Notas sobre resistencia cultural y creación artística (Espacio Dialogar, dialogar + fotos)

Agradezco a los organizadores la invitación. Es un lujo que la Asociación Hermanos Saíz mantenga un espacio como este que nos permite pensarnos y que también, de muchas maneras, nos confronta. “Dialogar, dialogar” nació para rendir tributo a Alfredo Guevara y quiero recordarlo a él hoy de manera especial, en este lugar que fue también su casa y la casa del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano porque él así lo quiso.

El tema que la AHS nos invita a debatir esta vez propone entre otros el análisis de los vínculos entre resistencia cultural y creación artística. Intentaré aquí un acercamiento preliminar a partir de mi experiencia profesional en la cual confluyen mi trabajo con teatrólogo y mi desempeño como director del Programa de Estudios sobre Culturas Originarias en la Casa de las Américas.

No obstante, necesariamente, debo mencionar antes la resistencia popular que emerge en la región –en Ecuador y Chile– como respuesta a la desfachatez del neoliberalismo y también la resistencia indígena que se levanta frente a ese terrorífico Golpe al Estado Plurinacional de Bolivia que ha remontado el proyecto colonial, excluyente, racista y fundamentalista de la conquista. Lo que ocurre hoy en Ecuador, Chile, Bolivia y ahora también en Colombia no solo nos obliga a expresar nuestra condena a las fuerzas coloniales represoras y nuestra solidaridad con los pueblos que luchan, sino que nos exige estar atentos y pensar-obrar-sentir sin ingenuidad.

Al abordar el tema de la resistencia cultural lo primero que salta a la vista es la necesidad de comprender a fondo la diversidad de actores y contextos que hacen parte de los disímiles procesos en los que esta aparece como una imperiosa necesidad de subsistencia. Ello nos permite evaluar la complejidad que entraña usar una noción que, como explicara Néstor García Canclini, en un texto publicado hace ya casi una década, “es una de las más gastadas y menos analizadas en la retórica crítica” (2010).

Hoy, si bien sigue siendo una noción poco estudiada es, además, uno de los términos apropiados por la derecha ultraconservadora e imperial para sustentar amañados procedimientos de subversión. Lo anterior obliga a poner apellidos a los procesos de resistencia siendo aquellos que enfrentan la hegemonía colonial-neoliberal los que en particular me interesan.

En estos tiempos las prácticas revolucionarias y descolonizadoras operan en un mundo en el cual, mediante la fuerza, pero también con la puesta en marcha de estrategias muy sofisticadas de “colonización del deseo” (Rolnik, 2019), se prefiguran escenarios –parques temáticos– para canalización sectorializada de la necesidad humana de expresar disenso.

Estos compartimentos estancos, que nos obligan a enfocarnos en temas específicos al tiempo que invisibilizan otros, buscan estandarizar los comportamientos, controlar las reacciones y conducir la atención de los individuos –individuos cada vez más individualistas–, hacia zonas alejadas de los fundamentales conflictos del mundo.

En estos sitios está permitido ejercer, dinero en mano, la única libertad posible: comprar, consumir. Lo ignoran algunos, pero, en verdad, formamos parte del ciclo que no solo nos hace devenir consumidores, sino que acaba transformándonos en mercancía, de modo que nuestra vida, como la del antiguo Sísifo, es reducida a una puesta en escena en la que permanentemente nos vendemos a nosotros mismos. Siguiendo esa lógica, podemos decir con claridad que la cultura de nuestro tiempo, que es la de un capitalismo neoliberal despiadado, se caracteriza por la manipulación a gran escala de las subjetividades –individuales y colectivas–, a través de muy sutiles e infinitamente diversificadas tácticas de dominación que operan mediante la exaltación de un egoísmo autofágico y sadomasoquista. Vivimos sumergidos y ahogados en un mundo que, al decir de Homi Bhabha, da “a la cotidianidad alienante un aura de individualidad, una promesa de placer” (2007).

No es raro entonces que cualquier vía que socave, aunque sea en muy pequeña escala, los fundamentos de esa cultura global que estandariza, unifica y quiebra todo vínculo con las esencias humanistas, sea asediada de la manera más acerba por el imperialismo y sus élites locales y trasnacionales o glocales, como algunos prefieren decir.

La justicia social, la solidaridad, la reciprocidad, la complementariedad ponen en crisis el sistema totalitario y homogeneizante y escapan de la lógica del carpe diem. La reemergencia de paradigmas alternativos al neoliberalismo, basados en las propias estrategias de resistencia de los pueblos, y el despliegue con éxito de procesos sociales de matriz descolonizadora, han puesto a funcionar la vieja maquinaria del exterminio, siempre engrasada. El golpe de estado en Bolivia viene a ratificar esa práctica en un subcontinente donde el descontento popular y su expresión ciudadana colectiva crecen y se fortalecen considerablemente.

La creación de un nuevo ejército de evangélicos fundamentalistas trae a escena al mismo protagonista con idéntico objetivo: divide y vencerás. Pero nada de esto es nuevo, esa es la lógica tras las sucesivas conquistas de Abya Yala, y, claro está, la que sostiene por casi 60 años un despiadado bloqueo contra nuestro país.

Entiendo la resistencia cultural como la acción-reflexión descolonizadora y despatriarcalizadora, que visibiliza, de manera dialéctica, las tramas subterráneas de la homogenización neoliberal y busca quebrar desde las macropolíticas, pero también desde las micropolíticas, las estructuras y las narrativas de la dominación imperialista.

No hay dudas de que es esta una batalla que se da fundamentalmente a nivel de subjetividades porque una de las tareas cardinales de esa maquinaria es ocultar los conflictos de clase, género y también los que resultan de los procesos coloniales de racialización. Por ello algunos investigadores hablan en la actualidad de la “invención de los pobres de derecha” como uno de los productos más exitosos del capitalismo de estos tiempos, consumidores sin conciencia de clase y sin voluntad transformadora.

Desde luego que si la estrategia es individualizar hasta la máxima expresión posible el mejor antídoto sería constituirse y fortificarse en comunidad, robustecer los lazos y redes que nos hacen uno con el otro y proteger, a lo interno, las dinámicas naturales de la diversidad, de modo que no sean utilizadas para desmontar las bases de una alianza que no ha de tener más aglutinante que la necesidad de defender la vida, de todos y todas, y el territorio donde esa vida se reproduce. Pienso, por ejemplo, en la resistencia de los pueblos indígenas del continente, avasallados permanentemente en la más absoluta invisibilidad y masacrados con las armas, la biblia, los virus, el dinero, el alcohol…

Son, sin duda, los pueblos originarios los que más genocidios y espistemecidios han resistido y de quienes más debemos aprender. Su unidad como pueblos radica quizás en un  hecho que no debemos olvidar. Para los indígenas la tierra es un ente vivo con la que estamos íntimamente relacionados, de modo que comunidad y territorio son una misma entidad no ya desde el punto de vista simbólico, sino también de manera muy concreta.

Si pensamos en la creación artística desde esta perspectiva coincidiríamos, tal vez, en que aquellas obras que contribuyen a la cohesión de la comunidad y a la afirmación de su identidad en un territorio determinado hacen parte de una cultura de resistencia frente al tsunami homogeneizador que individualiza y divide. Sin embargo, hay que ser conscientes de que no basta con sostener y enarbolar ese propósito.

Una obra de arte no es solo resultado de la voluntad del artista sino también de un conjunto de dinámicas institucionales diversas –el propio creador también lo es– y podría reproducir las estructuras e incluso los mensajes de dominación, o en peor de los casos contribuir a la afirmación de estos por un efecto de rebote. Es lo que suele pasar con el panfleto, con las obras que “denuncian” generalizando y con mucha creación-propaganda que acaba repitiendo las mismas fórmulas del melodrama, por ejemplo, y arrastrando, más bien empujando, a los lectores-espectadores con entusiasmo militante al campo enemigo.

No existe la cultura de resistencia sin el arte crítico, capaz de proponer al lector-espectador una estrategia activa de análisis de su realidad, una actividad que en lugar de adormecerlo lo desperece e involucre. Pienso en Bertolt Brecht y en su concepción del teatro épico que no descarta la diversión, pero aspira a una productividad, la cual no puede realizarse sin un creador con sentido crítico y con una intención definida. Al respecto dice Brecht:

Sin criterios y sin intenciones es imposible realizar verdaderas representaciones. Sin saber, es imposible mostrar. ¿Y cómo saber lo que vale la pena saberse? Si el actor no quiere ser ni un papagayo ni un mico debe hacer suyo el saber de su tiempo sobre la convivencia humana, participando en la lucha de clases. Es posible que a alguno le parezca esto rebajarse, ya que -una vez que ha quedado establecido lo que va a cobrar como actor-, coloca al arte en las más sublimes esferas.

Pero las decisiones supremas del género humano se conquistan en la tierra, no en el éter; en el “exterior” y no en los cerebros. Nadie puede estar por encima de la lucha de clases, ya que nadie puede situarse por encima de los hombres. La sociedad no posee ningún altavoz común mientras siga dividida en clases que se combaten. En arte, “permanecer imparcial” significa ponerse del lado del partido “dominante” (1998).

La pregunta “¿Y cómo saber lo que vale la pena saberse?” de Brecht me lleva a pensar en la necesidad de pedagogías decoloniales, las cuales al decir de   Catherine Walsh, son entendidas como:

(…) las metodologías producidas en los contextos de lucha, marginalización, resistencia (…) lo que Adolfo Albán ha llamado “re-existencia”; pedagogías como prácticas insurgentes que agrietan la modernidad/colonialidad y hacen posible maneras muy otras de ser, estar, pensar, saber, sentir, existir y vivir-con (2013).

Solo la voluntad de descolonización y de emancipación que implica la puesta en práctica del pensamiento crítico y de una acción transformadora que vaya más allá de la resistencia misma para “producir modos de subjetivación originales y singulares” (2015), puede activar una creación desregularizada capaz de transparentar los mecanismos de control, problematizar la existencia y poner a funcionar el tejido social en función de ese equilibrio del mundo del que hablaba Martí, o del “buen vivir” andino. Parecerá raro, quizás, que yo hable de buen vivir aquí, ahora que los dos países que han constitucionalizado ese principio indígena en el continente enfrentan una profunda crisis de paradigmas producto de la embestida neoliberal y la traición, porque sobre todo traidores hay en esta historia.

En realidad lo hago por la diferencia esencial entre la idea comunal de vivir bien, en equilibrio y armonía con el otro y con el ambiente, la madre tierra o la Pachamama si lo decimos en quechua o en aymara, y el vivir mejor que implica que algunos vivan mejor que otros, o sea que unos tengan más, acumulen más.

Pienso en el ayllu, la comunidad originaria andina, y pienso en la dinámica creadora del teatro de grupo latinoamericano que, afincado en el deseo de construir una comunidad utópica para la comprensión y expresión de nuestras realidades, ha propuesto, fundamentalmente a partir de la segunda mitad de siglo xx, un sinnúmero de experiencias de convivio que radicalizan la necesidad del ser humano de confrontarse en vida con el otro, interrogar nuestras realidades e interrogarnos.

Ese teatro vivo, inquietante, crítico, incómodo, distinto del drama culinario o antiespasmódico, que junta, en el caso de nuestra América, la práctica de Brecht con la del loco Antonin Artaud, ese amigo íntimo de Alejo Carpentier, que viajó a México para encontrar en los rarámuris o tarahumaras una conexión con la vida, humana y cósmica, que no existía en el París de la primera mitad de siglo. Ese quehacer efímero, pero orgánico, constituye un extraordinario reservorio de  escenarios y experiencias de resistencia.

Habría que mencionar sin duda el quehacer de figuras como Atahualpa del Cioppo, Enrique Buenaventura, Santiago García, Antunes Filho, Vicente Revuelta, Miguel Rubio y Flora Lauten, el trabajo de los grupos que ellos fundaron. Más acá en el tiempo y centrándome en Cuba podríamos mencionar a Nelda Castillo, Carlos Díaz, Carlos Celdrán, Rubén Darío Salazar, Fátima Paterson, como hacedores de una práctica siempre cuestionadora y revulsiva de esa realidad compleja que muchas veces se muestra en blanco y negro, perfecta o imperfecta, y que las obras de estos creadores discuten, porque nos obligan a abandonar nuestra zona de confort y a dirigir nuestra mirada hacia lugares incómodos de los que solemos apartar los ojos y la mente.

Obviamente, no toda creación teatral participa per se de esa cultural de resistencia, sin embargo, creo que en el teatro como manifestación se dan las bases para que esa cultura se exprese. Jorge Dubatti, un notable crítico y teórico argentino, nos recuerda:

(…) que el punto de partida del teatro es la institución ancestral del convivio: la reunión, el encuentro de un grupo de hombres en un centro territorial, en un punto del espacio y del tiempo. (…)  En tanto convivio, el teatro no acepta ser televisado ni transmitido por satélite o redes ópticas ni incluido en Internet o chateado. Exige la proximidad del encuentro de los cuerpos en una encrucijada geográfico-temporal, emisor y receptor frente a frente (…) (2007).

En la reunión de esa comunidad reflexiva que el mejor teatro activa me gusta ver un conjunto de claves que necesitamos comprender. La primera, no estamos solos. La segunda, no somos el centro del universo. La tercera, estamos realmente vivos, no somos zombis, podemos impedir ser convertidos en zombis, quizás, si el mal ha avanzado demasiado, podemos incluso dejar de serlo. “Que nos vean la vida”, decía Martí a sus colaboradores del Partido Revolucionario Cubano, y es recomendación totalmente vigente y lo será aún en este mundo atestado de muertos vivientes, gente hastiada, malgeniosa, amargada que se cruza en nuestro camino diariamente y que a veces se convierte en el camino mismo.

La cultura del mundo occidental actual impone el miedo al otro y propone la soledad del corredor de fondo como salida o refugio. El teatro que prefiero rompe ese aislamiento, busca complicidades y, aunque presente las cosas más terribles, esclarece y conjura, dos cosas que arte en resistencia está obligado a hacer.

Meyerhold y Vajtangov, ambos discípulos de Stanislavki, solían decir, a contrapelo de los postulados de su maestro, que en el teatro el único estado posible era la alegría (Ver Meyerhold, 1988 y  Gorchakov, 1962). Sé que hay mucha gente enojada que ha hecho grandes obras que nos enseñan mucho sobre los fracasos del ser humano, pero creo que la mejor de las batallas es la que se combate usando, lo que refiriéndose a Martí, Fina García Marruz denominó, “el amor como energía revolucionaria” (2004).

No sé si el amor de Martí es exactamente el mismo de los Beatles – por aquello de “all you need is love”–– pero sí estoy seguro de que es el mismo estado que Meyerhold y Vajtangov llama alegría, un estado que congrega en la disposición a actuar, que conmina a hacer lo que hay que hacer. El amor y la alegría, no solo son las armas de la resistencia, son las herramientas de la resiliencia, los motores de la acción transformadora que se necesita, sea cual sea la escala de esa metamorfosis.

Porque podemos asumir que hemos perdido la guerra cultural o seguir pelando, sin odios como también decía Martí – en frase que, por cierto, ha sido recordada recientemente por un autoproclamado maestro de democracias—, sin odio, sí, “pero –y vuelvo a Martí— ni una línea atrás de nuestro absoluto derecho” (en García Marruz, 2004). Qué es digo yo el derecho fundamental, obvio, a la vida.

Vivir una cultura de resistencia nos exige no dar nada por sentado, preguntarnos una y otra vez con qué espejuelos miramos el mundo, desmontar el colonialismo internalizado en nosotros mismos y a interactuar conscientemente con los demás, lectores, espectadores, y también con el resto de las instituciones no para afincar nuestro ego, sino para disolverlo en esa acción que transforma y construye. No será fácil claro, habrá traiciones, distorsiones, derrotas, y aprenderemos de ellas si estamos en vida y no nos dejamos matar.

En su último ensayo, Roberto Fernández Retamar, a quien no puedo dejar de recordar si se habla de creación y resistencia porque a él debemos ese Caliban nuestro americano, que sigue siendo una extraordinaria metáfora de la potencia emancipadora y descolonizadora que hay que preservar, proponía una interrogante que hoy, si miramos a Bolivia o a Haití es aún más pertinente. Se preguntaba el poeta:

¿Qué destino es dable esperar, para un mundo sumido de modo creciente en la barbarie, de quienes, mientras consideran inferiores a etnias que no son la suya y como tales las tratan (así habían actuado los nazis), niegan cosas tan obvias y tan peligrosas para todos, incluso desde luego para los Estados Unidos, como el calentamiento global?

“A pesar de la respuesta que al parecer se impone –proponía el autor más adelante— volvamos a confiar en la esperanza” (2019).

El amor de Martí, la alegría de los directores de teatro rusos y la esperanza que siempre invocaba Retamar soy hoy mis calves para entender la resistencia. Confiemos en los pueblos y asegurémonos que estamos del lado de los que aman y construyen esa sociedad más justa que traerá, en palabras del paradigma indígena andino, el tiempo del Buen Vivir.

 

Referencias bibliográficas:

Bhabha, Homi K. (2007). El lugar de la cultura. Manantial. Buenos Aires.

Brecht, Bertolt (1998). “Pequeño órganon para el teatro”, en Conjunto, No. 110, julio-septiembre, La Habana, pp. 4-16.

Dubatti, Jorge (2007). Filosofía del teatro I, Atuel, Buenos Aires.

Fernández Retamar, Roberto (2019).”Notas sobre América”, en Casa de las Américas, No. 294, enero-marzo, La Habana, pp. 27-37

García Canclini, Néstor (2009). ¿De qué hablamos cuando hablamos de resistencia?, Estudios visuales: Ensayo, teoría y crítica de la cultura visual y el arte contemporáneo, No 7, España, pp. 15-36.

García Marruz, Fina (2004). El amor como energía revolucionaria en José Martí, Centro de Estudios Martianos, La Habana.

Gorchakov N. (1962). Lecciones de Regisseur por Vajtangov. Editorial Quetzal. Buenos Aires.

Guattari, Féliz y Rolnik, Suely (2015). Micropolíticas. Cartografías del deseo, Casa de las Américas, La Habana.

Meyerhold, V. E. (1988). El teatro teatral. Arte y Literatura, La Habana.

Rolnik, Suely (2019). Esferas de Insurrección: Apuntes para descolonizar el subconsciente, Tinta y Limón Ediciones. Buenos Aires.

Walsh, Catherine (Ed) (2013). Pedagogías decoloniales. Prácticas insurgentes de resistir, (re)existir y (re)vivir, Abya Yala, Quito.

* Versión de las palabras leídas en el Encuentro “Dialogar, Dialogar” convocado por la Asociación Hermanos Saíz bajo el tema Creación y resistencia. La cultura de nuestro tiempo”. El encuentro se realizó el 27 de noviembre de 2019 en el Salón de Mayo del Pabellón Cuba con la conducción de Yasel Toledo Garnache y la participación de Abel Prieto Jiménez y Gisselle Armas.

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