Los huesos de la heroicidad

El abismo contempla al héroe y he aquí que lo encuentra vacío —y a la vez lleno— de sentido. El héroe se ha convertido en el demiurgo de un espectáculo, de un texto para la escena que recuerda la caída de esas caras en los billetes; esos billetes de tanto valor que algunos de nosotros no hemos alcanzado a conocer. Su liturgia es llegar a las tablas y dar machete verbal, retar a duelo al espectador que lee u observa, porque al final, todos somos caídos, todos hemos descendido a un averno que es textual y simbólico, y que también ha cobrado su precio en la Historia reciente de nuestra isla.

En la obra La caída (Premio Abelardo Estorino 2019), del joven dramaturgo y director Raúl M. Bonachea Miqueli, Cuba deviene espacio sígnico; una isla que pertenece tanto a las lides del pasado como de un presente que, poco a poco, se licúa, se diluye, juega a esfumarse. De ahí que el precio escénico sea pagado, precisamente, en la encrucijada donde se encuentra el Autor con el Héroe, el Joven con su doble actor, la Esposa con la muchacha que la interpreta. Es en esa encrucijada que el texto se actualiza, porque su esencia es esa: hablar de una Historia articulada, una Historia que une hilo con hilo, país con país, en un particular tejido de experiencias donde se cose a la figura canónica con el hombre de a pie de estos tiempos contemporáneos.

Foto: Cortesía de Raúl M. Bonachea Miqueli.

Esta resemantización del referente hace que La caída no hable solamente de la muerte, del martirologio del héroe —por momentos, devenido Cristo que comulga con su carne y su sangre—, de su esencia como estatua o pedernal, sino que es capaz de dialogar también con esas otras caídas cotidianas, las del día a día: la derrota del autor que no logra encontrar la palabra justa, la del director que intenta constreñir una puesta en escena al presupuesto que se le ha otorgado, la del actor que se descarna y se desuella con un pulmón casi roto por el peso del cigarro y de la angustia histórica. Esta es también la caída de cada uno de los actantes de la escena, testigos, víctimas y victimarios de la acción, aquellos que observan y se involucran pero que, a la vez, escapan.

Este es un texto autopsia, un texto que hurga en lo visceral, no para encontrar una respuesta, sino para crear nuevas preguntas, en un círculo sin fin donde la duda muerde la cabeza de la duda, y la disipación de la incógnita es un retruécano con visos de apocalipsis. Quizás, el más importante de los cuestionamientos es aquel que nos pregunta cómo sobrevivir a la guerra del cotidiano a través de un proceso que no sea el de la glorificación de las miserias y victorias del pasado. ¿Qué somos incapaces de ver? ¿Qué no hemos aprendido a leer en nuestra experiencia histórica? ¿Qué error estamos condenados a repetir una y otra vez, gracias a esa paradoja que nos obliga al aprendizaje o a la derrota, al avance o a la soga, al heroísmo o a la condenación?

Foto: Cortesía de Raúl M. Bonachea Miqueli.

Bonachea Miqueli —o su metamorfosis, es decir, la figura casi arquetípica de Ignacio Agramonte— escarba la veta de un recuerdo diseminado en varias voces dramáticas; voces que aquí y allá son intervenidas por las entradas y salidas de los actores y el autor; voces que, a la larga, terminarán tejiéndose en un tapiz particular de referencias donde la Historia se convierte en eje mutable/mutante y también en ese cosmos que antecede —y en ocasiones sucede— al caos. De ahí que las herramientas más sólidas del joven dramaturgo sean el cuestionamiento y la puesta en duda de la Historia, cierto balazo ficcional que recorre el ambiguo secreto que rodea a la muerte de Agramonte.

Si bien el secreto no es del todo revelado —sino más bien insinuado en las páginas de esta obra— lo cierto es que la Historia al final ha sido usada, baleada, arrastrada como el cadáver del troyano Héctor frente a los muros de una ciudad devenida espectador. La Historia se convierte en el cadáver putrefacto que observamos con cierta mor(b)osidad: hay en este acto algo edípico, el gesto del hijo que ama a la madre y que luego paga su páthos de voyeur.

Foto: Cortesía de Raúl M. Bonachea Miqueli.

Y es que la Historia derrama su obsesión sobre las páginas a modo de pregunta, un destilado visceral que acude a nuestra paranoia: ¿qué hubiera sucedido si…? En esos tres puntos, en la bifurcación del camino, en la posibilidad que quedó inconclusa, es que Bonachea Miqueli se detiene, solo por instantes, en su condición demiúrgica. Sigamos la traza de este fragmento de la obra:

Foto: Cortesía de Raúl M. Bonachea Miqueli.

“La liturgia pudiera no funcionar, pero es también una manera de sobrevivir, una subasta. Los actores somos especialistas en transacciones de bajo costo. Por diez pesos cubanos, ustedes se quedan con los hombres y nos devuelven a los héroes”.

 

La declaración de principios del dramaturgo radica precisamente en un hecho: lo real invade el cuerpo histórico. Hablamos de una epidemia que se imbrica y contamina al texto para bien, tanto en el sentido dramático como escénico De este ajiaco de realidad y (auto)ficción, de Historia y performatividad es que nacen las ansias y obsesiones que giran dentro del universo de referencias del autor. “El país también está naciendo”, afirma el Héroe en una de las páginas de La caída. Podremos entonces suponer que Bonachea ha cruzado la línea —siempre breve— que separa a sus vivencias del existir de su personaje; quizás incluso seremos incapaces de reconocer de qué país nos habla: si la región histórica de los libros o la región ficcional de nuestros temores, o acaso, por qué no, ese territorio a veces hostil y a veces hermoso, donde ciertos Agramontes han devenido, hoy día, actores, dramaturgos, directores, creaturas del cotidiano. Así lo afirma el dramaturgo:

Foto: Cortesía de Raúl M. Bonachea Miqueli.

 

“Ninguno tiene que poner el pellejo, ya vendrá otro que caiga, mientras seguimos entrenando. Todos los días no podemos comer carne de héroe, son escasos.”

 

La caída es la historia de todos. No precisamente la que leímos en aquellos manuscritos viejos de nuestros abuelos o en los libros de texto donde todo marchaba tan pobremente teñido. Esta obra es más que el símbolo del nacimiento, la muerte y el renacer de las esperanzas de una generación que parece haber perdido todo aliento de heroicidad, una generación que ha descendido a los avernos de la desilusión y el desencanto, en un tiempo que podría (auto)denominarse “jóvenes de la caída”. Pero, como en todo buen texto, Bonachea Miqueli se niega a la complacencia, al cierre definitivo.

Su realidad es aquella que se construye día a día sobre y tras la escena. En su puesta en combate, en su puesta sobre lo real, Bonachea va más allá del olor del héroe —su diluida aroma— y vierte acero sobre los huesos pelados del Agramonte histórico, enterrado en una fosa común, una tumba apenas señalada por los hacedores de los libros. Desde esos huesos, que son los nuestros —y los tuyos, lector— se alza esta dramaturgia de la resistencia y la heroicidad.

 

11 de agosto de 2019

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