¿Para quién se escribe?

Desconfío de aquellas personas que dicen escribir para sí mismas. O sea que descreo de su sinceridad, o, en el mejor de los casos, pienso que no saben de qué están hablando; pues resulta que estas personas son las mismas que publican un libro, leen en público, o viven chachareando constantemente de su creación y su percepción de la escritura. Jamás me he encontrado a alguien que me diga “escribo para mí y no quiero publicar ni mostrarle mis escritos a nadie, apenas sé para qué hablo de esto porque mi escritura no existe”. Esto me resultaría más verosímil.

Creo que nadie escribe para sí. Ni la muchacha ingenua que lleva un diario acerca de sus pasiones; ni el señor meditabundo que escribe poemas y luego los guarda bajo siete llaves. Sé que ambos esperan por la imprudencia de los otros. Escribir es testimoniar. Ese era el afán del hombre primitivo que pintaba bisontes en las cavernas: alguien mañana sabrá lo que yo pienso, hice y deseo hoy.

Se escribe por petulancia, por vanidad. El escritor cree tener algo que decir. Se reconoce diferente. Se sabe portador de un mensaje. Lleva un fuego interno que necesita mostrar. Para ello domestica el lenguaje, lo hace suyo, transformable, dúctil.

El escritor existe solamente en la medida en la que los demás lo reconocen como tal; o sea que los lectores construyen al escritor. En esta lista de lectores incluyan a los editores, agentes literarios, críticos; pues ellos consumen, deciden y orientan. Pudiera hallarse un escritor genuino que por azar, o por incomprensión, jamás fuese tomado en cuenta; pero por esta razón dejó de serlo.

Existen dos casos notables en la literatura contemporánea de dos grandes escritores que casi no lo fueron. ¿Qué hubiese pasado si a Max Brod se le hubiera ocurrido complacer el último deseo de su amigo Frank Kafka? ¿Cómo se escribiría ahora la historia de la literatura universal si los geniales cuentos e inconclusas novelas de Kafka —no por ello menos geniales— hubiesen sido arrojados al fuego? No existiría hoy una de las atmósferas narrativas más importantes del siglo XX, ni uno de sus escritores más desconcertantes.

El otro caso es el del hoy famoso John Kennedy Toole, ampliamente reconocido por su novela La conjura de los necios, la cual le acarreó indecibles desgracias en vida y el olimpo literario posmorten. A los 31 años Toole se suicidaría por no encontrar forma posible de que los editores aprobaran su novela —irónico pensar en el título de la misma—; la cual no se publicó hasta 1980 gracias al esfuerzo de su madre, Thelma Toole. Cuenta el primer editor que tuvo esta magistral novela cómica, Walker Percy, que accedió a leer el manuscrito después de las persistentes llamadas que le hiciera la señora Toole. Comenzó a leer la novela por pena y consideración con una madre que había perdido a su único vástago. En el prólogo de la primera edición Percy cuenta que las primeras 20 páginas le parecieron buenas, cuando había avanzado otras tantas ya le parecían geniales, y pronto comprendió que estaba leyendo uno de los hitos de la literatura mundial. Así que ya imaginan mi pregunta, ¿cuánto nos hubiéramos perdido sin el insistente carácter de la señora Toole, a quién además se le achaca parte de la culpa con respecto al suicidio de su hijo?

No existe forma de que una obra literaria sea sin la aprobación del lector. Los escritores escriben, pero son los críticos los que hacen la literatura; y ¿quiénes son los críticos sino ciertos lectores especializados, aunque los haya que de especial no tengan un pelo?

Desde el momento en punto en el que se escribe una palabra —y me estoy refiriendo a la palabra literaria, con afán de convertirse en poema, crónica o cuento— ya se está prefigurando un emisor, un otro que captará dicho enunciado. Obviarlo, o afirmar lo contrario, no me parece más que una pose. Puede que a algunos les quede bien y hasta les dé resultado.

Y me queda claro que un libro tiene que complacer íntimamente a su autor, pero en gran medida esta satisfacción es más certera cuando se tiene el criterio de los lectores, cuando alguien te ha parado en la calle y te ha comentado que lo que escribiste le pareció bien o basura.

Por ello deberían ser más respetuosos aquellos que dicen escribir para sí y obvian al lector como si este fuera una garrapata en un perro de jerarquía —no sé mucho de razas caninas—, digamos que un rottweiler. Y no creo que la literatura exista para vivir de ella, sino para ser a través de ella.

Es cierto que la petulancia de la escritura puede llevar a mucho, pero no debería provocar que ciertos escritores obvien el sentido de la palabra. Si quieres ven y dime que no te prefiguras un lector a la hora de escribir, que no escribes para satisfacer específicamente a alguien; pero no que escribes para tu agrado y que te importa un comino el resto. O hazlo. Al final somos libres. Demasiado libres.

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