¿La luz, bróder, la luz?

La noche empieza como siempre: las pruebas de audio, la música colándose entre los cigarros y el murmullo, las gradas llenándose de habitués, la felicidad que va contaminando. Pero en esta ocasión algo cambia, algo suena mal: las antaño botellas de matapájaro anuncian un licor rojo con olor a plátano y sabor a ponche aguado. La luna marca un paso lento con su recorrido, pero las gargantas toman vino caliente, o vinagre. Quién sabe. Así: igual, estuvo ayer pasando por detrás de tu conversación. Porque estamos aquí, con la sensación de no ver la luz (sobre todo eso) y de sentir cómo atravesamos, cómo somos atravesados por el recuerdo de los años noventa. A fin de cuentas, luces nunca tuvo nuestra casa.

Es jueves, 22 de septiembre de 2022. La peña de La Trovuntivitis espera por nosotros en El Mejunje de Santa Clara. No están Yaima Orozco, Yordan Romero, Raúl Marchena, Karel Fleites; pero tenemos a Roly Berrío, Leonardo García y Alain Garrido, veteranos de las míticas primeras peñas. Y también a Michel Portela, Migue de la Rosa y Yatsel Rodríguez, quienes sumaron su arte a un proyecto que mezcla, con mucho acierto, diferentes estilos, edades, voces, mentalidades y proyecciones.

Empiezan a sonar las cuerdas, pero el audio, como ya nos tiene acostumbrados, demuestra no estar a la altura de su ubicación. Para que la Luna siga encerrada en el agua, entre todos intentamos convencer al mar. El público no abunda, pero el patio parece lleno, aunque extrañamente tranquilo para quienes han vivido en este lugar la cotidianidad de las más impensables extravagancias.

foto: Melissa Maura

Más o menos todo marcha según lo previsto, hasta que el sonido definitivamente se nos pierde. Sin demasiado nerviosismo, los trovadores agarran unas sillas y las colocan frente al público. Leonardo García pide silencio. Las conversaciones de quienes van a oír la trova, más que a escucharla o cantarla, amenazan con ahogar un concierto literalmente acústico. “Santa, clarísima Santa”, corean los trovadores minutos antes de que también se vaya la corriente. Entonces los teléfonos iluminan como pueden el escenario improvisado. Alguien saca, no sé de dónde, una linterna. En ese momento descubro que mi teléfono también puede aportar y me digo: por qué no, quizás otra golondrina sí anuncie la primavera. Por qué no, me digo.

Aunque no estoy seguro del orden de las canciones, recuerdo que Alain Garrido cantó a petición de Roly ese clásico de Pepe del Valle que se llama “Con tanta presión”. Cantó “María de mi dolor”, su magnífica musicalización de un romance de Yamil Díaz; “Veleidades de la Gloria”, que es un himno absoluto de la trova santaclareña; y cantó “Diario”, que no es, pero se parece mucho a la esperanza que tanto necesitamos.

Michel Portela cantó “La raspadura” e hizo una genial versión de “Quise”, aunque debo confesar que en la memoria me quedará, como un tesoro, su imperfecta pero sublime interpretación de “Será ayer», porque a fin de cuentas siempre hay un sitio al que tengo que volver. Y ese sitio —estoy completamente convencido— es una canción.

Creo que Migue de la Rosa no llegó hasta el final, como tampoco lo hicieron algunos del público. Yatsel Rodríguez cantó varias de sus populares canciones y apoyó haciendo coro en el turno de sus compañeros. De todos me llevo un recuerdo limpio, cargado de agradecimiento y admiración; pero qué decir de Leonardo García. Fue emocionante verlo forzar sus cuerdas vocales con temas que, en sentido general, no acostumbra a cantar los jueves. Sobre todo “Días corriendo”, esa pequeña pieza de orfebrería que dice: hay que morir un poco cada día, para escribir el cuento, para intentar la vida.

Y porque estábamos como atravesando los años noventa, cantó su oda a la alquimia etílica de finales del siglo pasado. Porque estábamos en la inopia, pero en el éxtasis de la fe trovera, cantó “Oración del remanso”, de Jorge Fandermole. Porque estábamos desesperanzados a más no poder, cantó su “Rock and Rap de la esperanza”, porque se nos va la vida, se nos va, sí, se nos va… Porque hay luces… en la distancia, y sin embargo, te quiero, mi SantaPorque puedo verla allí en tu pecho, y puedes verla tú en el mío. Ni vencedores ni vencidos. Y porque si no sueño el país, siento frío. Siento frío…

Después Roly Berrío improvisó. Punto y seguido. Quien ha ido a La Trovuntivitis (según cuenta la leyenda, ese nombre surgió por una improvisación suya), sabe lo que significa que Roly improvise. En estado de trance, habló de los poderes curativos del ron, llegó a las termoeléctricas, volvió al ron, pasó por no sé cuántos lugares, hizo de todo por sacarnos una sonrisa, hasta que por fin lo consiguió. Al menos yo sonreí, aunque también pudo ser la mueca que me produjo el vinagre con azúcar que me estaba tragando. 

Creo que así terminó la noche. Recogimos los bártulos y nos fuimos, pero no sin antes acercarnos a Leo, “ese farol gigante en medio de la oscuridad más plena”, como una vez lo definieran. Recuerdo que le dije: linda peña. Recuerdo que me dijo: gracias. Recuerdo que le dije: lo único que falta es que venga la luz ahora mismo. Pero la broma no pudo ser perfecta: la luz llegó cinco minutos después, cuando ya habíamos salido de El Mejunje y apenas pasábamos frente a la —Santa, clarísima Santa— Catedral de la ciudad.

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