugo Pérez Gallo. Tres nuevos títulos de tres autores con estéticas que distan mucho una de las otras. Dos merecedores del premio en el año 2015 y uno en el año 2007.

Mientras leemos el título Rebeca Remedios y los niños más encantadores del mundo, enseguida nos remitimos al mundo Garciamarquiano, en el que se funden las fronteras de la realidad y la fantasía y los personajes, hasta cierto momento cuerdos, experimentan una especie de locura que los hace ser únicos e inolvidables. Aunque el personaje de Rebeca Remedios no pertenece a nómina de los Arcadio o los Buendía, Rubén apela, por lo menos desde la nomenclatura, a la evocación de los personajes de esa familia que se ha convertido en referente para muchas familias latinoamericanas: Rebeca, la niña que come tierra y cal de las paredes y se chupa el pulgar y Remedios la bella, la mujer que asciende en cuerpo y alma hasta el cielo ante los ojos atónitos de los macondianos.

Con una vasta experiencia dentro del mundo de la literatura para niños y la que se escribe para adultos, Rubén retoma a Garabulla como el espacio para los conflictos de una familia de campo, y construye la tercera parte de la saga que nació con el libro El Garrancho de Garabulla (Premio de la Ciudad de Holguín, 2005; Ed. Holguín, 2007) y continuó con Paca Chacón y la educación moderna (Premio Herminio Almendros, 2006, Ed. Oriente, 2007). En este última entrega el lector podrá reconocer a Ernesto, el joven escritor del campo, sospecho alter ego del propio Rubén, a Erika, la inquieta niña de ojos azules, a mami Maritza, la madre de Erika y esposa de Ernesto; al abuelo Tomás, defensor acérrimo del campo y sus tradiciones y las abuelas Delia e Irene, la primera, amante de las radionovelas al punto de confundir los personajes que nacen de ellas con los de la realidad misma, y la segunda, el horcón de esa familia, la persona más cuerda, la que lleva las riendas de la casa azul.

Cada uno de ellos, junto a otros, transitó por los dos libros anteriores para llegar, felizmente, a esta nueva entrega del autor holguinero, merecedor en el género infanto juvenil, además del ya mencionado, los premios La Edad de Oro, Hermanos Loynaz, Oriente y el de la Crítica Literaria.

La trama de Rebeca Remedios… comienza en el embarazo y posterior alumbramiento gemelar de mami Maritza. Mucho antes de la llegada de Nito y Nita, los mellizos, ya la casa se había convertido en un hormiguero. Como ya nos tiene acostumbrados esa estirpe, fueron motivo de reuniones familiares las náuseas de Maritza, el color de la ropa de los recién nacidos, el descubrimiento del sexo de los gemelos y el bautizo. Lo que le permitió al autor, con la ironía que caracteriza su escritura, regodearse en las tradiciones del campo, esas que dejarían boquiabiertas a cualquier familia de la ciudad.

Hay algunos momentos de la historia en los que se produce una muda en el narrador y no sabemos si es un omnisciente el que cuenta o es el propio Rubén, desde los ojos de Ernesto, o Erika, que desde el espacio que le tienen asignado, esta vez como personaje secundario ya que todo el mundo: escritor, familia y lectores están enfrascados en los mellizos, puede darse el lujo de construir, desde la inocencia y el asombro, la historia a su manera.

Todo es armonía y tranquilidad hasta que al pueblo llega Rebeca Remedios, una supuesta curandera que bajo otro aspecto viene apareciendo en los libros anteriores de Rubén. Rebeca Remedios pone patas arriba la felicidad de esa familia y, apelando a códigos anteriores, engaña, se aprovecha de los demás, odia con todo el odio del mundo a Ernesto, el joven escritor del campo, y sobre todo le hace alergia a la mermelada de guayaba con queso.

De nuevo el enfrentamiento entre el bien y el mal reina en la literatura infantil, pero esta vez se soluciona con el original y fino humor que caracteriza toda la obra de Rubén Rodríguez. Especial atención merece el orden de los últimos capítulos, cuando del 16 el autor salta al 18. Para el lector apurado este pudiese resultar un error de edición, sin embargo el lector detallista podrá darse cuenta que, al final del libro, reaparece el capítulo 17 en que justifica la solución del conflicto, eliminando los cabos sueltos que quedaban antes.

Estamos frente a un libro que hará reír a muchos, llorar a algunos (sobre todo si se solidarizan con la abuela Delia y escuchan junto a ella sus radio novelas) pero sobre todo hará reflexionar a todos. Rebeca Remedios y los niños más insoportables del mundo es un libro que, como los anteriores de esta saga, refleja y critica el mundo en que vivimos y deja al descubierto algunas de sus verdades más tristes.

Usando también el medio rural como escenario para su historia, nos presenta la artemiseña Olga Montes, su novela Chimbe. Si en el caso de Rubén Rodríguez hablábamos del universo mágico que se recrea a través de una familia variopinta, apelando a los recursos del realismo mágico, en el de Olguita es notable la influencia de lo real maravilloso carpenteriano a través de las descripciones minuciosas de la flora y fauna de Mango Bonito y Peña Blanca, al punto de hacernos verosímiles las conversaciones que se generan entre una jutía y la familia González.

En los primeros capítulos, Chimbe, protagonista, se nos presenta como humana, deducción que hacen los lectores al descubrirla tomando café con leche, comiendo huevos, viandas, azúcar crudo y maní tostado, además, los cinco hijos de Flora y Goyo insisten en llamarla hermana, esto invita a que los lectores se construyan su propia historia a partir de los pocos elementos que se brindan, ¿de dónde habrá salido esa niña que vive con los González y no es su hija verdadera, será adoptada y… sus padres?, se preguntarán algunos. Mientras la duda los acompaña disfrutarán de la convivencia de una familia que, en el medio del campo, alejada de los adelantos tecnológicos y el bullicio de la ciudad, es feliz.

Sin embargo, en la medida que avanza la lectura descubrimos que Chimbe es una jutía que, alejada de la vida silvestre de las montañas, se siente tan humana como el resto de los González. Al punto de que ambos padres la sienten como una hija. He aquí un homenaje a la inversa a Rudyard Kipling y su más grande libro El libro de la selva. Tanto Chimbe como Mowgli asumen como suyo un mundo al que no pertenecen por naturaleza y más tarde esto le provoca conflictos. Aunque Olga Montes es una autora versátil y de ello dan fe sus libros La mochila de Vicente, publicado por la Editorial Unicornio y Danza de los papalotes (Premio Fundación de la Ciudad de Matanzas, 2014; Ediciones Matanzas, 2015), en los que predominan el tratamiento de temáticas sociales más típicas del medio urbano, es un libro titulado El gorila de Angumú (Premio Regino E. Boti, 2013; Ed. El Mar y la Montaña, 2014) en dónde podrán encontrar referentes más cercanos, en su propia obra, de la vida de los animales y su relación con el hábitat de los hombres.

El punto de ruptura de esta historia ocurre cuando la jutía tiene que salir de su hogar y descubre que hay mundo más allá de sus paredes confortables. El encuentro con la rana, el camaleón, la rata mocha, los guayabitos manigüeros, los perros Salvador y Camagüey, las jutías carabalíes, Lacho, el majá de Santamaría y, sobre todo, con Zip cambiarán su visión del mundo y dinamitarán la zona de confort en la que se encontraba. Cada uno de ellos, a su manera, le hace dudar de la «extraña relación» que tiene con la familia González y las consecuencias que ésta podría traerle.

Sin embargo, de todos es con Zip con quién logra una mayor empatía, una jutía conga macho que la hace estremecerse cuando le habla, se encarga de protegerla y le cuenta sobre todo lo que podría tener en Peña Blanca, el lugar de dónde él procede: […] Cierto que le gustaría conocer esa montaña rocosa donde viven tantas jutías, y dejar que Zip trepe a los capulíes y le obsequie los frutos más grandes y rojos. Le encantaría caminar por el musgo húmedo que crece en las laderas bajas, faldeando los barrancos e internarse en el corazón de la sierra para ver a los venados con sus crías, bebiendo las frías aguas del arroyo. […]; es Zip quién la hace pensar, junto a los conflictos a los que se va enfrentando a lo largo de la historia, si es feliz o no con los humanos. Con Zip se siente diferente y, aunque aún no sabe, lo ama.

Al final del libro Olga nos sorprende y, en el momento en que la jutía tiene que tomar la decisión más importante de su vida, en el momento de elegir entre los humanos y el amor de su vida, cuando los lectores ya han tomado un partido y quieren descubrir si coincide o no con el de la autora, en ese instante en que todos tenemos el corazón en las manos, Olguita termina el libro y nos deja en suspenso, quizás invitándose, ella misma, a escribir la segunda parte de la historia, o quizás invitando a los lectores a que escriban su propio final, ese que ya, desde antes, tenían pensado.

Estamos ante una autora con sensibilidad y conocimiento del mundo de los niños, un mundo que, cuando se le escribe desde el respeto y la emoción, te abre las puertas sin vacilar.

Contrario a los otros dos títulos: Las minas del olvido, de Víctor Hugo Pérez Gallo, no mantiene al campo como escenario, y junto a este, otros muchos aspectos lo diferencian de los dos anteriores. A través de seis cuentos se construye un mundo escalofriante alrededor de la Universidad de Moa, parafraseando a uno de los personajes, un centro de altos estudios situado en la zona más selvática y atrasada de Cuba.

Quizás por encontrarse tan apartada o quizás porque los cuentos de terror y misterio siempre han interesado a este autor, es que los sucesos que allí ocurren aturden hasta al más experimentado de los lectores. Víctor Hugo consigue sumergirte en el mundo de tierra roja y suspenso que rodea la universidad, al punto de que mientras leía, sonó el teléfono de mi casa y salté de la silla asustado.

Cada una de las historias nace de una Invocación escrita en el Libro de los mineros, especie de manuscrito maldito que provoca desgracia a todos los que leen. Seis historias que apelan a referentes de Grecia antes de Cristo, la literatura eslava, el Islam e incluso personajes cubanos del siglo xix como Leonardo del Monte, padre de Domingo del Monte, el primer crítico cubano conocido, o la autora del intento de asesinato a Vladímir Lenin: Fanni Kaplán.

Ya desde el primero de los cuentos: «Breve compendio de la existencia cronológica del Libro de los pazyryk (Пазырык) o Libro de los mineros», nos anuncia de los infortunios de todo que el que tuvo este cuaderno en las mano, desde años tan lejanos como el siglo 627 antes de Cristo, sirviendo esto como anunciación del carácter de los cuentos que vendrían después.

Los otros relatos nos presentan a personajes desesperados, histéricos, enajenados, viviendo en ocasiones una realidad alternativa, un mundo poblado por brujas que sacrifican niños frente al altar de una diosa; animales prehistóricos que recobran vida y se alimentan del cerebro de los humanos; cocineros que danzan envueltos en sangre mientras escuchan los quejidos de los terribles efad, mascotas domésticas del Dios Tiamet, que fungen como reservorio de las almas de niños asesinados en el pueblo o mundos paralelos en los que el protagonista tiene que luchar contra el poder de Tiamek y Robram, su esclavo semihumano. Un universo realmente alucinante y que pudiese resultar distante de la realidad cubana, pero que al autor logra aterrizar por momentos y para aliviar las tensiones recrea pasajes en donde la sátira gana la partida.

En uno de los pasajes se hace referencia evidente a Virgilio Piñera y una de sus novelas más conocidas: La carne de René, lo que refiere de su interés por el acercamiento de los lectores, no sólo a la historia universal sino a la literatura cubana, como parte de nuestra identidad: […] «¿le gusta la carne?», me dijo, y en su voz noté un no sé qué énfasis que evidenciaba que ella no estaba preguntando si me gustaba el aderezo que hacían allí o esa parte del pollo, sino si me gustaba la «carne» en sentido general, cualquier «carne». Asentí mecánicamente y ella siguió limpiando las mesas con una sonrisa que supe maligna desde aquel instante […].

Este es un libro que además trata de universalizar a ese sitio «selvático y distante» que es Moa pero que evidentemente tiene recuerdos entrañables para el autor. Como mismo lo hiciera Gabriel García Márquez con Macondo, Nersys Felipe con Guane, Dora Alonso con el valle de Viñales o Juan Rulfo con Comala, la Casa Editora Abril ha permitido que Víctor Hugo universalice su espacio, su territorio, a través de las páginas de Las minas del olvido.

Tres libros, tres autores con estéticas diferentes pero con un mismo objetivo, ayudar a formar el gusto de las nuevas generaciones de cubanos, esos que desde la lectura, de seguro serán mejores hombres y mujeres.

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