Saramago


Breve simpatía y afinidad con un escritor estéril

Sospecho que la cercanía de los idiomas, al crearnos una sensación de ambigüedad, es la causa de que seamos tan desconocedores de la literatura portuguesa. El país luso es extraño para nosotros, y me atrevería a decir que, ajenos a su vasta historia, hemos encerrado entre paréntesis a esa franja de tierra al occidente de la Península Ibérica y, si acaso, nos acordamos alguna vez que el oporto es un vino y que allí se juega muy bien al fútbol. Lo portugués nos resulta, en fin, tan distante como las apagadas melodías del fado o como el sonido pastoso y dulzón que adquieren, en esa lengua, palabras que nos son de sobra familiares.

Pocos escritores nos han hecho violar la especie de Tratado de Tordesillas que seguimos manteniendo los hispanohablantes con ese país, y uno de los más notables es sin duda José Saramago. Creo que este anciano de aspecto apacible, este relojero que se estrenó como novelista rondando los cuarenta años, y que como al descuido se llevó el Nobel de 1998, es uno de los imprescindibles de nuestra época, un autor a quien sería imposible imitar sin delatarse, y uno de los seres humanos de imaginación más poderosa que hayan existido, o al menos de los que se tenga registro.

En una época no muy distante (ya creo que no sucede en igual medida), los libros de Saramago eran entre nosotros best sellers, o al menos así nos funcionaban. Recuerdo haber leído Memorial del convento, La balsa de piedra, La caverna, Historia del cerco de Lisboa, El Evangelio según Jesucristo y algunos otros; todas son novelas formidables, todas son entretenidas y brillantes, pero si hay un libro del autor de Aizinhaga que pudiésemos nombrar con el feo lugar común de «obra cumbre», ese es sin duda Ensayo sobre la ceguera.

Imagino que, en estos últimos meses, en los cuales han cambiado tantas cosas y el mundo ha pasado por su prueba más difícil desde la Segunda Guerra Mundial, muchos hayan recordado esta novela. La literatura sobre epidemias, aun cuando es propensa a deslizarse hacia catastrofismos efectistas, ha dado grandes obras, como La máscara de la muerte roja, de Poe, o La peste, de Camus, pero por algún motivo tengo una simpatía y una afinidad mayor con Ensayo sobre la ceguera, tal vez porque, incluso siendo un libro muy entretenido (a pesar del título), es también una novela que desnuda sin misericordia la gran fragilidad inherente a nuestra organización social, y nos obliga a cuestionarnos cuál es el punto (no muy lejano, por cierto), en el cual se pulverizan los valores «inamovibles» que nos definen como civilización.

El argumento es bastante conocido: una misteriosa epidemia de ceguera blanca que se expande por un lugar y momento indefinidos pero que sin problemas podemos asumir como contemporáneos, provoca en poco tiempo unas consecuencias materiales y morales devastadoras. Saramago aprovecha esta situación delirante para mostrarnos lo dependiente que es nuestra condición humana de algo tan en apariencia prescindible como el sentido de la vista. El escenario, que es apocalíptico, convierte a la mayor parte de los individuos en salvajes; mantener el decoro en una situación extrema y sin perspectiva de solución conocida es extraordinariamente difícil, pero no imposible. Los principales personajes (que, por cierto, no tienen nombre), incluso con debilidades eventuales, son la representación de que, hasta en las circunstancias más complicadas, preservar la dignidad es una elección individual, aun cuando acarree consigo sacrificios dolorosos.

Hay aspectos en Ensayo sobre la ceguera que son muy importantes y que no pueden contarse sin sabotear la lectura ajena. Es un libro que, si bien posee una tesis de orden ético, un elevado nivel simbólico, que lanza preguntas muy incómodas y en consecuencia puede leerse desde un punto de vista casi filosófico, es también, como ya dije, una novela que despierta en quien la lee una curiosidad muy fuerte por conocer el final de la historia; he tratado de bordear lo más posible los detalles que hagan spoiler, pero diré para quienes lo lean completo que el misterio llega hasta la última línea del libro. Después el propio Saramago arruinaría el encanto reciclando los personajes en Ensayo sobre la lucidez, otra muy buena novela, pero que, remake al fin, no es comparable con el primer texto, del que, sin ser una continuación, tampoco es independiente.

Quienes hayan leído a este escritor, sabrán que su estilo es muy peculiar, sobre todo en cuanto a la puntuación. Saramago hace caso omiso de la existencia de signos diferentes a la coma y el punto, y ello les da a sus largas oraciones un ritmo a veces risible, que acentúa la mordaz ironía que empapa toda su obra. Los largos párrafos, que suelen agotar en otros autores, en él fluyen de una manera tan normal que nos asombra; por eso decía más arriba que imitarlo es prácticamente imposible. La manera en que ubica los diálogos, siempre una piedra en el zapato para los narradores, es muy ingeniosa y original, tanto que cualquier otra persona que la use atraería sobre sí los nada agradables focos del plagio.

Es muy probable que Saramago sea un autor sin discípulos, un «escritor estéril», como se ha dicho alguna vez, si bien ya eso tiene toda la pinta de ser un concepto obsoleto. Por otro lado, las imitaciones no son buenas para nadie. La vida misma, en 2019, quiso copiar su obra. Los resultados han sido terribles.


Nadie conoce a Pessoa como Saramago

Con algunas obras una tiene una difícil relación, así me sucede con las de José de Sousa Saramago. Mientras Ensayo sobre la ceguera me produce desesperación lectora, y Levantado del suelo abulia, su novela de 1984, El año de la muerte de Ricardo Reis me seduce completamente. El ejemplar de Arte y Literatura permanece en mi pequeño librero pase lo que pase. He sido una vendedora de libros sistemática, porque no me gusta retener, pero esa genial novela seguirá allí hasta el final.

Recuerdo que comenzaba a pensar que me sería posible escribir narrativa justo en aquellos días en que Joaquín Osorio me entregó la novela para presentarla en una Hora Tercia del año 2001. Su libertad manifiesta me asombró, sentí que el libro estaba escrito con la conciencia de que los lectores deberían participar y ser capaces de descubrir qué parlamento correspondía a cada personaje, me sigue fascinando esa complejidad suya que sin duda me llevó a elegir el párrafo indirecto para mis textos, y provocó que insistiera en dejar bien claro las diferencias entre una voz y otra.

Pero El año de la muerte de Ricardo Reis es una prueba de lectura: comas seguidas de mayúsculas en diálogo del poeta muerto y el iniciado vivo en la poesía; combinaciones de versos de ambos sin señalamientos; dibujados sintagmas que ocultan intenciones.

Y luego, es una novela con superficie y hondura poéticas, como demandaba Ricardo Reis, ese heterónimo de Pessoa que es médico y trabaja en Brasil.

Saramago continúa el mito del poeta. Hace viajar a Reis de regreso a Lisboa cuando se entera de la muerte de Pessoa, y construye una de las mejores novelas inspiradas en personajes de ficción que ya cuentan con otra vida gracias al poder de la literatura.                                                                                  

El enigma de Pessoa queda al descubierto en las páginas de El año de la muerte de Ricardo Reis, porque el novelista entiende perfectamente el porqué de los heterónimos, sabe que Pessoa no se esconde detrás de ellos, sino que se expone en sus multiplicidades. El hombre múltiple fue capaz de crear universos literarios diversos, y Saramago entiende y disfruta esa elección.

Por qué Ricardo Reis y no Álvaro de Campos, el ingeniero homosexual, o Alberto Caeiro, que negaba la prosa, o cualquiera de los setenta y dos inventados por Pessoa. No lo sabremos, pero podemos intuir que Reis resultaba cercano a Saramago, cómodo a la hora de enfrentarse a esa bilateralidad narrativa.

El ejercicio que realiza el novelista, insertándose justo en el medio de dos historias, para enlazarlas y expandirlas, es perfecto. El ritmo que le imprime para que ambos personajes corran por su patria la suerte que les ha tocado, y sean capaces de amar, dialogar, poetizar, mientras los paisajes detrás develan una parte de la historia de Lisboa en 1936, es magistral.

Cuando termino otras lecturas, me acerco siempre a esta página del libro que permanece en mi librero:

La muerte de Fernando Pessoa le había parecido suficiente razón para atravesar el Atlántico tras dieciséis años de ausencia… Ahora duda. Fernando Pessoa, o eso a lo que da tal nombre, sombra, espíritu, fantasma, pero que habla, oye, comprende, lo único que ya no sabe leer, Fernando Pessoa aparece de vez en cuando para decir alguna ironía, sonreír benévolo, y luego se va, no valía la pena haber venido por él, está en otra vida pero está igualmente en esta, cualquiera que sea el sentido de la expresión, ninguno propio, todos figurados.


Saramago: un siglo de luz

En el espléndido otoño de 2019 crucé la frontera apenas perceptible entre España y Portugal en compañía de unos estudiantes de la Universidad de Salamanca. La tarde anterior cuando me anunciaron que visitaríamos algunas aldeas del Portugal profundo en busca de castillos medievales, pensé de manera instintiva en Saramago. A la mañana siguiente, quedaron atrás las dehesas de alcornoques y los campos de olivos de Cáceres y entramos silenciosamente en tierra lusitana. En la frontera, el círculo de estrellas de la Unión Europea nos anunciaba el ingreso a Portugal, sin necesidad de engorrosos trámites migratorios.

Nuestra lengua materna se transfiguraba en los carteles y anuncios de los pueblitos contiguos a la carretera, y el tradicional «buenos días» tenía que mudarse de pronto al «bom dia». El asunto era, que yo desde el asiento del copiloto, continuaba de forma imperturbable pensando en José Saramago. Hay un momento en la línea «evolutiva del lector» donde dejamos, casi sin darnos cuenta, de perseguir libros dispersos para consumir la plenitud de un autor. Por razones que ahora no recuerdo demasiado bien, Saramago fue el primero en mi lista.

Ante el revuelo causado en Portugal por la salida de El evangelio según Jesucristo (1991), y gracias a su publicación en español como parte de la campaña promocional del Nobel, decidí que comenzaría por esa obra. A partir del encontronazo inicial rastreé como un sabueso cada una de sus novelas. Justo es que reconozca que la Editorial Arte y Literatura aligeró un poco mis pesquisas bibliográficas publicando además de El evangelio…, Memorial del convento, El año de la muerte de Ricardo Reis, Historia del cerco de Lisboa, Ensayo sobre la ceguera, Ensayo sobre la lucidez, Las intermitencias de la muerte, El viaje del elefante, In nómine Dei (teatro) y más recientemente Levantando del suelo.

En esas grutas de tesoros que son las librerías de viejo compré Todos los nombres con el sello de Alfaguara en cubierta y traducción de Pilar del Río, y a cambio de un ejemplar de El nombre de la rosa obtuve Caín, otra novela generadora de múltiples polémicas. El hombre duplicado, La caverna, La balsa de piedra, y hasta la inconclusa Alabardas, alabardas, espingardas, espingardas, no tuve más remedio que leerlas en la pantalla del tablet. Recibí en préstamo Manual de pintura y caligrafía, y oh dolor supremo, al término de su lectura tuve que devolverla.

Los relatos de Casi un objeto y El cuento de la isla desconocida, también pasaron por mis manos; para ser exacto por mis ojos. Me resultaron pocas las páginas de Las pequeñas memorias, así como los apuntes recogidos en Cuadernos de Lanzarote. En fin, no es de extrañar que cuando alguien mencionó la palabra «Portugal» mi cerebro de forma automática remitiera a José Saramago. En junio de 2021 me topé con un post de la narradora cubana Dazra Novak, donde recordaba el encuentro que sostuvo Saramago en 2005 con los alumnos del Centro de Formación Literaria «Onelio Jorge Cardoso». De hecho, en la fotografía, la mano derecha de Saramago descansa sobre el hombro de Dazra, que no imaginaba que llegaría a dirigir el Onelio.

Mientras trato de utilizar todas mis herramientas informáticas para hacerme con una copia de La viuda (Terra do pecado), publicada por un muy joven Saramago en 1947 y que gracias a las gestiones de Alfaguara ha retornado a los lectores, celebro junto a Ediciones La Luz el centenario de este singular novelista nacido en los años veinte del pasado siglo. Su prosa, un poco densa (es cierto), me reconcilia vez tras vez con la literatura. Cuando subí aquella mañana de octubre de 2019 al Castillo de Monsanto, a solo veinte kilómetros de la frontera y contemplé la aldea incrustada en granito, los molinos de viento, los olivares y membrilleros, la campiña portuguesa en todo su esplendor, supe que antes, mucho antes, ya había estado allí.


Todas las cabezas se unen (dosier)

A 110 años del aniversario del nacimiento de Virgilio Piñera, se celebra en Holguín el xxiii Premio Celestino de Cuento, otros autores como Marcel Proust y José Saramago también recobran merecida pleitesía.  

Ediciones La Luz desarrolla en el marco de las festividades, paneles, conversatorios, entrevistas, que propician la necesidad de compartir anécdotas, cuentos, relatos vivenciales, de modo que Virgilio pulula en nuestra luz para no morir y llevarlo como el insomnio, una cosa muy persistente. Su controversial vida y prolija carrera literaria, hacen de los invitados y seguidores de su obra, el punto de giro y el principal foco que ronda en el evento. Este dosier, además de ofrecerles a los lectores un amplio panorama de las actividades, funde a escritores del país en el acto propiamente dicho de la creación y el ejercicio de la crítica.

 

Piñera 110: ¿Cómo sobrevivir a un centenario y una década?

Por: Norge Espinosa

Empiezo a hacerme a la idea de que, en efecto, hace ya una década nos movilizamos en La Habana, Miami, y otras ciudades del mundo para recordar a Virgilio Piñera en el centenario de su nacimiento. En Miami, en Puerto Rico, en Argentina, en otros cardinales, el rostro de ese hombre al que Bioy Casares retrató con cara de «perro flaco de empuñadura de paraguas», cuando le conoció junto a José Rodríguez Feo («dos maricas cubanos», apuntó en su Diario), se hizo visible entonces con una rara intensidad. En La Habana, donde murió sin que nadie le llamara para que su rehabilitación rompiera el silencio en que se ahogaba, pudimos hacer un festejo que tal vez le hubiera sorprendido. Costó no poco, pero se consiguió, y con Antón Arrufat a la cabeza de la Comisión del Centenario, la fecha no pasó por debajo de la mesa. Como secretario de esa Comisión, fui parte del conjunto breve de personas que tuvo que bajar a tierra la idea del coloquio internacional que se efectuó en el Colegio Universitario San Gerónimo y que trajo a la Isla a estudiosos extranjeros no solo de Hispanoamérica, sino también de latitudes acaso impensables, llegados desde Inglaterra o Noruega, atraídos por el opaco imán del verbo piñeriano.

En realidad, como bien dijo Arrufat, ese coloquio no fue la culminación, sino la dilatación de una serie progresiva de acontecimientos. El gradual retorno de Virgilio Piñera, tras su muerte, ha sido registrado por Dayneris Machado, repasando la prensa cubana y dando pruebas desde ahí de su resurrección mediante estrenos, recuperación de sus piezas teatrales en nuevos montajes, revistas, y libros que primeramente se dieron a la tarea de dar a conocer los escritos de sus días finales. Teatro Estudio anunciaba Aire frío, en 1981. Electra Garrigó era un desafío que el Ballet Nacional de Cuba y el Teatro Buendía leían, cada cual a su modo, a mediados de la década de los 80. La Gaceta de Cuba publicaba el último relato que aparentemente firmó, «El crecimiento del señor Madrigal», y una foto del autor se dejaba ver en su portada. El Caimán Barbudo rescataba «Oda a la vida viril», por otro lado: un texto del Piñera joven, escrito en sus días de Camagüey. Y en las librerías iban apareciendo Un fogonazo, Muecas para escribientes (sus relatos póstumos), y Una broma colosal, que recogía parte de su poesía no publicada. En enero de 1990 Roberto Blanco estrena por fin Dos viejos pánicos (Premio Casa de las Américas, 1968), y ahí cambia todo.

La Década Piñera nos abrió el camino hacia sus inéditos y revisiones más atrevidas, y sumó nuevos homenajes. En 1995, en la Uneac se celebra el coloquio Barómetro de Ciclón, como tributo a la incendiaria revista que Piñera y Rodríguez Feo fundaron en 1955 como francotiradores contra Orígenes. En 1997, desde la Asociación Hermanos Saíz, y tomando como eje el repaso de lo que en ese decenio se había acumulado como rescate del legado piñeriano, a través de nuevos espectáculos exitosos (La niñita querida, Teatro El Público; La boda, de Raúl Martín, y los ecos piñerianos en la estructura de El ciervo encantado, dirigido por Nelda Castillo), nos fuimos a Ciego de Ávila. Desde la danza, llegarían otras provocaciones: El pez de la torre nada en el asfalto, de DanzAbierta, y María Viván, de Rosario Cárdenas, entre otras coreografías de Danza Espiral y Raúl Martín. En 1999, en la librería El Ateneo, convocamos a sus fieles para recordarlo a 20 años de su fallecimiento. Y en el 2002, desde la revista Tablas, el Consejo Nacional de las Artes Escénicas y el Instituto Cubano del Libro, lanzamos el evento Noventa Piñeras, el primero de una serie que rendiría tributo a otros autores de nuestra escena (Estorino, Hernández Espinosa), y que tuvo como colofón la presentación de los Cuentos completos de Piñera, dentro de la colección Ateneo del Fondo para el Desarrollo de la Cultura. Recuerdo todo eso (y muchas otras celebraciones y diálogos piñerianos) porque en esos diálogos y mesas me crucé con personas memorables, desde las que ya conocía y apreciaba, como el inefable Juan Piñera, sobrino de Virgilio, hasta Ana María Muñoz Bachs, Humberto Arenal, Enrique Pineda Barnet, Verónica Lynn, Yonny Ibáñez, y tantos otros, que me permitieron entender más a fondo a ese hombre incómodo, de quien me contó las primeras revelaciones su discípulo Abilio Estévez. El tributo que le rinde en sus memorias Reinaldo Arenas, a quien Piñera ayudó a revisar el original de El mundo alucinante, es también imprescindible en esa recuperación, que afortunadamente aún no termina, y dista mucho de ser la lápida bajo la cual quedaron tantos ya atrapados.

A la vuelta de cien años y una década, lo asombroso es que hayamos sobrevivido ese siglo que tuvo su cierre en el 2012, y que Piñera haya salido ileso de tal celebración, sin perder un ápice de lo que lo caracteriza: esa visión crítica, amarga y al mismo tiempo de trasfondo romántico, que lo une a Cuba, a su historia en una lectura desacralizada, y a los gestos y esperanzas del Cubano, al que retrató desde el choteo, sus obsesiones más teatrales, y sus obsesiones recurrentes. En el coloquio de ese centenario, Julio Ortega nos recordó que Piñera es una figura marginal, algo ya señalado por otros investigadores, pero que en palabras del peruano se volvió eje de su intervención fundamental. Ese subrayado perdura como la imagen de Virgilio que nos legó el evento y la celebración de su centenario en general, librándolo de haberse convertido en un icono domesticado, en un autor libre de conflictos, en un intelectual desproblematizado, como a ratos sucede cuando se traspasa por ese filtro a otros creadores a los que debemos recordar desde sus interrogantes y no solo desde la «mala lectura».

Alguna vez el poeta Manuel Díaz Martínez contó que fue a visitar a Piñera en el pequeño apartamento donde se mudó tras perder la casa de Guanabo, en N y 27. Virgilio le abrió la puerta en camiseta y bermudas, con el palo de trapear en la mano, pues estaba limpiando en ese momento. Manuel le preguntó: «¿Estás en las tareas propias de tu sexo?», a lo que Piñera replicó: «¡Búrlate! Tú no sabes lo que es ser maricón  en este país y vivir solo». La anécdota es una de esas bromas amargas que lo persiguieron sin descanso: parte de la «nadahistoria», eso que él patentó como concepto para definir los giros y vueltas cíclicas, aparentemente inútiles, que nos caracterizan en la vida cubana. Marginal en su obra y en su vida, consciente de la extrañeza que encarnaba con su cuerpo magro y su rostro de sabueso, Virgilio Piñera es uno los héroes de esa nadahistoria, probablemente a pesar suyo.

No sé si el 4 agosto de este 2022, cuando los 110 años de su nacimiento sean una fecha inocultable en nuestro calendario, pensemos en él con la misma intensidad con la cual lo hicimos hace ya una década. En aquel momento, nos ayudó mucho que la mayoría de sus libros fueran reeditados (aunque nos debemos aún una edición digna de sus ensayos, de su poesía completa, y sobre todo, de su teatro, pieza esencial de su perfil, y que aún espera por una edición verdaderamente integral). Verlo en las librerías y en los teatros nos confirmó que él es un enlace ineludible con una imagen trascendente de lo que somos, así sea desde su nadahistoria, y que en su obra nos reflejamos y reconocemos. Virgilio en estado puro, solo así puede calificarse mucho del absurdo que aún nos tropezamos cotidianamente. O lo vemos reaparecer en algún detalle descacharrante, y al mismo tiempo enternecedor, como aquella entrada de Mercedes, la sobrina de Yonny Ibáñez, que llevó a una sesión del coloquio del 2012 una jaba llena de los mangos que inundaban el jardín de su casa en Mantilla, aquella que Piñera visitó tantas veces, y a la que él acabó rebautizando como La Ciudad Celeste.

En esas mismas páginas donde Manuel Díaz Martínez relataba su llegada al apartamento piñeriano, también recuerda la última vez que se lo tropezó, en la calle Infanta. Debió haber sido en 1979, poco antes de su muerte. Piñera le contó que había ido a Cárdenas, donde nació en 1912, y que para sorpresa suya los funcionarios de cultura lo habían agasajado como «hijo ilustre» de la localidad, y lo habían invitado a dar conferencias. «¿Crees que esto significa que ya estoy rehabilitado?», le dijo, como prueba de esa asfixia que nunca dejó de acosarlo, mientras le correspondía ver cómo a otros, poco a poco, les llegaba el momento de la reaparición en público. El susto final, que lo sorprendió en aquel 18 de octubre, no le permitió saber la respuesta definitiva. Por eso, también, es poco todo lo que hagamos para tenerlo entre nosotros. En Cárdenas, tantos años después, frente a su tumba, recordé algunos de sus versos. Porque hay que ir a él, a sus márgenes, en lugar de esperar a que venga hasta nosotros. Porque a Virgilio Piñera, 110 años más tarde, le corresponde al fin saberse reclamado, como un maestro tan incómodo como imprescindible.

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Metamorfósis del autor o cómo nacen las islas

Por: Liset Prego

 En el año de su nacimiento se hundió el Titanic. La maldita circunstancia del agua por todas partes, diría. Un barco no es una isla. Virgilio no es una isla, pero quiere serlo.

Ha viajado, traducido a su amigo polaco Witold Gombrowicz, ha escrito, publicado, fundado revistas como Ciclón, una herejía junto a Rodríguez Feo, ha polemizado, lo hará toda su vida. Ha hecho amigos y enemigos. Ha regresado a su casa y aún no es 1959.

Entonces el país da un vuelco sobre sí mismo y se sacude la sombra del norte, convulsiona, se desprende de la garra. Virgilio escribe. El filántropo y La sorpresa son parecidos a ese tiempo nuevo. Van a escena. Envuelto en la vorágine transformadora de la revolución crea, cree.

Luego Virgilio tiene miedo. Lo ha dicho. Pero sigue siendo Virgilio, el de los Cuentos fríos, irónicos, absurdos, donde están los «puros hechos» y es suficiente; el de las Pequeñas maniobras narrando vidas intrascendentes, tan normales, hechas de gestos nimios, tan parecidos a la realidad; el del mito griego reinventado con ingredientes cubanos en Electra Garrigó, el del absurdo en El flaco y el gordo. Virgilio-Oscar, el poeta de regreso de Argentina, algo cercano a vencido, el mismo hermano de Luz Marina, anhelante del Aire frío, protagonista del ciclo infinito de la pobreza de una clase media en perenne agonía.

En él irradian el lenguaje autóctono, la ironía como firma, el humor negro, una causticidad ontológica, la reinvención del teatro cubano, la búsqueda de desmarcarse del cuórum, la vanguardia de la vanguardia. El hombre que ama a un hombre abiertamente en tiempos de puertas cerradas. Ese es Virgilio.

Busca constantemente la experimentación. Prueba la fórmula del teatro en el teatro. Reta al público, procura la interacción, provoca. Con Dos viejos pánicos gana el premio Casa de las Américas y es publicado en 1968.

¿Sería la maldita circunstancia, la de su nacimiento, la misma de su vida? Virgilio tiene miedo. Cómo no temer. Él es la disonancia. A nadie parece gustarle la estridencia de su otredad. Virgilio escribe, escribe como un modo de oxigenarse el alma, aunque en esta última etapa de su vida nada vaya a escena, nada se publique. Virgilio Atlas. Virgilio carga su isla en peso, la de su apartamento donde náufrago de su propia existencia crea un micromundo al que solo acceden unos pocos, elegidos acaso. Gente con menos miedo, menos grises que los años que viven.

Virgilio, hacia el final, como Rosa Cagí, quien fuera configurada en esa extraña latitud que es ser muert[o] en vida, pensaba en la posteridad. 1979 fue año atroz, al menos para la literatura cubana a cuyo panteón entraba el dramaturgo, el poeta, el narrador. ¡Ah, la oscura cabeza negadora!

De Virgilio se podría decir que ha vivido y… escrito infatigablemente, soñado lo suficiente para penetrar la realidad.

Tomó años devolverlo de una injustificada ignominia. Más de cuatro décadas han pasado desde su transformación. Ahora vuelve a las estanterías, al escenario, a los lectores.

Por eso como en un ciclo perpetuo Virgilio se convierte en isla. Virgilio, frontera del oleaje. Mis piernas se irán haciendo tierra y mar, y poco a poco, igual que un andante chopiniano, empezarán a salirme árboles de los brazos, rosas en los ojos y arena en el pecho. En la boca las palabras morirán para que el viento a su deseo pueda ulular. Después, tendido como suelen hacer las islas, miraré fijamente el horizonte…

  • ¿Así que era verdad?

Indagará el poeta de vuelta eternamente a su Ítaca. Y entonces las olas subirán efervescentes por la plataforma insular de su poesía.

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Virgilio Piñera, un narrador convertido en isla

Por: Alberto Garrandés

1.

Estábamos en 1979, a un paso del Gran Éxodo, y a Virgilio Piñera le dio un infarto y se murió. El Viejo Papagayo Graznador, la criatura enjuiciadora de «Grafomanía», emitió, como aquel personaje de Samuel Beckett en Cómo es, su último cuac. Dijo cuac-cuac y dejó de respirar en el acto.

2.

Salvo José Lezama Lima, no existe otro escritor cubano que haya dejado un reguero de huellas tan dilatado y en permanente expansión. Huellas que perviven ahí mismo: en el contén de las aceras, en la cola del pollo de población, en las fiestas de cumpleaños, en el tumulto hablador de las guaguas. Donde sea. Sin embargo, tengo la impresión, cuya verdad será difícil comprobar, de que es más sencillo ver y admitir las pisadas lezamianas desde fines de los años 70 hasta hoy, que las pisadas piñerianas. ¿O será que las de Piñera son más sutiles, o que se envuelven en la cotidianidad hasta confundirse con ella? Esta isla se entiende mejor con lo sentimental, lo dramatúrgico, y se apega a ciertos lirismos, a la devoción exaltada.

3.

Nunca se aludirá bastante a las condiciones en que Piñera hizo su obra en los últimos diez años de su vida. Algunas personas se incomodan al escuchar eso, no porque sea incierto sino porque se repite mucho: que fue silenciado, que le impidieron publicar, que solo podía ejercer como traductor, que lo vigilaron y que vigilaron a quienes se reunían con él. Pero cuando ocurre algo de ese calibre, donde un escritor queda aplastado por el Peso del Poder (y no cualquier poder, sino un Poder-en-Revolución), y el fenómeno ni se ventila ni se discute ni se examina a fondo, y tampoco se piden disculpas (como las disculpas que se esperan por la creación y existencia de las UMAP), de cierta manera el suceso empieza a parecerse a ese fantasma intemporal que prospera en la reiteración, como el padre de Hamlet, armado hasta los dientes y buscando justicia en las almenas del castillo de Elsinor.

4.

El Piñera que muere en 1979 es, me parece, el mismo que en 1942, con solo treinta años, le dice a Jorge Mañach: «No pactar, no capitular, meterse de lleno en la obra es nuestra misión. La posteridad se encargará de confirmar o desmentir».

5.

En ese espíritu se halla el Piñera de La isla en peso, su más célebre poema, y el Piñera de Cuentos fríos, ese libro solitario y de estética insobornable que aparece en 1956 y donde, quizás por primera vez en la literatura cubana contemporánea, hay una auto-revelación acerca del hecho de que escribir es un acto de construcción y presentación y no un acto de edificación subsidiaria y representativa.

6.

Acabo de hacer una distinción propia de los estudios de poética. De hecho, se trata de un principio de poética, la poética del Viejo Papagayo Graznador. La literatura no refleja nada ni quiere hacerlo. Tampoco se ata a nada. Ella, la literatura de verdad, preferiría no hacerlo, como Bartleby. Un escritor es, entre otras cosas, una tumba anticipada y sin sosiego, para decirlo con las palabras de Cyril Connolly.

7.

En 1964, Piñera publica una importante compilación de sus relatos. Ahí los graznidos son más altos. Y en 1963 y 1967, sus novelas Pequeñas maniobras y Presiones y diamantes, precedidas ambas por un libro rarísimo, La carne de René, aparecido en 1952, donde sin duda hay un diálogo (yo diría que ventajoso) con la novela Ferdydurke, de Witold Gombrowicz, traducida en Buenos Aires a fines de los 40 por Piñera y otros escritores.

  1.  

Después de 1967 no pasó mucho tiempo antes de que llegaran, juntos, el silencio y los Caballeros Oscuros, escoltados por una opinión oficial, tan despreciativa como censora, sobre Dos viejos pánicos, la pieza de teatro con que Piñera ganó, empero, el premio Casa de las Américas de 1968. Pero volveré atrás: por aquella misma época de mediados de la década del 40, cuando al poeta Gastón Baquero se le concede el Premio Nacional de Periodismo «Justo de Lara», Piñera alude, irritado (y refiriéndose a Baquero), a una «vida muy recta, muy ciudadana, llena de cívicas virtudes /…/, pero en todo diferente a aquella vida llena de exilio, silencio y astucia con que Joyce se fortificaba». Baquero: el hombre que participaba en la creación de revistas como Espuela de plata y Clavileño. Un poeta crucial.

9.

Exilio, silencio y astucia. He aquí tres patas para una mesa que no cojea. Que Piñera haya invocado al Joyce del silencio, el exilio y la astucia (y esas palabras son del propio Joyce, puestas en boca de aquel personaje suyo, tan tremendo: Stephen Dedalus), tiene que ver, creo, con esa condición de pez peleador del escritor que defiende su escritura por encima de todo, a pesar del exilio o gracias a él (el exilio es un estado que también puede ser muy ondulante y muy metafórico), a pesar o gracias al silencio (la invisibilidad civil, por ejemplo, en medio de la construcción de una literatura), y gracias a la astucia de ser un sobreviviente de la penuria, de la homosexualidad y de la riesgosa entrega al arte. Se trata justamente de eso: un escritor fortificado, amurallado, reforzado en esa idea.

10.

En realidad, el Viejo Papagayo Graznador estaba preparándose para el futuro. Para pronunciar el último cuac-cuac. Eso era, en definitiva, lo que oían sus censores, incapaces de percibir otra cosa: un cuac-cuac tan ininteligible que resultaba indecente en tiempos de heroísmo. Citaré con corrección las palabras de Joyce, que están en Retrato del artista adolescente y que siempre le vienen bien a cualquier escritor que lo sea de veras: «No serviré por más tiempo a aquello en lo que no creo, llámese mi hogar, mi patria o mi religión. Y trataré de expresarme de algún modo, en vida y en arte, tan libremente como me sea posible, tan plenamente como me sea posible, usando para mi defensa las únicas armas que me permito usar: silencio, exilio y astucia».

11.

La narrativa de Piñera presenta al lector varios dilemas: el de la imposible postergación del enjuiciamiento, el de la referenciación indirecta de la parálisis de lo real, el del desajuste, la obturación, el atasco, la agresividad, el desconcierto, el antiheroísmo, la demostración de la pérdida, la comprobación de que lo único en verdad sólido es el yo y las confirmaciones del yo.

Más en concreto yo prefiero aludir, en el caso de un hombre como él —a quien siempre he visto como ese sujeto que construye tenazmente su yo, que levanta su yo como dentro de un viaje encarnizado dentro de la escritura—, a la libertad intelectual y a la identidad literaria, a lo deliberado de una personalidad creadora, pues se trata de un escritor donde, en lo concerniente (por ejemplo) al relato en prosa, desde sus inicios conviven esas dos maneras de producir escritura y producir realidad: por un lado, la posposición clásica, la narración que posee estructura clásica —el discurrir del relato hacia su desenlace, entre personajes, paisajes, acciones y efectos de acciones—, aunque esa escritura esté intervenida por lo grotesco, el horror simpático, la crueldad, la somatización de lo incómodo y lo fantástico, que son circunstancias de dramatización o des-dramatización concertadas en una lógica singular. Por otro lado, el encapsulamiento de los hechos en un estado de cosas, una composición como de naturaleza muerta sin estar muerta, en esos textos que Antón Arrufat ha calificado de «ficciones súbitas» y que son, a fin de cuentas, lo contrario de la posposición, puesto que fotografían un momento arrancado de su pretérito y su futuro presumibles. Textos de una situación especial, o que describen la atmósfera de pequeños dramas estacionarios, de índole más o menos episódica y donde sus elementos constitutivos aparejan una especie de pintura en lo simultáneo (me refiero a la simultaneidad de muchas de esas prosas, que juntas arman un mundo exclusivo, casi sin parangón).

  1. La convivencia a que aludo —posposición clásica y encapsulamiento de estados— hablan de un escritor proteico que, en apariencia, se desdobla. Ahí ya aparece no una poética doble, sino más bien una poética con dos fases sincronizadas desde (ojo con esto) inicios de los años cuarenta. Lo diré de antemano: al leer los relatos de Piñera estoy releyendo siempre a un escritor del futuro. Y, constantemente allí, la precisión de lo helado (los hechos, siempre los hechos), la expulsión sistemática del adorno o la abolición del estilo (metáfora y estilo, según la idea de Proust), en el viaje de la sinrazón y el desorden dionisíacos a cierta razón y cierto orden. No puedo encontrar en sus ficciones ningún atisbo de apego romántico, de sentimentalidad, de pathos amoroso.

13.

El acatamiento de la riqueza de lo discontinuo, lo inarmónico, lo fragmentario, lo oscuro, lo supuestamente amorfo, podían conducir y de hecho condujeron a una poética de la discreción y la sobriedad, o una poética de contornos y entornos realistas, independientemente de su soporte más o menos fantasioso. Piñera emulsiona y acrisola lo real, lo muy inmediato, y después cuenta historias como si nada. El efecto, cuando menos, es extraño.

Estamos en presencia de una lengua magra que fluye anclándose con fervor en las frases lexicales y que en no pocas ocasiones se sumerge en una especie de manierismo displicente, donde la sospecha de lo ramplón se articula, anómala, con una idea de lo literario en la cual no comparecen los pactos habituales de la tradición con lo bello. En ese sentido la belleza de su escritura es muy anticanónica. Esa lengua es la de la negación y la imagen multiplicable de la negación, más el predominio de una lógica (o la aceptación de una lógica) donde la voz autoral (o lo que se parece a esa voz) se refiere, más o menos histriónica, al trastorno tragicómico del mundo. Una voz que no pierde jamás su histrionismo, de «La carne» y «La boda» a «Tadeo»… de «El Gran Baro» a «Belisa»… de «Natación» y «La montañ» a «El caramelo», «Salón Paraíso» y «Fíchenlo si pueden». O del sentido del escape del dolor y la lascivia, en La carne de René, al sentido de la renuencia al compromiso en Pequeñas maniobras hasta desembocar en esa descacharrante fuga distópica que presenciamos en Presiones y diamantes.

14.

A propósito de esa novela, publicada en 1967, es obvio que allí hay un catastrofismo y un ensueño tragicómicos, y también una advertencia sobre la de-sustanciación del espíritu, si así pudiéramos hablar. De-sustanciación. Una advertencia, claro está, en un estilo lenguaraz y que está contra toda suntuosidad. Por aquella época estruendosa (estruendosa de veras) había en Cuba escritores muy hábiles y fuertes y lectores muy inteligentes, pero también había funcionarios culturales tocados por la soberbia, ensombrecidos por el ejercicio del desprecio y, al cabo, por una maldad épica, consagrada a las tonterías de la idea del compromiso social e inmediato de la literatura.

15.

El denominador común de la actitud humana en las novelas de Piñera: escapar, desbandarse (por miedo, pero también por aversión), huir, desertar, escabullirse, ocultarse, desaparecer de todo excepto de la literatura, o más bien de lo literario, de ese estado mental que el sujeto podría elaborar para sí. Y resistir hasta el fin. El denominador común del estilo: objetivismo, austeridad, ausencia (lo dije ya) de lo sentimental (una suerte de estoicismo impasible), impersonalización y facticidad (preeminencia del detalle).

Una voz que declara, con su hacerse y sus fluencias, que la devoción por la literatura no se determina en la comprobación narcisista del yo durante el proceso constructivo de su lenguaje, sino más bien en la adherencia gravitacional de ese lenguaje con respecto a los mundos que funda y los mundos donde interviene. Ese es el campo de fuerza que le sirve a Piñera de territorio de radicación y emplazamiento y que, luego de sucesivas lecturas, tiende a convertirse en uno de los núcleos esenciales de sus ficciones.

La inspección desvivida del sujeto.

  1. Pero recuerden ustedes ese maravilloso texto titulado «Grafomanía». He ahí a Su Excelencia el Viejo Papagayo, un personaje que, colocado en otras perspectivas, podría burlarse con acierto de las solemnes falsedades, de la cargante machaconería del realismo lógico, del detritus de la literatura y, a la larga, de quienes creen —alucinando gracias a discursos encharcados por la mística de lo utópico— que la literatura posee una «misión social».

Y, sin embargo, ahí está el personaje de Tadeo, que necesitaba ser cargado en brazos y que le impone al mundo su osadía. Tadeo, el hombre que, como si tal cosa, propaga un mensaje de humanismo entre la comicidad y lo ilógico. A Tadeo no le da pena, no siente pudor, no es sentimental. Él pide ser cargado en brazos y ya. Es un individuo separado. ¿Pero acaso no va el humanismo, hoy, en contra de la lógica de eso que se llama «desarrollo del mundo»? Claro que sí.

17.

Nunca he visitado la tumba, en Cárdenas, de ese hombre que amaba el erotismo en su vertiente helenística, el sexo conjeturado es los lujos sudorosos de la varonía, que se dejaba fascinar por la desnudez de la masculinidad y que era un jesuita de la escritura que plantó, para siempre, dos o tres hitos en la cultura de su país. Espero que, convertido en isla, no le falten esas flores sencillas que suelen merecer los mártires.

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Receta para preparar espaguetis a la Piñera

Por: Rubén Rodríguez

La pasta:

Llena una cazuela con la maldita circunstancia del agua por todas partes.

Adiciona un puñado de sal gruesa. La salación es un rasgo imprescindible en la cocina virgiliana.

Calienta a fuego alto hasta el punto de ebullición, aunque debes evitar que la marmita pierda el fondo.

En ese momento, vierte para que se cueza un paquete de personajes, entre los cuales se contará el propio autor autoinmolado.

Tapa la cazuela y mantenlos cociéndose a fuego bajo hasta que estén «al dente». Esto se comprueba tomando un personaje con el tenedor y lanzándole contra la pared: si se adhiere, se encuentra a punto; de lo contrario, requiere más cocción. Trata de que no se ablande demasiado o se rompa, pues no sería considerado un personaje de Virgilio.

Para evitar que se peguen o queden chiclosos, pon en el agua donde se cuecen un chorrito de aceite de oliva y unas goticas de vinagre: el ácido es consustancial a la cocina de Piñera.

No destapes la cazuela durante el proceso; déjales hervir y retorcerse en las calientes aguas territoriales. Pero, si lo haces, no te dejes conmover por las súplicas del narrador, o el sujeto lírico para que les saques. Ese es su lugar y deben estar prontos para el servicio del dolor.

Cuando estén a punto, cuela, lava con agua de Evian y reserva.

Bota esa agua turbia; el drenaje del fregadero es el mejor destino para las impurezas sintácticas, métricas y dramatúrgicas.

La salsa:

Prepara el sofrito con ajo -que es la picardía para el adobo de la carne-, ají -pues debe importarte un pimiento el qué dirán-, cebolla -con la que deberás llorar un poquito sin que te vean-, una pizca de comino -por lo mismo que el pimiento y por su aroma a pubis masculino sin lavar-, una hojita de laurel -¡qué es Virgilio sin laureles!-, una libra de tomates, que deberás transportar dentro de un cartucho confeccionado con papel craft, y este, a su vez en una jabita de yarey o de yute; y una pluma de pato mandarín. Evita quemarla, la pluma quemada le otorga a la obra un insoportable tufo a melodrama.

En el momento oportuno, añade el conflicto y el contexto cortados en juliana y la técnica picada a la jardinera. Revuélvelo, sufriendo lentamente, hasta lograr la cocción adecuada.

Salpimentar con fino humor.

Mezcla con la pasta y ralla encima una barra del mejor absurdo. Mételo en el horno hasta gratinarlo. El absurdo debe quedar como una hermosa pátina dorada.

Si no deseas un plato de pasta ordinario y has pensado tirar la casa por la ventana, te sugiero el picadillo de madre o hermana jamona, bien molidas en una vieja máquina de hierro. Revisa las cuchillas para lograr la textura adecuada de la carne molida, que irás mezclando con especias y sacrificio. Elige bien la carne a moler, una madre displicente o una solterona concupiscente, darán al picadillo una consistencia correosa poco deseada.

Si eliges la carne de René, recuerda macerar de un día para otro; si los pies de Flora, que reciban los beneficios de la pedicura.

Adiciona sal y pimienta de Cayena a gusto de los comensales. Recuerda la preferencia del autor por la salación… perdón, la salazón.

Vigila que, durante la preparación, tu cocina se halle profusamente iluminada por esa luz marina que solamente se encuentra en ciudades costeras que hayan visto partir a muchos de sus hijos.

Con la ayuda de una balanza de cocina o la solicitud del bodeguero, al que, según la circunstancia, se le habrán insinuado las tetas o la verga por sobre el mostrador, cerciórate de que los ingredientes posean el peso de una isla en el amor de un pueblo.

Vuelve a salar.

El plato se sirve frío y se come con miedo, con mucho miedo.

Para los interesados en la ensayística, de las recetas preparadas a partir de enlatados, hablaremos la próxima semana.

¡Bon appetit!

Una última recomendación: si vas a comer, espera por Virgilio.

Saramago: un siglo de luz

Por: Moisés Mayán

En el espléndido otoño de 2019 crucé la frontera apenas perceptible entre España y Portugal en compañía de unos estudiantes de la Universidad de Salamanca. La tarde anterior cuando me anunciaron que visitaríamos algunas aldeas del Portugal profundo en busca de castillos medievales, pensé de manera instintiva en Saramago. A la mañana siguiente, quedaron atrás las dehesas de alcornoques y los campos de olivos de Cáceres y entramos silenciosamente en tierra lusitana. En la frontera, el círculo de estrellas de la Unión Europea nos anunciaba el ingreso a Portugal, sin necesidad de engorrosos trámites migratorios.

Nuestra lengua materna se transfiguraba en los carteles y anuncios de los pueblitos contiguos a la carretera, y el tradicional «buenos días» tenía que mudarse de pronto al «bom dia». El asunto era, que yo desde el asiento del copiloto, continuaba de forma imperturbable pensando en José Saramago. Hay un momento en la línea «evolutiva del lector» donde dejamos, casi sin darnos cuenta, de perseguir libros dispersos para consumir la plenitud de un autor. Por razones que ahora no recuerdo demasiado bien, Saramago fue el primero en mi lista.

Ante el revuelo causado en Portugal por la salida de El evangelio según Jesucristo (1991), y gracias a su publicación en español como parte de la campaña promocional del Nobel, decidí que comenzaría por esa obra. A partir del encontronazo inicial rastreé como un sabueso cada una de sus novelas. Justo es que reconozca que la Editorial Arte y Literatura aligeró un poco mis pesquisas bibliográficas publicando además de El evangelio…, Memorial del convento, El año de la muerte de Ricardo Reis, Historia del cerco de Lisboa, Ensayo sobre la ceguera, Ensayo sobre la lucidez, Las intermitencias de la muerte, El viaje del elefante, In nómine Dei (teatro) y más recientemente Levantando del suelo.

En esas grutas de tesoros que son las librerías de viejo compré Todos los nombres con el sello de Alfaguara en cubierta y traducción de Pilar del Río, y a cambio de un ejemplar de El nombre de la rosa obtuve Caín, otra novela generadora de múltiples polémicas. El hombre duplicado, La caverna, La balsa de piedra, y hasta la inconclusa Alabardas, alabardas, espingardas, espingardas, no tuve más remedio que leerlas en la pantalla del tablet. Recibí en préstamo Manual de pintura y caligrafía, y oh dolor supremo, al término de su lectura tuve que devolverla.

Los relatos de Casi un objeto y El cuento de la isla desconocida, también pasaron por mis manos; para ser exacto por mis ojos. Me resultaron pocas las páginas de Las pequeñas memorias, así como los apuntes recogidos en Cuadernos de Lanzarote. En fin, no es de extrañar que cuando alguien mencionó la palabra «Portugal» mi cerebro de forma automática remitiera a José Saramago. En junio de 2021 me topé con un post de la narradora cubana Dazra Novak, donde recordaba el encuentro que sostuvo Saramago en 2005 con los alumnos del Centro de Formación Literaria «Onelio Jorge Cardoso». De hecho, en la fotografía, la mano derecha de Saramago descansa sobre el hombro de Dazra, que no imaginaba que llegaría a dirigir el Onelio.

Mientras trato de utilizar todas mis herramientas informáticas para hacerme con una copia de La viuda (Terra do pecado), publicada por un muy joven Saramago en 1947 y que gracias a las gestiones de Alfaguara ha retornado a los lectores, celebro junto a Ediciones La Luz el centenario de este singular novelista nacido en los años veinte del pasado siglo. Su prosa, un poco densa (es cierto), me reconcilia vez tras vez con la literatura. Cuando subí aquella mañana de octubre de 2019 al Castillo de Monsanto, a solo veinte kilómetros de la frontera y contemplé la aldea incrustada en granito, los molinos de viento, los olivares y membrilleros, la campiña portuguesa en todo su esplendor, supe que antes, mucho antes, ya había estado allí.

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Nadie conoce a Pessoa como Saramago

Por: Lourdes González Herrero

Con algunas obras una tiene una difícil relación, así me sucede con las de José de Sousa Saramago. Mientras Ensayo sobre la ceguera me produce desesperación lectora, y Levantado del suelo abulia, su novela de 1984, El año de la muerte de Ricardo Reis me seduce completamente. El ejemplar de Arte y Literatura permanece en mi pequeño librero pase lo que pase. He sido una vendedora de libros sistemática, porque no me gusta retener, pero esa genial novela seguirá allí hasta el final.

Recuerdo que comenzaba a pensar que me sería posible escribir narrativa justo en aquellos días en que Joaquín Osorio me entregó la novela para presentarla en una Hora Tercia del año 2001. Su libertad manifiesta me asombró, sentí que el libro estaba escrito con la conciencia de que los lectores deberían participar y ser capaces de descubrir qué parlamento correspondía a cada personaje, me sigue fascinando esa complejidad suya que sin duda me llevó a elegir el párrafo indirecto para mis textos, y provocó que insistiera en dejar bien claro las diferencias entre una voz y otra.

Pero El año de la muerte de Ricardo Reis es una prueba de lectura: comas seguidas de mayúsculas en diálogo del poeta muerto y el iniciado vivo en la poesía; combinaciones de versos de ambos sin señalamientos; dibujados sintagmas que ocultan intenciones.

Y luego, es una novela con superficie y hondura poéticas, como demandaba Ricardo Reis, ese heterónimo de Pessoa que es médico y trabaja en Brasil.

Saramago continúa el mito del poeta. Hace viajar a Reis de regreso a Lisboa cuando se entera de la muerte de Pessoa, y construye una de las mejores novelas inspiradas en personajes de ficción que ya cuentan con otra vida gracias al poder de la literatura.                                                                                  

El enigma de Pessoa queda al descubierto en las páginas de El año de la muerte de Ricardo Reis, porque el novelista entiende perfectamente el porqué de los heterónimos, sabe que Pessoa no se esconde detrás de ellos, sino que se expone en sus multiplicidades. El hombre múltiple fue capaz de crear universos literarios diversos, y Saramago entiende y disfruta esa elección.

Por qué Ricardo Reis y no Álvaro de Campos, el ingeniero homosexual, o Alberto Caeiro, que negaba la prosa, o cualquiera de los setenta y dos inventados por Pessoa. No lo sabremos, pero podemos intuir que Reis resultaba cercano a Saramago, cómodo a la hora de enfrentarse a esa bilateralidad narrativa.

El ejercicio que realiza el novelista, insertándose justo en el medio de dos historias, para enlazarlas y expandirlas, es perfecto. El ritmo que le imprime para que ambos personajes corran por su patria la suerte que les ha tocado, y sean capaces de amar, dialogar, poetizar, mientras los paisajes detrás develan una parte de la historia de Lisboa en 1936, es magistral.

Cuando termino otras lecturas, me acerco siempre a esta página del libro que permanece en mi librero:

La muerte de Fernando Pessoa le había parecido suficiente razón para atravesar el Atlántico tras dieciséis años de ausencia… Ahora duda. Fernando Pessoa, o eso a lo que da tal nombre, sombra, espíritu, fantasma, pero que habla, oye, comprende, lo único que ya no sabe leer, Fernando Pessoa aparece de vez en cuando para decir alguna ironía, sonreír benévolo, y luego se va, no valía la pena haber venido por él, está en otra vida pero está igualmente en esta, cualquiera que sea el sentido de la expresión, ninguno propio, todos figurados.

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Breve simpatía y afinidad con un escritor estéril

Por: Guillermo Betancourt

Sospecho que la cercanía de los idiomas, al crearnos una sensación de ambigüedad, es la causa de que seamos tan desconocedores de la literatura portuguesa. El país luso es extraño para nosotros, y me atrevería a decir que, ajenos a su vasta historia, hemos encerrado entre paréntesis a esa franja de tierra al occidente de la Península Ibérica y, si acaso, nos acordamos alguna vez que el oporto es un vino y que allí se juega muy bien al fútbol. Lo portugués nos resulta, en fin, tan distante como las apagadas melodías del fado o como el sonido pastoso y dulzón que adquieren, en esa lengua, palabras que nos son de sobra familiares.

Pocos escritores nos han hecho violar la especie de Tratado de Tordesillas que seguimos manteniendo los hispanohablantes con ese país, y uno de los más notables es sin duda José Saramago. Creo que este anciano de aspecto apacible, este relojero que se estrenó como novelista rondando los cuarenta años, y que como al descuido se llevó el Nobel de 1998, es uno de los imprescindibles de nuestra época, un autor a quien sería imposible imitar sin delatarse, y uno de los seres humanos de imaginación más poderosa que hayan existido, o al menos de los que se tenga registro.

En una época no muy distante (ya creo que no sucede en igual medida), los libros de Saramago eran entre nosotros best sellers, o al menos así nos funcionaban. Recuerdo haber leído Memorial del convento, La balsa de piedra, La caverna, Historia del cerco de Lisboa, El Evangelio según Jesucristo y algunos otros; todas son novelas formidables, todas son entretenidas y brillantes, pero si hay un libro del autor de Aizinhaga que pudiésemos nombrar con el feo lugar común de «obra cumbre», ese es sin duda Ensayo sobre la ceguera.

Imagino que, en estos últimos meses, en los cuales han cambiado tantas cosas y el mundo ha pasado por su prueba más difícil desde la Segunda Guerra Mundial, muchos hayan recordado esta novela. La literatura sobre epidemias, aun cuando es propensa a deslizarse hacia catastrofismos efectistas, ha dado grandes obras, como La máscara de la muerte roja, de Poe, o La peste, de Camus, pero por algún motivo tengo una simpatía y una afinidad mayor con Ensayo sobre la ceguera, tal vez porque, incluso siendo un libro muy entretenido (a pesar del título), es también una novela que desnuda sin misericordia la gran fragilidad inherente a nuestra organización social, y nos obliga a cuestionarnos cuál es el punto (no muy lejano, por cierto), en el cual se pulverizan los valores «inamovibles» que nos definen como civilización.

El argumento es bastante conocido: una misteriosa epidemia de ceguera blanca que se expande por un lugar y momento indefinidos pero que sin problemas podemos asumir como contemporáneos, provoca en poco tiempo unas consecuencias materiales y morales devastadoras. Saramago aprovecha esta situación delirante para mostrarnos lo dependiente que es nuestra condición humana de algo tan en apariencia prescindible como el sentido de la vista. El escenario, que es apocalíptico, convierte a la mayor parte de los individuos en salvajes; mantener el decoro en una situación extrema y sin perspectiva de solución conocida es extraordinariamente difícil, pero no imposible. Los principales personajes (que, por cierto, no tienen nombre), incluso con debilidades eventuales, son la representación de que, hasta en las circunstancias más complicadas, preservar la dignidad es una elección individual, aun cuando acarree consigo sacrificios dolorosos.

Hay aspectos en Ensayo sobre la ceguera que son muy importantes y que no pueden contarse sin sabotear la lectura ajena. Es un libro que, si bien posee una tesis de orden ético, un elevado nivel simbólico, que lanza preguntas muy incómodas y en consecuencia puede leerse desde un punto de vista casi filosófico, es también, como ya dije, una novela que despierta en quien la lee una curiosidad muy fuerte por conocer el final de la historia; he tratado de bordear lo más posible los detalles que hagan spoiler, pero diré para quienes lo lean completo que el misterio llega hasta la última línea del libro. Después el propio Saramago arruinaría el encanto reciclando los personajes en Ensayo sobre la lucidez, otra muy buena novela, pero que, remake al fin, no es comparable con el primer texto, del que, sin ser una continuación, tampoco es independiente.

Quienes hayan leído a este escritor, sabrán que su estilo es muy peculiar, sobre todo en cuanto a la puntuación. Saramago hace caso omiso de la existencia de signos diferentes a la coma y el punto, y ello les da a sus largas oraciones un ritmo a veces risible, que acentúa la mordaz ironía que empapa toda su obra. Los largos párrafos, que suelen agotar en otros autores, en él fluyen de una manera tan normal que nos asombra; por eso decía más arriba que imitarlo es prácticamente imposible. La manera en que ubica los diálogos, siempre una piedra en el zapato para los narradores, es muy ingeniosa y original, tanto que cualquier otra persona que la use atraería sobre sí los nada agradables focos del plagio.

Es muy probable que Saramago sea un autor sin discípulos, un «escritor estéril», como se ha dicho alguna vez, si bien ya eso tiene toda la pinta de ser un concepto obsoleto. Por otro lado, las imitaciones no son buenas para nadie. La vida misma, en 2019, quiso copiar su obra. Los resultados han sido terribles.

El indiferente: las flores diamantinas de Marcel Proust

Por: Adalberto Santos

Al recorrer la catedral suntuosa que es En busca del tiempo perdido, no puede uno evitar, por momentos, la sensación de vértigo ante la grandiosidad de pasajes, hondura, y magnificencia de esta obra proustiana. Y abrumado y perplejo, se buscan señales, indicios para orientar la mirada fascinada, visitando tentaciones, ensayos, correspondencia de su autor, que siempre nos devuelve, con renovado entusiasmo, al esplendor y deslumbre inicial. Y en esa persecución de senderos transitables, se encuentran obras anteriores que, algunas como tentativa y ejercicio, muestran ya la silueta, esbozada, de la albañilería magnífica desplegada posteriormente.

Una de ellas, recuperada de los extravíos del tiempo es El indiferente, publicada originalmente en 1896, y al parecer redactada en 1893, cuando Proust contaba apenas con veintidós años y que emparenta con Los placeres y los días, por ser obras de ejercitación, donde se tienta el estilo y esbozan temas, que serían luego desplegados, ya maduros, en la gran obra proustiana.

A Proust le preocupaba «no poder decirlo todo». No alcanzar, a través del lenguaje, esa magnífica exploración de temas que luego abordaría. Así que en esta nouvelle, que prácticamente pasó inadvertida entre sus contemporáneos, y a la que el propio autor no le concedió mayor valía, trata la «cristalización» del amor en la figura de un ser infame. La historia de Madeleine, joven viuda aristocrática, y su pasión por Lepré, un ser ruin y distante de ella social y moralmente que no le corresponde, escrita en tercera persona desde la perspectiva de su protagonista, Madeleine, y con un cierto amaneramiento desdeñoso en el trato de los personajes y sus afanes. En esta especie de «ensayo desmañado», Proust se decanta y apuesta por un tema que le interesaba: la proyección del yo en las relaciones amorosas, predicado por Stendhal, y resumido en que el hombre «en todo halla pretexto para descubrir en el objeto amado nuevas perfecciones», utilizando el símil de un ramo de flores lanzado a un agujero salino, y meses después recobrado en diamantinas fulguraciones de cristal.

Proust, que trata esta aproximación amorosa desde una perspectiva casi de comedia moral, lo hace aún de manera superficial, exaltando la visión amorosa de la protagonista en maridaje con los objetos y paisajes, que ofrecen una sensación de excelsa beatitud. Claro está, que esta conceptualización del amor basada en la «cristalización» del sentimiento en un ser vil y en plena contradicción, es una falacia, pues en realidad remite a la proyección del yo en el espejo deformado de un ente exterior. No son el refinamiento interior ni el alma virtuosa, ni la gracia reales los que percibe Madeleine en Lepré, sino una visión distorsionada de un anhelo interior, que se alimenta de las propias virtudes para recrear el amor en un otro, que no resulta vehículo de amor per se, sino tramoya de los sentidos, el «maya» budista que nubla la percepción por los afanes del alma humana. Claro está, que tal acercamiento a lo amoroso no puede ser más que epidérmico, pues simplifica las complejas articulaciones y matices de cada ser humano, que tornan en mucho más que una simple simulación la auténtica representación del amor, elemento que posteriormente Proust desarrollará con más detalle y complejidad en su gran catedral de palabras.

Un elemento que resulta interesante, además de exploración del sentimiento amoroso transfigurado en búsqueda y reconocimiento del yo, es la recuperación de una experiencia dolorosamente viva para el autor: el asma. Estableciendo un paralelo entre la partida del amado Lepré y la angustiante sensación de pérdida de Madeleine, Proust se permite acotar una pequeña reflexión más que personal sobre este padecimiento, relacionando su sufrir con el del personaje de la joven y la sensación de desesperanza y soledad que parece provocarle el sentirse enfermo y solitario en su calvario. Este pequeño recordatorio personal salta a la vista en el texto, y muestra que entre las búsquedas de estilo y temática proustiana, hay elementos muy suyos que inevitablemente confluyeron y fueron asimilados en la búsqueda de ese summum, al que Proust tendía: la búsqueda y definición del amor, la presencia de su adorada madre que le acompañó aun en su muerte en dolorosa peregrinación, la soledad, el hastío, y la homosexualidad, fantasma que se empeñaba en mantener a salvo, quizás por temor a las repercusiones y recepción de sus historias.

Revisitar obras como El indiferente, considerada joya extraña dentro del cosmos proustiano, nos permite desandar un tanto esos azarosos resortes que se juntarían en la excelsa maquinaria de En busca del tiempo perdido, y acompañar junto a su autor, las fortunas y despojos en la gestación de un obra, como esas flores que lanzadas a la sal fermentan su naturaleza en joyas luminosas, que le ha trascendido y forma coro, en su propia luz, dentro de la herencia literaria universal.