Después de la burbuja

Alicia intentaba imaginarse cómo sería vivir de esa forma extraordinaria, pero la idea la dejaba perpleja…

LEWIS CARROLL

 

Cuando leí El niño en la burbuja (Gente Nueva, 2018), de Leonel Daimel García, no me sentí defraudado ni desmotivado. Todo lo contrario. Con cada párrafo leído quería seguir descubriendo qué nuevas referencias históricas y bibliográficas evocaba ese volumen.

Es una historia para leerse de un tirón sin importar edades. La buena literatura no es ajena a la exquisita lectura. Y se agradece. Aunque nada nuevo hay bajo este sol.

Sí, las referencias casi exactas a la inolvidable Alicia en el país de las maravillas (1865) de Lewis Caroll no me desanimaron y la lectura se me volvió casi el juego de saber cómo Leonel se desprende, línea a línea, de esta influencia.

Sí, los fantasmas eruditos de El principio (1943) de Antoine de Saint-Exupéry, me obligaron a recordarlo con cada enseñanza ofrecida a Ye, protagonista de la burbuja. Pero de una manera asimilada, al hacerme llegar al final de la lectura casi sin darme cuenta, y para comprobar que la asimilación de las buenas ideas produce buenas ideas. Aunque no necesariamente.

Sí, desde su título me remití a la historia de David Vetter, el niño paciente de una enfermedad genética llamada Síndrome de Inmunodeficiencia Combinada Severa. Pasó toda su vida en una burbuja de plástico inmunizado construida por la NASA. Más quería saber los paralelismos entre David y el Ye, de Leonel.

Salvo los paralelismos poéticos y subjetivos de “vivir en una burbujaâ€, para estos niños nada comunes, no hay nada más que los una o los intercomunique.

La burbuja de David Vetter es real, fabricada para la conservación de su vida. La de Ye, es inmaterial, creada por el propio Ye como una vía de escape; la puerta del conejo, la de la habitación en Caroline, o la caída del avión de El Principito.

Ye necesita escapar de una realidad lacerante por sus excesivos tabúes. Aunque no se manifieste del todo, la punta del iceberg nos cuenta de lo introvertido del carácter de Ye en su etapa de adolescente, al vivir en un mundo fantasioso a conveniencia y en el que tampoco pareciera estar a salvo.

Sí, también veo esa misma especie de burbuja creada por Caroline (2002), la niña de la magistral novela de Neil Gaiman, cuyos padres no tienen tiempo de atender por lo ocupados que están laboralmente. Caroline se escapa varias veces a un mundo mágico, tétrico, tuvo que lidiar con sus deficiencias y superar sus propios miedos.

¿Qué sería de la canción Because de John Lennon, sin el Claro de luna de Beethoven? ¿O el Esta tarde vi llover de Armando Manzanero sin la armonía de la época del Doo-Wop? ¿Qué fuera de la obra ya tardía de Wifredo Lam sin la amistad o influencia de Pablo Picasso?

Y creo que el asunto no radica en las influencias, sino en lo nacido de ellas. Y Leonel Daimel consigue una novela corta a la altura de las mejores novelas referenciales de la literatura infantil.

(https://www.facebook.com/leoneldaimel.garciaaguilar/posts/1237200753113399)

El estilo narrativo es preciso y dibuja muy bien cada escena, así permite la lectura perfecta. Sin embargo, para algunos, ese sintetismo pudiera ser un arma de doble filo, sobre todo, cuando de tanto abreviar se omite, casi por accidente, el detalle más indispensable. En este sentido, creo logrado el contar lo justo para que nuestra mente (no importa la edad) le agregue la corporeidad necesaria a cada imagen o situación dramática.

Con esto consigue dos cosas, a mi juicio, imprescindibles. Primero, resulta más interesante la lectura desde la misma organicidad del acto de leer. Y, segundo, atrapa la complicidad del lector al poder sentirse como una fracción del demiurgo de esa novela.

A dos niños de 11 y 10 años les di a leer una buena parte del libro delante de mí. En los dos noté el interés acrecentado con el avance de la lectura. Veía inmovilidad casi total, dilatación de las fosas nasales, respiración más lenta haciéndose casi imperceptible. Introspección.

Avanzados en la lectura, sus expresiones corporales fueron mudándose hacia otra fase, ya de movilidad.

Hasta que, llegado el final del libro, los supe liberados, pero alegres. Descansados, pero felices. Me explicaron sentirse dueños y escribas de un libro hecho por muchas personas, porque iban visualizando lo no descrito en sus páginas. Y lo vivieron todo, con alegría, miedo y cierta nostalgia.

Fue un buen experimento que quizás nunca más vuelva a repetir en mi vida.

Las 13 ilustraciones, a cargo del experimentado animador y dibujante Alain R. Cuba, consiguen el objetivo de ponernos, al alcance de los ojos, la primera visualidad de esta historia. Porque es bien sabido del derecho de cada lector de ponerle la imagen deseada a los personajes y de montar en su mente las escenas de la mejor manera posible y a su antojo.

Son dibujos originalmente a color, y que en una impresión a blanco y negro pierden la primera de sus atracciones. Incluso, se afean al quedar a merced de la impresión y la saturación de las tintas. Se pudo haber pensado en trabajos más sobre la base de las líneas.

Pero no por ello dejan de ser hermosas. Me recuerdan, de alguna forma, el estilo de Disney.

Es crucial el mensaje devenido del encuentro con esta novela breve. Como el mejor de los abrazos. Como requisito para su comprensión solo ha de tenerse más de nueve años de existencia: la vida es hermosa, hay que vivirla y no necesariamente dentro de una burbuja.

Sin ánimos de hacer spoiler. Ye, es un niño especial. Un niño que ve la vida con sus propios ojos coloreados. Es infeliz, pero sabe que tiene algo por hacer con lo cual obtendría su felicidad. Supone, casi por intuición, que vivir en una burbuja le resolvería el problema. Pero aprende, por fin, el tamaño de su error.

Primera lección: los problemas se resuelven, no se ignoran.

En el mundo imaginario, Ye va comprobando que las personas viven ensimismadas en situaciones complejas. Nadie pareciera encajar en su mundo o en su propia historia. Y es porque la vida se hace, se rehace. Uno no se sienta a soplar el círculo con agua enjabonada para ver salir una burbuja. Uno vive, no se deja vivir.

Así lo visualiza en cada vagón del tren. Así lo deberíamos ver. También comprendemos la presencia de Algo, o Alguien, en el papel del dictador de nuestros actos. Como el escriba. O los signos que, en la comunicación verbal, parecen tener mayor preponderancia de la supuesta.

Ye es juzgado y sentenciado, al estilo de la Reina de Corazones en Alicia, “¡Que le corten la cabeza!â€, pero a ser borrado como letra repetida que pareciera ser. Ojo, aquí hay mensaje encriptado. No es una letra duplicada. Ye tiene preferencias por lo que es afín a sí mismo. Como Narciso pudo sentirse atraído por su reflejo en el agua.

Ese, a mi entender, es la causa de todos sus conflictos. Esa es la diadema de su “saber(se) distinto a los otros niños, y es, apenas, por tener un nombre tan particularâ€.

Una vez que Ye se encuentra con Ele, otro niño con características personológicas similares a las suyas, que “traía en su rostro una sonrisa como de fotografía de revistaâ€, es como si se abriera otra puerta mágica a un mundo verdadero. El mundo del autorreconocimiento.

Aquí noto yo un sabor agridulce con la penúltima escena. Ye y Ele se van a Ninguna Parte, tomados de la mano, y compartiendo el mismo asiento del mismo tren. ¿Por qué a Ninguna Parte?

Ninguna Parte se me antoja un lugar nefasto, como la localidad que en un mapa ha sido borrada a cal y canto. ¿Es que Ye y Ele se marchan a una especie de destierro personal y humano? Luego lo pienso, y pueden ser otras muchas cosas.

Sea como sea, leerse este libro es como el viaje hacia el interior que todos debemos hacer algún momento de nuestras vidas. No importa la edad que se tenga. No importan las rarezas adquiridas.

Su final es una sentencia hermosa, obsequio para cualquier humano de estos tiempos: aunque creas que vas a ninguna parte, si te acompaña la persona correcta, siempre terminarás llegando a algún lugar.

Así queda explicado mi duda anterior, ¿por qué a Ninguna Parte?

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