Después de la guerra, el ogro y las mismas tierras

Por: Ariel Baltodano*

La curiosidad por la actual novelística de la tierra donde nací me ha llevado a hurgar en las páginas de la novela El meñique del ogro (Uruk Editores, San José, Costa Rica, 2017), finalista del 32 º Premio de Novela Herralde que en principio participó bajo el título Cuando estábamos vivos, del narrador, poeta, y ensayista Erick Aguirre. La inquietud provocó este viaje que, a través de la ficción, deshila un pasado que apunta a miles de hombres víctimas de la desesperanza en tiempos de posguerra. Hombres que apostaron vidas y tiempo por un sueño que quedó desnutrido en su veracidad y ancho y espacioso en su frustración.

Bien podría haber consultado en Internet sobre esa época, sobre Nicaragua y sus conflictos, pero no. Tales consultas obvian la cotidianeidad del hombre que, en este caso, responde a un grupo de intelectuales, hijos de la ficción y la vida misma de Aguirre, que indagan con ahínco, ironía y pasión en la historia de Nicaragua, juntos todos en una de las mesas del bar, El Panal, sitio donde la música y las cervezas secundan las charlas de estos hombres que miran hacia el pasado de la nación para cuestionar el presente sin que aflore una respuesta que calme la sed de tantas interrogaciones.

¿Existe alguna respuesta? Aguirre, como todo curtido escritor, sabe que las respuestas no existen; sin embargo, la literatura, la ficción es objeto que taladra en la tierra de las dudas, sobre qué hicimos mal, quién nos engañó, por qué no abrimos los ojos. Así habrán de pensar algunos de sus personajes, como el Flaco Pastrán, profesor universitario que desdeñaba la idea de una identidad latinoamericana, que miraba al continente desde el bostezo, desmitificando esa poesía que más preocupa a los mandatarios en tiempos de campañas electorales y disputas políticas. Es este personaje con el que el escritor da sus primeros inicios a través de la voz de Medina, amigo del Flaco Pastrán, periodista interesado en los sucesos de un crimen que involucra a veteranos de guerra. Dicho crimen dirige a Medina hacia el país del norte, hacia los Estados Unidos de Norteamérica, donde la novela misma abre mayores puertas (las posibles puertas de la literatura que Cortázar citaba cuando ensayaba sobre su quehacer literario) y afloran así nuevos personajes, que al igual que los amigos de Medina, degustadores de la helada cebada, miran hacia el pasado, hacia los inicios de una modernidad que signó una intervención norteamericana y que dejó a dos hombres, a dos contrarios, a dos sujetos que marcaron para bien y para mal, la historia de la República de Nicaragua: Augusto César Sandino y Anastasio Somoza. De ello surge otra inquietud que lastra las mentes de los asistentes al Panal: ¿por qué Sandino no fue reticente a la hora de entrevistarse con su enemigo? ¿Acaso ya Sandino estaba consciente de haber acabado su obra? ¿Acaso anhelaba la muerte que lo catapultara a la posteridad? Es acá donde la ficción y la realidad histórica se entrelazan, incluso desde el recurso onírico. Y, al menos yo, reconozco mis temores cuando ficción e historia se estrechan las manos: temo por la muerte del delirio y al acodamiento de quien reproduce lo conocido en afán de mostrar, valga la reiteración, lo que ya se conoce. Aguirre huye de estos pantanos, de esos muebles acolchonados, se aprovecha de la historia, sí, pero es la ficción quien le sirve de tierra para ahondar en los túneles de la duda, esa duda que hoy día nos provoca, porque me pregunto qué diferencia entre el ayer y el hoy, si el hombre es el mismo y sus demonios igual; yo me respondo, el engaño y el autoengaño y la resiliencia que adoptamos porque se supone que hay un mal mayor.

En lo personal, conozco sobre el asesinato de Sandino, pero nunca había podido degustar de un Sandino ficticio, donde pudiera sentir el olor de la selva, la pólvora y la vida en la campaña, sobre todo la voz y presencia del hombre. Cierto que el discurso del novelista de repente padece del registro ensayístico, que bien pudiera manchar a documento dicha novela; sin embargo, es la fuerza de la imaginación la que sobrelleva, rescata y justifica tal registro aprovechándose de un siglo recorrido por la historia centroamericana, para desvelarnos también, desde el ensueño, desde el diario,  personajes que murieron en las Torres Gemelas, víctimas no solo del impacto terrorista, sino de esta cosa que no sirve para nada (al menos para los pragmáticos) y que llamamos literatura; personajes que huyen, personajes que apuestan por un anonimato y caen por gravedad desde una de las Torres Gemelas con un manojo de cuartillas en mano, yéndose a la nada, como dizque deseó Kafka o el Bartleby de Herman Melville.

El meñique del ogro es una apuesta literaria que mira hacia El Aleph de Borges, desde la novela, claro, para resumir el universo de Centroamérica como el voyeur que padece de bruma, de ansias por espulgar en ante tantas muertes ocurridas y la visión de un camino nebuloso, sin esperanza. Es también una genuflexión a la tradición literaria (no diré identidad porque como el Flaco Pastrán este concepto solo me ha demostrado disputas y muertes en nuestra historia latinoamericana), homenaje a la obra de Juan Rulfo, Mario Vargas Llosa y Franz Galich, estos dos últimos afloran como personajes de la novela; el primero, novelista emblemático de la generación del Boom, el segundo, nuestro Bukowski centroamericano ya fallecido (diría Roberto Bolaño), porque al fin y al cabo en cualquier momento, en cualquier instante, podemos ser entes que platican o escriben o esperan el bus en alguna calle de Managua, o de Ciudad de Guatemala, o de Tegucigalpa o Nueva York, sin saber que ya las hojas de nuestros almanaques cayeron al piso por capricho de nuestras diferencias políticas. Pareciera que Carpentier, escritor cubano, no estaba muy equivocado cuando dijo al periodista español Joaquín Soler Serrano, que la literatura latinoamericana está condenada a la épica.

*Poeta y narrador (Managua-Nicaragua). Premio Nacional de Cuento Fernando Silva, 2018, Nicaragua. Premio Mesoamericano de Poesía Luis Cardoza y Aragón, 2019, Guatemala.

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