El indiferente: las flores diamantinas de Marcel Proust

Al recorrer la catedral suntuosa que es En busca del tiempo perdido, no puede uno evitar, por momentos, la sensación de vértigo ante la grandiosidad de pasajes, hondura, y magnificencia de esta obra proustiana. Y abrumado y perplejo, se buscan señales, indicios para orientar la mirada fascinada, visitando tentaciones, ensayos, correspondencia de su autor, que siempre nos devuelve, con renovado entusiasmo, al esplendor y deslumbre inicial. Y en esa persecución de senderos transitables, se encuentran obras anteriores que, algunas como tentativa y ejercicio, muestran ya la silueta, esbozada, de la albañilería magnífica desplegada posteriormente.

Una de ellas, recuperada de los extravíos del tiempo es El indiferente, publicada originalmente en 1896, y al parecer redactada en 1893, cuando Proust contaba apenas con veintidós años y que emparenta con Los placeres y los días, por ser obras de ejercitación, donde se tienta el estilo y esbozan temas, que serían luego desplegados, ya maduros, en la gran obra proustiana.

A Proust le preocupaba «no poder decirlo todo». No alcanzar, a través del lenguaje, esa magnífica exploración de temas que luego abordaría. Así que en esta nouvelle, que prácticamente pasó inadvertida entre sus contemporáneos, y a la que el propio autor no le concedió mayor valía, trata la «cristalización» del amor en la figura de un ser infame. La historia de Madeleine, joven viuda aristocrática, y su pasión por Lepré, un ser ruin y distante de ella social y moralmente que no le corresponde, escrita en tercera persona desde la perspectiva de su protagonista, Madeleine, y con un cierto amaneramiento desdeñoso en el trato de los personajes y sus afanes. En esta especie de «ensayo desmañado», Proust se decanta y apuesta por un tema que le interesaba: la proyección del yo en las relaciones amorosas, predicado por Stendhal, y resumido en que el hombre «en todo halla pretexto para descubrir en el objeto amado nuevas perfecciones», utilizando el símil de un ramo de flores lanzado a un agujero salino, y meses después recobrado en diamantinas fulguraciones de cristal.

Proust, que trata esta aproximación amorosa desde una perspectiva casi de comedia moral, lo hace aún de manera superficial, exaltando la visión amorosa de la protagonista en maridaje con los objetos y paisajes, que ofrecen una sensación de excelsa beatitud. Claro está, que esta conceptualización del amor basada en la «cristalización» del sentimiento en un ser vil y en plena contradicción, es una falacia, pues en realidad remite a la proyección del yo en el espejo deformado de un ente exterior. No son el refinamiento interior ni el alma virtuosa, ni la gracia reales los que percibe Madeleine en Lepré, sino una visión distorsionada de un anhelo interior, que se alimenta de las propias virtudes para recrear el amor en un otro, que no resulta vehículo de amor per se, sino tramoya de los sentidos, el «maya» budista que nubla la percepción por los afanes del alma humana. Claro está, que tal acercamiento a lo amoroso no puede ser más que epidérmico, pues simplifica las complejas articulaciones y matices de cada ser humano, que tornan en mucho más que una simple simulación la auténtica representación del amor, elemento que posteriormente Proust desarrollará con más detalle y complejidad en su gran catedral de palabras.

Un elemento que resulta interesante, además de exploración del sentimiento amoroso transfigurado en búsqueda y reconocimiento del yo, es la recuperación de una experiencia dolorosamente viva para el autor: el asma. Estableciendo un paralelo entre la partida del amado Lepré y la angustiante sensación de pérdida de Madeleine, Proust se permite acotar una pequeña reflexión más que personal sobre este padecimiento, relacionando su sufrir con el del personaje de la joven y la sensación de desesperanza y soledad que parece provocarle el sentirse enfermo y solitario en su calvario. Este pequeño recordatorio personal salta a la vista en el texto, y muestra que entre las búsquedas de estilo y temática proustiana, hay elementos muy suyos que inevitablemente confluyeron y fueron asimilados en la búsqueda de ese summum, al que Proust tendía: la búsqueda y definición del amor, la presencia de su adorada madre que le acompañó aun en su muerte en dolorosa peregrinación, la soledad, el hastío, y la homosexualidad, fantasma que se empeñaba en mantener a salvo, quizás por temor a las repercusiones y recepción de sus historias.

Revisitar obras como El indiferente, considerada joya extraña dentro del cosmos proustiano, nos permite desandar un tanto esos azarosos resortes que se juntarían en la excelsa maquinaria de En busca del tiempo perdido, y acompañar junto a su autor, las fortunas y despojos en la gestación de un obra, como esas flores que lanzadas a la sal fermentan su naturaleza en joyas luminosas, que le ha trascendido y forma coro, en su propia luz, dentro de la herencia literaria universal.

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