Pedro de la Hoz: «Vivamos los tiempos de la creación»

Maestro es grande palabra. Al margen de las exigencias curriculares y las rutinas del protocolo, el magisterio se gana en la medida que un hombre o una mujer sea capaz de dejar fecundas huellas en sus semejantes. No se constriñe ni al aula ni la lección formal, ni a los dictámenes metodológicos ni a la regulación didáctica. Entre nosotros lo supo José de la Luz y Caballero: “Instruir puede cualquiera, educar solo quien sea un evangelio vivo». Maestro, maestra, lleva en sí una condición especular, en la que otros se miran, asimilan, decantan, discuten, disienten, a conciencia de que, como diría el poeta que me acompaña, se otea un rasguño en la piedra.

No voy a hablar de lo que significa para mí que me nombren Maestro de Juventudes. Siento en el ámbito actual de la Asociación el rigor con que se atiende la formación y la promoción de la crítica artística y literaria y el periodismo cultural responsable. Me limito, en el orden personal, a evocar los días en que ingresé a la Brigada Hermanos Saíz y su taller literario que sesionaba cada sábado en la sede nacional de la Uneac, bajo la tutela de maestros –y qué maestros– como Eliseo Diego, Roberto Fernández Retamar, Onelio Jorge Cardoso, Manuel Cofiño y Sigifredo Álvarez Conesa, o cuando participé en la fundación de la Brigada en la provincia de Cienfuegos, o cuando asistí, como parte de la delegación de Villa Clara, al congreso fundacional de la Asociación. Alguien con razón ha dicho que los lazos con la AHS se prolongan más allá de la edad y garantizan, bien aprovechados, un pase a la permanente juventud.

Prefiero hablar de los maestros que comparten conmigo este momento, de la maestría cultivada más allá de operaciones aritméticas. Como la maestría que quizá hoy nos ilumine más que nunca, cuando se salda una deuda de gratitud con Aurora Bosch, leyenda viva de la Escuela Cubana de Ballet. Ella encarna mejor que nadie el principio consagrado por los hijos de Eleguá: dar y recibir. De Alicia, Fernando y Alberto recibió los dones poéticos que desarrolló sobre las tablas, en sucesivas transfiguraciones, antes y después de que el renombrado crítico Arnold Haskel, la definiera, junto a Loipa, Mirta y Josefina, como una de las Cuatro Joyas del Ballet cubano. Ahora, y desde hace buen tiempo, reparte técnica, gracia y sabiduría; estética y ética en indivisible maridaje en la escuela cubana y otras que en el mundo la tienen por referencia. Cuánta carga sentí en unas palabras suyas dichas al completar sus primeras ocho décadas de existencia: “Me siento con ganas de empezar otra vez”.

Fulgor es el vocablo que se me ocurre ante la relampagueante y grávida cosecha de Rubén Darío Salazar y Zenén Calero. Un auténtico triunfo de la imaginación, en el que se acompasan el humanismo y la belleza. Cuánta energía inagotable derrocha Rubén Darío en cada puesta en escena, en cada evento que organiza, en cada foro en que defiende sus verdades. Cuánta sensibilidad y cubanía desbordan las imágenes escénicas que por tantísimos años nos ha regalado Zenén.

He sido testigo, una y otra vez, de la magia con que María Felicia Pérez saca de sus manos y su voz el milagro coral de la poesía cantada. Nunca olvidaré aquella distante noche en una Varna que había dejado de ser el balneario búlgaro de los festivales de la canción ligera, en medio del derrumbe que sucedió a la caída del muro de Berlín. Veinte cubanitas y cubanitos, albergados en un desvencijado sanatorio, contra veinte coros robustos que se disputaban el Gran Prix Europa. Y miren ustedes, María Felicia hipnotizó  a la audiencia con una interpretación de Juramento que hizo hervir de tierna melancolía el Mar Negro con los aires del Caribe.   

Desde lejos primero, y luego desde una entrañable cercanía, le fui tomando el pulso en obra y palabra a Waldo Leyva. Lo creí santiaguero por lo mucho que luchó desde la urbe oriental por romper amarras y resituar en años complejos la ciudad como foco irradiante de la creación. Leí sus versos y seguí la pasión que ponía en toda empresa que llevaba a cabo. Me enseñaron a quererlo amigos que un olvido: Jesús Cos Causse, Efraín Nadereau, Joel James.

En estos días he vuelto a calibrar los siguientes versos de Waldo, dedicados a un amigo común, el pintor José Omar Torres:

Cantemos la canción de los soñadores,
que no nos detengan las espaldas que se alejan
ni los oídos que sólo quieren escuchar
el repetido canto de las sirenas;
por muy sólo que se anuncie el camino,
cantemos siempre la canción de los soñadores,
que el canto nos acompañe
con su melodía incorruptible

No hace falta subrayar la vigencia de esos versos. A los jóvenes de la AHS, a nosotros mismos, nos decimos soñadores. Valga como un mantra para los tiempos que corren la reflexión de nuestro Lezama cuando afirmó: “Heidegger sostiene que el hombre es un ser para la muerte; todo poeta, sin embargo, crea la resurrección, entona ante la muerte un hurra victorioso”. Vivamos los tiempos de la creación.

*Palabras pronunciadas por el reconocido periodista Pedro de la Hoz, durante la entrega del Premio Maestros de Juventudes 2022, máximo reconocimiento que entrega la AHS en su aniversario.

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