Fernando solo fue a incendiar los océanos.

Me dijo esa mañana de sábado que ya no tosía, esa tos que lo acompañaba cuando lo conocí. Me lo dijo con la alegría del niño que te cuenta algo asombroso, mientras recordaba que la sempiterna tosecita inspiró a Roque Dalton Y riéndose me contó que para los muchachos del Marinello eso era una falta porque la tos en Fernando era parte de su personalidad. Y me contó los detalles de su operación, sazonándolos con la historia de una canción popular que relataba los años de la guerra en Angola, y que apareció en la conversación con esa facilidad que tenía para hilvanar lo cotidiano con su sapiencia.

Habló largo y tendido, nos reímos tanto y tenía tanto para decirme, para decirnos a todos

Por eso me resulta imposible creerme en la mañana del lunes que no esté. Fernando Martínez Heredia nos honró con su paso entre nosotros. Ya sé que suena pomposo, ya sé que Fernando era un hombre modesto. Pero lo pienso así. Fue un honor y un placer haberlo conocido. No como se roza a las grandes figuras de la cultura nacional, como quien toca a dioses lejanos, sino como un abuelo, un padre, una persona a la que le importas, que te escucha y se toma muy en serio lo que dices.

Lo recuerdo en las rampas de la Universidad de Oriente conversando con nosotros junto a su inseparable Ester. Lo recuerdo en el portal de una casona de Vista Alegre dejándonos caer la mano, pesada, al hombro para estar cerca y prestar atención a cada palabra con una humildad que te sobrecogía si te ponías a pensar que Fernando era no “el Fernan”, sino el pensador, el Doctor en Ciencias, el filósofo,  el hombre de Pensamiento Crítico.

Fernando, sin importar lo que el cuerpo le dijera, se sentía un hombre joven, actuaba y pensaba como tal. Alejado de tanto pensamiento conservador, anquilosado, Fernando era un contemporáneo de las generaciones más jóvenes en Cuba. Con nosotros conversaba como un igual, y nos instaba a no dejarnos ahogar por la desidia, la abulia, la apatía. Tenía una fe íntegra en los jóvenes. Sin el paternalismo de los que consideran la juventud una “enfermedad transitoria”, para él era un momento extraordinario para hacer y continuar haciendo. Éramos –somos- sus compañeros, y con nosotros compartía las responsabilidades y el ímpetu de un hombre joven con la sabiduría de los años, con la experiencia de los golpes que afrontó sin amarguras.

Fernando era un hombre noble, sin rencores; intransigente en cuestiones de principios. Sus certezas en el proyecto social cubano eran, por supuesto, las de quien lo vivió con el agradecimiento a una Revolución a la que supo comprender y en la que trabajó para pulir los aciertos  y enmendar las imperfecciones. No solo desde la palabra, sino desde el sacrificio diario de su obra.

Esta filosofía, esta manera de vivir la vida, con vocación de sacrificio fértil,  pudiera parecer una frase vacía de tanto usarse, pero en el caso de Fernando,  es incapaz de contener quién era. Será difícil volver a encontrar, volver a dialogar con un hombre de una humildad tan grande, cualidades que lo describen pero que no lo resumen.

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