Apología de la lectura

Leer es un acto de soledad. El lector está solo. Está solo y busca la compañía de las palabras, de los personajes y las ideas que gravitan en su entorno. Leer es buscar un sitio predilecto, es sentirse a gusto. Muchas veces he encontrado en un libro tanta o más vida que la que me puede regalar una calle, un tren repleto de viajantes, una cama haciéndose añicos.

Pero, a mi entender, la lectura se complementa en los demás. La percepción ajena siempre despierta y enriquece la propia. Compartir una lectura refuerza mi voluntad. Tal vez tenga que ver con mi espíritu parloteador y presuntuoso, con mis ganas de dar. Por eso sigo prestando mis libros; aún a riesgo de quedarme sin ellos.

Leer es difícil, y casi siempre se lee mal. Leer lleva entrenamiento. A veces la mente solo se detiene en aquellas circunstancias en las que la anécdota resulta muy personal, o es cercana por experiencia. A veces no estamos aptos para leer y no obstante nos empecinamos en devorar esas últimas 50 páginas que nos separan del presunto desenlace. A veces vale dejar el libro a un lado.

Digo todo esto, porque al final lo que uno puede obtener de una lectura es solo un leve porcentaje del cual rebosa todo buen libro. A los 15 años leí El castillo, de Franz Kafka. Una lerda bibliotecaria me lo ofreció diciéndome que era una novela policiaca. De más está decir que los odie; a Kafka y a aquel abominable agrimensor que se la pasaba idiotamente de sitio en sitio queriendo comprender cómo podría ejercer su trabajo, siempre arrastrando a aquellas dos sombras que no lo dejaban solo ni en la más delicada intimidad. Yo, que estaba entrenado con lecturas nobles y deleitables como El sabueso de los Baskerville, El padrino, o La isla del tesoro; no pude tolerar la densidad de aquella escritura. Pero sucedió algo. Antes de los 20 años me vi envuelto en unos embrollos burocráticos de los cuales prefiero no dar detalles para no hacer extenuantes estas palabras; esa maquinaria absurda me tragó de forma tal que comencé a comprender al señor K.; de hecho, tuve que releer El castillo, tuve que volver a Kafka, para entenderlo a él y para entenderme a mí mismo. Tuvo que sucederme lo contado para que aprendiera a desconfiar de mí y de todo lo que leo.

Hay algunos libros que en un momento dado me han parecido extremadamente buenos, y que luego, con el paso del tiempo, se me han ido esfumando de la mente hasta convertirse en solo un nombre; hay otros que me fatigaron, que me hicieron pensar varias veces si debía o no pasar otra página, que los terminé por alguna rara inercia de ponerle fin a lo empezado, y que luego demostraron ser persistentes, sus personajes inolvidables, y algunas situaciones dignas de ser releídas; como ejemplo de estos últimos mencionaré La Saga de Gösta Berling de la sueca Selma Lagerlöf. De los primeros prefiero no dar ejemplos.

Decía Plinio el Joven que «no hay libro tan malo que no tenga algo bueno», pero saber encontrar lo bueno, o al menos una parte de ello, requiere de esfuerzo. Leer agota, como todo acto de apreciación estética. Hay los que se sientan ante un libro y quieren que sean los libros quienes los lean a ellos. Hay quienes se paran frente a un lienzo y quieren que los significados emanen sin haber aguzado los sentidos. Los primeros dirán me aburre, y los segundos esto no lo entiende ni quien lo pintó; lo cual no quiere decir que, por carambola, a veces no dejen de tener razón.

Por ello me incito e incito a leer, y de paso a compartir lecturas, a dialogar; cuatro ojos ven más que dos, y ocho ven más que cuatro. La opinión ajena puede calzar la propia, y siendo distinta puede llegar a ser complementaria, incluso puede hasta hacernos cambiar de opinión.

Leamos. Permitamos a la imaginación hacer de las suyas.

Sé que si vuelvo a leer El castillo encontraré cosas nuevas en él, que disfrutaré de una manera distinta los avatares de K.; tal vez me guste más, o menos, que esa última vez que lo leí. Mientras no lo hago, disfruto compartiendo mis lecturas, hablando de ellas inconteniblemente: siempre y cuando haya algún oído dispuesto, alguna boca que me ayude a conocerme mejor.

Foto: Tomada de Internet

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