Breve simpatía y afinidad con un escritor estéril

Sospecho que la cercanía de los idiomas, al crearnos una sensación de ambigüedad, es la causa de que seamos tan desconocedores de la literatura portuguesa. El país luso es extraño para nosotros, y me atrevería a decir que, ajenos a su vasta historia, hemos encerrado entre paréntesis a esa franja de tierra al occidente de la Península Ibérica y, si acaso, nos acordamos alguna vez que el oporto es un vino y que allí se juega muy bien al fútbol. Lo portugués nos resulta, en fin, tan distante como las apagadas melodías del fado o como el sonido pastoso y dulzón que adquieren, en esa lengua, palabras que nos son de sobra familiares.

Pocos escritores nos han hecho violar la especie de Tratado de Tordesillas que seguimos manteniendo los hispanohablantes con ese país, y uno de los más notables es sin duda José Saramago. Creo que este anciano de aspecto apacible, este relojero que se estrenó como novelista rondando los cuarenta años, y que como al descuido se llevó el Nobel de 1998, es uno de los imprescindibles de nuestra época, un autor a quien sería imposible imitar sin delatarse, y uno de los seres humanos de imaginación más poderosa que hayan existido, o al menos de los que se tenga registro.

En una época no muy distante (ya creo que no sucede en igual medida), los libros de Saramago eran entre nosotros best sellers, o al menos así nos funcionaban. Recuerdo haber leído Memorial del convento, La balsa de piedra, La caverna, Historia del cerco de Lisboa, El Evangelio según Jesucristo y algunos otros; todas son novelas formidables, todas son entretenidas y brillantes, pero si hay un libro del autor de Aizinhaga que pudiésemos nombrar con el feo lugar común de «obra cumbre», ese es sin duda Ensayo sobre la ceguera.

Imagino que, en estos últimos meses, en los cuales han cambiado tantas cosas y el mundo ha pasado por su prueba más difícil desde la Segunda Guerra Mundial, muchos hayan recordado esta novela. La literatura sobre epidemias, aun cuando es propensa a deslizarse hacia catastrofismos efectistas, ha dado grandes obras, como La máscara de la muerte roja, de Poe, o La peste, de Camus, pero por algún motivo tengo una simpatía y una afinidad mayor con Ensayo sobre la ceguera, tal vez porque, incluso siendo un libro muy entretenido (a pesar del título), es también una novela que desnuda sin misericordia la gran fragilidad inherente a nuestra organización social, y nos obliga a cuestionarnos cuál es el punto (no muy lejano, por cierto), en el cual se pulverizan los valores «inamovibles» que nos definen como civilización.

El argumento es bastante conocido: una misteriosa epidemia de ceguera blanca que se expande por un lugar y momento indefinidos pero que sin problemas podemos asumir como contemporáneos, provoca en poco tiempo unas consecuencias materiales y morales devastadoras. Saramago aprovecha esta situación delirante para mostrarnos lo dependiente que es nuestra condición humana de algo tan en apariencia prescindible como el sentido de la vista. El escenario, que es apocalíptico, convierte a la mayor parte de los individuos en salvajes; mantener el decoro en una situación extrema y sin perspectiva de solución conocida es extraordinariamente difícil, pero no imposible. Los principales personajes (que, por cierto, no tienen nombre), incluso con debilidades eventuales, son la representación de que, hasta en las circunstancias más complicadas, preservar la dignidad es una elección individual, aun cuando acarree consigo sacrificios dolorosos.

Hay aspectos en Ensayo sobre la ceguera que son muy importantes y que no pueden contarse sin sabotear la lectura ajena. Es un libro que, si bien posee una tesis de orden ético, un elevado nivel simbólico, que lanza preguntas muy incómodas y en consecuencia puede leerse desde un punto de vista casi filosófico, es también, como ya dije, una novela que despierta en quien la lee una curiosidad muy fuerte por conocer el final de la historia; he tratado de bordear lo más posible los detalles que hagan spoiler, pero diré para quienes lo lean completo que el misterio llega hasta la última línea del libro. Después el propio Saramago arruinaría el encanto reciclando los personajes en Ensayo sobre la lucidez, otra muy buena novela, pero que, remake al fin, no es comparable con el primer texto, del que, sin ser una continuación, tampoco es independiente.

Quienes hayan leído a este escritor, sabrán que su estilo es muy peculiar, sobre todo en cuanto a la puntuación. Saramago hace caso omiso de la existencia de signos diferentes a la coma y el punto, y ello les da a sus largas oraciones un ritmo a veces risible, que acentúa la mordaz ironía que empapa toda su obra. Los largos párrafos, que suelen agotar en otros autores, en él fluyen de una manera tan normal que nos asombra; por eso decía más arriba que imitarlo es prácticamente imposible. La manera en que ubica los diálogos, siempre una piedra en el zapato para los narradores, es muy ingeniosa y original, tanto que cualquier otra persona que la use atraería sobre sí los nada agradables focos del plagio.

Es muy probable que Saramago sea un autor sin discípulos, un «escritor estéril», como se ha dicho alguna vez, si bien ya eso tiene toda la pinta de ser un concepto obsoleto. Por otro lado, las imitaciones no son buenas para nadie. La vida misma, en 2019, quiso copiar su obra. Los resultados han sido terribles.

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