Heras León: de su tiempo y sin rencores

El hombre que tenemos delante recuerda la proverbial paciencia y sabiduría de los asiáticos. El “chino Heras”, Eduardo Heras León (1940), cubano y mulato, maestro, escritor. Un sobreviviente. Nos habla pausado, en voz baja, y mira poco a los ojos. Fija su vista en una hoja imaginaria, quiero creer. Ordena el discurso para ser justo y no arrepentirse de lo que diga, imagino.   

Su vida es un arco que se tensa desde los tiempos cuando se destacó en la artillería y Fidel Castro lo premió con dos pistolas; hasta cuando se hizo popular en muchos hogares de Cuba mediante un taller de técnicas narrativas impartido por televisión. En el medio de ese periodo hubo oscuridad y menosprecio de otros y lealtad suya a la Revolución. Alguna vez ese arco de bambú que es “el chino Heras” estuvo a punto de hacerse astillas.

En febrero de 2019, le dedican la Feria Internacional del Libro de Cuba. Precisamente a él, que en los años 50 del siglo anterior no pudo comprarse los cuadernos de poesía que amó, y un día vio con estupefacción como en la calle habanera de Obispo un hombre pagaba libros por metros para engordar su biblioteca. Ahora todas las páginas desperdigadas por la Fortaleza de la Cabaña de cierta manera le pertenecen.

-Yo no tenía dinero ni para comer. Era una situación de pobreza extrema. Fui un muchacho que empezó prácticamente a escribir cuartetas a los nueve años, educado por mi padre que era poeta, decimista. Que me dediquen una Feria del Libro, esa especie de diálogo de sensibilidades, tener la posibilidad –voy a decirlo vulgarmente– de “bañarme en libros”, es el mayor premio para un amante de la literatura y que ha vivido para la literatura durante más de 50 años.

– ¿Cuál es el primer texto que le impactó como lector?

Rimas, de Bécquer. Amaba la poesía y mis dos grandes ídolos eran Rubén Darío y Gustavo Adolfo Bécquer. Tuve la suerte de conocer personalmente a Emilio Ballagas, sin saber que era él. Fui alumno de su esposa en la escuela normal, y como yo en aquella época escribía versitos ella quiso que se los diera para llevárselos. Luego tuve con él una conversación extraordinaria que para mí fue vital y lo escribí en un cuento que termina como sucedió en la vida real: preguntándole a mi maestra el nombre de su esposo. ¡Era Emilio Ballagas! Con los años se convertiría en uno de mis poetas predilectos, para mí uno de los grandes de la lengua española.

-Por lo general se habla de su vocación como escritor, pero cuándo nació la del magisterio. Porque ya en 1959 usted era Maestro Normalista…

-No soy maestro desde esa edad, sino mucho antes. Me gusta pensar que desde los cinco años, cuando agarraba una sillita en el patio de mi antigua casa y enseñaba a mis amiguitos a hacer las letras, dibujos.

Siempre me ha gustado enseñar y he buscado la forma de hacerlo porque es realmente mi vocación primaria. Entre mis aptitudes de escritor, editor y maestro, si me obligan a escoger una diría que prefiero la de maestro. En el aula me siento como en mi propia casa y tengo una relación con los alumnos en la cual nos retroalimentamos.

-¿Por qué no siguió el camino de la poesía y terminó en el de narrador? 

-Heras sigue haciendo poemas vergonzantes (sonríe), un poco así. Pero el ejercicio de la poesía lo fui dejando porque cuando ingresé en la escuela de periodismo encontré un grupito de gente afín intelectualmente, entre ellos Germán Piniella, Renato Recio, Rogerio Moya, y eran narradores. Imbuido por ellos escribí mis dos primeras narraciones, de cuyos nombres es mejor no acordarse. Hasta que mi tercer cuento fue el primero del libro que se llamaría La guerra tuvo seis nombres. Mi primer cuento sobre Playa Girón.

-Fue el inicio de la literatura como posibilidad profesional…

-Comencé con ese y empezaron a salir los demás cuentos del tema de Girón, que para mí es entrañable. Mi vida se divide en dos mitades: antes y después de esa batalla. Esos momentos tan tremendos evidentemente se quedaron dentro de mí. Un día afloraron y empecé a escribir los cuentos uno detrás del otro. Cuando terminé el sexto me dije: “aquí tengo un libro”. Fue entonces que lo organicé y lo envié al concurso David de 1968, que gané.   

-En la celebración de los 50 años de la extinta revista Pensamiento Crítico (2017), usted definía los 60 como “una década prodigiosa”, en la cual los intelectuales estaban en “perpetuo diálogo con la realidad, diálogo incluso difícil”. ¿Cómo recuerda aquellos momentos?        

-Con gran nostalgia. Quienes estaban al frente de la revista eran Jesús Díaz, Fernando Martínez Heredia, Aurelio Alonso, si mal no recuerdo también Thalía Fung. Aquel no era un espacio solamente para la reflexión ensayística, sino también para la poesía, la narrativa. La primera nota crítica sobre La guerra… salió allí, la hizo Víctor Casaus. Todo ese grupo se confundía un poco con la primera generación de la revista El Caimán Barbudo, porque Jesús Díaz era director de El Caimán, y coincidían Víctor Casaus, Luis Rogelio Nogueras, Guillermo Rodríguez Rivera…

Yo siento nostalgia de aquella época sobre todo por la libertad que teníamos para discutir, decir nuestros criterios y porque trabajábamos mucho con el referente real. Vivíamos en una década que cambió la faz del país y nuestra personalidad. Mírame a mí, y a muchos otros jóvenes de extracción muy humilde. Cuando llegó la Revolución viró eso bocarriba y convirtió una familia tremendamente pobre en una familia revolucionaria. Pudimos al fin estudiar carreras universitarias y graduarnos todos los hermanos, con el esfuerzo de mi madre.

-¿Ha percibido en décadas posteriores, ahora mismo, un ambiente tal de debate, discusión de ideas?

-Lo estoy viendo en los jóvenes. Me llena de esperanza y me parece que es importantísimo que suceda. Siempre les he dicho: “sean rebeldes, hablen con cabeza propia, acepten las críticas, respondan con cabeza propia”. ¿Si no lo hacen ahora, cuándo? He apostado por los jóvenes y seguiré haciéndolo.

 

***

1971.

-“Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate. Abandonar toda esperanza, quienes aquí entráis”, pensé como Dante a las puertas del infierno.

El averno para Eduardo Heras León sería una fundición al este de La Habana. Su segundo libro, Los pasos en la hierba (Mención del Premio Casa de las Américas, 1970), fue alcanzado por la bola de fuego que rodaba desde un par de años antes sobre escritores tan dispares como Heberto Padilla, Guillermo Cabrera Infante, Antón Arrufat, Norberto Fuentes y otros.

Las páginas de El Caimán Barbudo, ya bajo otra jefatura, se volvieron hostiles para el Chino, a quien también expulsaron de la universidad. A él, un veterano de Girón y El Escambray, fundador de las milicias, se le acusó de emprender “una furiosa carrera contra el heroísmo” del nuevo ejército revolucionario y de “criticismo tendencioso”. No podría publicar hasta varios años después.

-¿Cuánto daño le hizo el “Quinquenio gris”, que para algunos duró más y fue más oscuro? ¿Cómo influyó en el clima general de debate, aun dentro de los límites de la Revolución, que hasta entonces había existido?

-Para la cultura fue funesto ese periodo. En el plano personal fui uno de los que más sufrió, porque me costó trabajar cinco años en una fábrica de acero. Mucha gente me preguntaba por qué no me iba de allí. No lo hacía porque siempre estuve apegado a mis principios, y supe que aquello era una injusticia y se iba a reparar, como se reparó en definitiva.

Ahora bien, te aclaro que la mía es una generación frustrada y se le debe a ese “Quinquenio gris”. Nosotros empezamos con un nivel en nuestra narrativa que no tenía qué envidiarle a los primeros libros de los elementos del boom latinoamericano. Lees el primer cuaderno de cuentos de Mario Vargas Llosa, Los jefes (1959), y lo comparas con Los años duros (Jesús Díaz, 1966), Condenados de condado (Norberto Fuentes, 1968), Los pasos en la hierba y otros, y realmente no perdemos en esa discusión. Tienen por lo menos el mismo nivel. Así empezamos.

Hoy, casi cincuenta años después, debíamos tener publicadas siete o diez novelas cada uno. ¡Un montón de libros! Y los que tenemos se pueden contar con los dedos de una mano. Eso se le debe a ese periodo negro, realmente. Sobre todo se desarrolló mucho algo que es casi lo peor: la autocensura. Uno escribía siempre con esa manera de aguantar las cosas, no contarlas como eran, sino tal vez como debían ser. Causó un daño tremendo, tanto que se estuvo pagando durante muchos años y quién sabe si todavía se están pagando los errores que se cometieron en ese periodo.

-Se equivocaron incluso figuras que tenían prestigio y un bagaje intelectual tremendo, y a mí me da la impresión que un escenario así puede ser peor si hay ignorancia entre las personas que “dirigen” la cultura, que carecen de esa sensibilidad. ¿Qué cree al respecto?

-Creo que la literatura es una actividad del libre pensamiento. Las instituciones culturales deben estimular, orientar, pero no dirigir. La cultura no se dirige. Tú no puedes dirigir la obra de un creador. Un creador hace su obra libremente y allá luego los críticos, la historia del arte dirá si lo que hiciste vale la pena o no, perdurará o no.

Ese periodo causó un daño realmente tremendo y quienes pensamos que podrían haber revertido ese fenómeno, no lo hicieron en su momento. Eran tiempos muy difíciles, es cierto. Bueno, siempre hemos tenido tiempos difíciles. Y en el caso específico mío el daño fue doble, porque no solamente estuve castigado un tiempo… ¡Estuve en una fábrica de acero!

Pero por otra parte ese periodo tiene, a su vez, el lado bueno: conocí a un conglomerado de seres humanos que me enseñaron el valor de la solidaridad, me enseñaron que a la Revolución había que entenderla y esos errores se tendrían que arreglar en el futuro, como se arreglaron. Sencillamente, me dediqué a luchar y a resistir. Fueron momentos tan duros, tan duros, que estuve a punto de quitarme la vida. Estuve a punto.

-¿Nunca conversó con Fidel Castro al respecto?

-No. Específicamente del tema no. Nunca lo hablamos. Yo supongo que él debía conocerlo. Era difícil que tú trabajaras un tiempo con él, cercanamente, y no se informara de quiénes éramos todos. Y me dio muestras, varias veces, de afecto, cariño. Yo lo sentía. ¿Sabes? Y pensé: “seguramente lo siento porque él conoce, tiene que haber conocido la historia”.

Además, Carilda Oliver Labra habló un día con él en un homenaje que le hicimos a ella en Matanzas. Estaba Fidel y le preguntó quién era yo, y entonces le llevé un libro y ella le explicó.

Tal vez todo este proyecto de Universidad para Todos, que él decidió que empezara con mi curso, tuvo algo que ver con eso. Cuando íbamos a organizarlo le dije que era mejor no comenzar por mi seminario de técnicas narrativas, sino por un nivel un poquito más bajo, explicar qué es un género literario, la poesía y la narrativa. Él me dijo muy marcadamente que no. “Empezamos contigo”, recuerdo. Constantemente hacia alusiones al estímulo que tenía que darme, que si me faltaba él me daba más estímulo.

Fueron momentos muy importantes. Tengo una foto que para mí es histórica, donde me está regalando una pistola, por los resultados de un curso de artillería. Hablo del año 60, pero te lo traigo a colación porque existe esa fotografía y se la llevé.

-¡Qué jóvenes éramos aquí nosotros! ¿Qué tú quieres que yo haga con esta fotografía?-me dijo.

-Que me la firme Comandante.

-¿Cuál  fecha le pongo?

-Póngale la de hoy.

Y ahí la guardo.

***

-Hablemos de literatura. Usted se ha dedicado a estudiar varios autores y sus técnicas, pero quién es su maestro.

-Empezaría hablando de Hemingway, en el extremo opuesto a Faulkner que es el predilecto de muchos escritores latinoamericanos. Yo prefiero la obra de Hemingway. Siempre fue un maestro, sobre todo de la síntesis, de una prosa limpia, cristalina. Otros influyeron sobre mí, como el gran narrador argentino Abelardo Castillo, autor de Las otras puertas, un libro extraordinario, capital para mí y para Jesús Díaz también.

Afortunadamente, tuve un profesor en la Normal que orientó mis lecturas, y me hizo leer todo esto y también a Thomas Mann. Siempre fui un lector inveterado de Dostoievski. Lo prefiero a Tolstoi, aunque reconozco que Tolstoi es tal vez el mayor escritor ruso. Sin embargo, me interesaba lo que sucedía en la conciencia y en eso Dostoiveski es un maestro: cuando lees Crimen y Castigo y Los hermanos Karamazov sabes que estás en presencia de uno de los grandes monstruos.

Marcel Proust me fascinó. Leí los siete tomos de En busca del tiempo perdido uno detrás del otro.

Hay una novela que para mí sigue siendo una obra maestra: El conde de Montecristo. Es una predilección un poco vergonzante porque parece escrita para jóvenes, como Los tres mosqueteros y todas las demás de Alejandro Dumas. Me gustaba tanto El conde de Montecristo que no me atrevía a decirlo en los círculos literarios. Sin embargo, en un ensayo de Mario Benedetti de pronto él dice que es una novela de cabecera, la adoraba. Cuando lo descubrí ya no me escondí. Cada cinco o diez años la vuelvo a leer.

Vargas Llosa nos ha influido mucho, es el técnico más grande de la lengua. Se lo dije a Fidel cuando estábamos organizando el curso de Universidad para Todos en 2000, que la columna vertebral de ese seminario eran las teorías del escritor peruano y sin embargo su nombre era impronunciable aquí, porque es contrario a la Revolución. Fidel me contestó sonriendo: “Bueno, si fuera yo a lo mejor le daba un codazo, pero si no te parece elegante di sobre Vargas Llosa lo que tengas que decir”.

 

***

-Usted ama la poesía, pero quizás sea el “culpable” de que esta isla de poetas ahora también sea de cuentistas.

-Sí, pero uno puede ser poeta sin escribir formalmente en versos. La prosa puede ser enriquecida por la poesía. Creo que me ha pasado a mí. Lo han señalado varios críticos, entre ellos Julio Cortázar. Le interesó un cuento de Acero (1976) que leí en un taller literario organizado con él en 1978. Me dijo que esa narración escapaba de lo comúnmente llamado “realismo socialista” por el hálito poético que tenía. Y Francisco López Sacha, estudioso mayor de toda mi obra, me ha dicho que hay un narrador lírico dando vuelta por todos mis cuentos y convierte esa prosa en una alimentada por la poesía.

Pienso que en el fondo sigo siendo un poeta. Todavía leo mucha poesía y ese es uno de los consejos que doy siempre a los narradores. Es fundamental. Como decía William Faulkner: los escritores de primera son poetas.

 

***

-Cuénteme de las personas que le han sido entrañables, por encima de los vaivenes de la vida y posiciones políticas.

-Jesús Díaz y yo fuimos grandes amigos. Cuando escribí La guerra… él la leyó y me mandó a buscar para decirme que ojalá hubiera escrito ese libro. Es el mejor elogio que te puedan dar. Él era un polemista feroz y tuvimos grandes discusiones, siempre dentro de un grado de hermandad que era conocida. Debatimos por su novela Las iniciales de la tierra (1987) que era notable, pero yo tenía mis criterios y discutimos mucho, muy fuerte.

En 1992 publicamos en Letras Cubanas –yo era el jefe de la redacción de narrativa- la obra de Lino Novás Calvo, extraordinario escritor y autor del que quizás sea el mejor cuento cubano de todos los tiempos, La noche de Ramón Yendía. Le di el libro a Jesús para que hiciera el prólogo y lo presentamos juntos. Ese día me dijo que se iba del país.

“No te vayas, que este país tiene potencialidades ocultas”, le dije pero el pensaba que se acababa y yo que no. La historia me dio la razón.

En el año 96 fuimos a España un grupo en el que estábamos Sacha, Arturo Arango y yo. Lo vimos y estuvimos conversando mucho con él. Le recordé aquella conversación en La Habana. Cuando nos despedimos se echó a llorar y me dijo que ya había escrito Las iniciales…, y quería que yo escribiera mi novela.

Con Fernando Martínez Heredia tuve una amistad también tremenda, de enorme comprensión e ideales comunes. Fui muy amigo suyo, como lo soy de Aurelio Alonso. Pertenecíamos a un equipo de jóvenes pensadores que luchaban porque el marxismo realmente respondiera a los referentes y a las cosas que estábamos haciendo en este país. Como decía Eduardo Galeano, y esa idea se la escuché también a compañeros de Pensamiento Crítico, no hemos hecho lo que quisimos, sino lo que pudimos. Se rompieron las utopías, no funcionaron las utopías y han quedado siendo eso. Pero tenemos la esperanza, sobre todo porque somos nosotros –y esto se lo dijo Aurelio Alonso a Jesús en una sesión de LASA en Estados Unidos- la generación de la lealtad a los principios. Subrayo esas palabras.

 

***

-En 1998 fundó el Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso junto a su esposa Ivonne Galeano y Francisco López Sacha. Han graduado a más de mil alumnos y muchos son escritores de hoy. ¿Pudiera dar una valoración de la literatura reciente en Cuba?

-La literatura escrita por jóvenes está en un buen momento, pero es un momento que hay que entender. Ya no es la época nuestra, la época “heroica” de la literatura llamada “de la violencia” que no era tal, sino una literatura de los temas violentos, de las conquistas de la revolución que había que defender. Nosotros teníamos el referente real ahí, éramos parte de la historia, pienso yo, porque la estábamos escribiendo. La historia estaba muy pegada encima de nosotros, casi a lomo de caballo y dimos testimonio de ella. Casi siempre he escrito lo que he vivido, soy un escritor vivencial en ese aspecto.

Pero los jóvenes entraron en una nueva época. Han comenzado a escribir de una forma que ha modificado el panorama de la literatura. Ahora uno de 18 años es capaz de hacerte un libro de cuentos. A muchos de ellos no les interesa el referente real. Incluso un crítico como Jorge Fornet dice que hacen ahora literatura “posrevolucionaria”, una aseveración bastante fuerte, pero creo que tiene razón en el sentido de que el referente real se ha olvidado un poco. Por eso hay últimamente un desarrollo considerable de la literatura fantástica, de la de ciencia ficción. Los escritores se han abierto, se han cosmopolitizado un poco. Además, han aprendido las técnicas de narrar mucho mejor de lo que las conocíamos nosotros. En cualquier taller literario oyes hablar de caja china y mudas del nivel de realidad, cosa inimaginable en la época nuestra.

En el Centro hemos ayudado no solo enseñándoles técnicas, también tratamos de educarlos en el sentido de que tengan la libertad absoluta para escribir, lo que se les ocurra. No importan los temas y no hay que pedirle peras al olmo, soluciones literarias a problemas del país.

-¿Ahora mismo a quién recomienda?

-No se deben dar nombres, porque siempre se te olvidan, pero es interesante la literatura que hace Jorge Enrique Lage, Amhel Echevarría, Raúl Flores, Legna Rodríguez, Osdany Morales…

Hay un grupo, muy diverso, pero sí creo que los engloba a todos ese deseo de desasirse del referente real, tratar de hablar menos de la Revolución como nosotros o de los problemas cotidianos que eran el caldo de cultivo de la promoción anterior, sobre todo en los 80 y 90 con escritores como Guillermo Vidal, Ángel Santiesteban o Pedro Juan Gutiérrez.

-Usted ya recibió los premios nacionales de Edición (2001) y Literatura (2014), y el Maestro de Juventudes de la AHS. ¿Qué lo motiva por estos días a la creación?

-Mucha gente me decía que estos premios los merecía antes, pero nunca estuvieron en mi cabeza. Les confieso que de todos el que más me interesa es el de Maestro de Juventudes.

Pero no piensen que porque me dan estos premios se acabó: voy a seguir escribiendo, no se van a deshacer de mí tan fácilmente (Ríe). Estoy preparando mis memorias, he adelantado algunas páginas. ¡Tanta gente me lo ha pedido! Sobre todo por la enorme cantidad de personas que conocí en mi vida ya bastante larga: personajes del ámbito de la cultura, las fuerzas armadas, la universidad. Tuve un cierto conocimiento de Fidel, en los últimos años de su vida; recuerdo conversaciones con el Che; fui amigo de José Saramago, Eduardo Galeano, Benedetti, escritores extraordinarios.

Es inevitable continuar escribiendo, y sobre todo voy a seguir enseñando. Termino ahora mi labor en el Centro, después de 20 años. Creo que merezco un descanso y no lo dirigiré más, aunque daré clases.

-Luego de vivir penurias, cuestionamientos, incomprensiones, cómo hace para verse como alguien de tanta paz, aparentemente sin rencores. ¿Cuál es el secreto?

-Nunca tuve deseos de venganza. Sencillamente quise seguir mi camino y luchar, eso sí, resistir hasta que las cosas mejoraran, y las injusticias se eliminaran de alguna manera. Tal vez es mi personalidad, un asunto de carácter. Hago lo mío y lo hago lo mejor que pueda. Trato de solucionar los problemas sin herir a nadie.

Hay gente que no perdono. Las heridas mías quedaron, por supuesto. Están ahí y expliqué lo que me sucedió una sola vez, en las conferencias en 2007 sobre el Quinquenio, en el Instituto Superior de Arte. Allí no mencioné nombres prácticamente. Pude haberlo hecho, pero no.

-¿Habrá que esperar a sus Memorias para conocer a otros responsables de aquel periodo, o también se los reservará?

-Mira, en las Memorias pienso ser lo más amplio posible, pero no voy a mentir. Estoy sujeto a una especie de ética profesional que tengo: usted escriba lo que tiene y dese completo a la literatura, a lo que usted ama. Hasta ahí. Hay que dejar los odios a un lado, no conducen a nada. No quiero que me acusen de ser injusto con quienes lo fueron conmigo. En ese sentido no guardo rencores.

Me gusta la idea martiana de ser un hombre de mi tiempo, para poder ser un hombre de todos los tiempos. Cuando fue necesario batirse con las armas en la mano, lo hice. Cuando fue necesario crear la literatura que yo pensaba que debía, también, a pesar de lo que me costó. Lo que nunca hice fue dejar de defenderla, por eso puedo levantar la cabeza. Lo que escribí era el resultado de mis vivencias. Si eso tiene valor histórico y queda en la literatura cubana, bienvenido. Ojalá sea.

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