Raymar Aguado Hernández


Estado de Espíritu

En el mes de diciembre se inauguró la exposición colectiva «Estado de Espíritu» en el Pabellón Cuba, muestra que me generó un sinfín de sentimientos encontrados en torno a la dinámica del joven arte contemporáneo en la escena cubana, principalmente la habanera, y los que de una forma u otra se saben (o se espera sean) encargados de velar por su higiene y salud. Decenas de artistas se congregaron en este espacio expositivo para conseguir una suerte de «muestra generacional»; una cartografía posible y deseada, una especie de narrativa de cómo se va desarrollando el nuevo contexto artístico dentro del marco de creadores asociados o cercanos a la Asociación Hermanos Saíz.

En la selección de obras y en su antojadiza disposición en el espacio de las diferentes áreas utilizadas, fue donde hallé el mayor desliz y agravante de esta propuesta curatorial. Obras agazapadas, otras invisibilizadas por la magnitud de sus adyacentes, algunas tan ocultas que necesitarían señaléticas para ser encontradas. Hallé piezas maravillosas, entre las que figuran el imponente tríptico de Miguel Machado, una solitaria perteneciente a una serie de Rafa Villares y su profundidad en azules, la materia gris de Yunior La Rosa, la colorida y peculiar de Lancelot Alonso, la de Miriannys Montes de Oca y su todo lúgubre, las muy bien ubicadas y adecuadas de Adonis Muiño y Alejandro Jurado, y unas interactivas de Dennis Izquierdo que regularon el paso y atraparon toda la visualidad del pasillo; entre otras que aunque mal ubicadas o carentes de información poseían un ánima de coloquio y penetración, llegando a ser consideradas por mí como buenas.

Otras tantas me parecieron quizás insuficientes, desfasadas, inacabadas, crípticas, pretenciosas, sin contundencia y carentes en muchos sentidos. El diálogo con las obras se tradujo en una situación engorrosa dado que no estaban las condiciones creadas, no existía un ambiente de estrechez entre el público y las obras. La intimidad visual, el cortejo, el deleite, la cercanía, la compenetración y lo más importante: la conversación se me volvió cuando menos difícil en la dramaturgia de la muestra. El intercambio siempre quedaba inconcluso por los miles de elementos distractores y posicionamientos. Careció el espacio del espíritu hondo de una exposición de artes. Demasiadas páginas ilegibles de un libro que presenta otras de tanta fuerza que el desnivel se empodera plúmbeo de la escena. Un espacio de actitud sinestésica –como me figuro se intentó en esta exposición por la carencia de información fuera de lo visual– no puede permitirse obras crípticas, tan enrevesadas que ni el más fino ojo, ni la más sensible alma pudiera llegar a su intríngulis y menos pudiera extraer su savia. El público pasó, mirañó y siguió; no había más para leer.

Me recorrí «Estado de Espíritu» dos veces y mi corazón lo mismo se me quería salir del pecho que me procuraba un rechazo estomacal, aunque la mayor parte del tiempo se mantuvo estático en su uniformidad latente. No me sentí abrasado por la muestra, no me sentí pleno, realizado. Desde su majestuosa individualidad muchas piezas me enervaron, pero la generalidad me conllevó a no asumirme parte de ese medio, no me dejó asirme a ella, no me absorbió. Nunca logré imbricar mi latido plano de ese día a la arritmia artística que encontré, el cuerpo que la provocaba no era más que las cromas que rompieron la armonía, detalles turbadores de la escala de la funcionabilidad y el empaste.

Parafraseando escritos de las curadoras de la muestra –las que sin duda asumieron una tarea titánica, siempre bañadas por la dulzura, la bondad y el empeño que les caracteriza–, esta exposición nació exenta de pretensiones y ambiciones, potenciada por amor a un arte curatorial, buscando un diálogo sincero y la transmisión de ideas. Pero el error primario estuvo ahí, en la poca pretensión. Ninguna práctica artística es ingenua; la curaduría menos. Una muestra donde esté la firma de Villares o Machado, no puede carecer de pretensiones, porque ya de por sí las obras de portentos como estos lo son, además de imponentes, dignas del mejor espacio y de las mejores miradas. Esta muestra reunió a muchos de los centellantes nombres, menores de cuarenta años, de la escena del arte contemporáneo que aún queda en Cuba, ya era pretenciosa de por sí. En “Estado de Espíritu” estalla el rejuego de una voz generacional, y ya esto es magnificencia. La muestra necesitaba ser pretenciosa, asumirlo, y esto la hubiera ayudado a ser más limpia, imponente, transitada, avasalladora, así como lo son muchas de las piezas que ostenta.

Coincido en la totalidad de sus argumentos con el crítico y curador Jorge Peré, cuando escribe: «Es aquí donde me lanzo a pedirle a todos esos jóvenes que hoy ven posar sus obras en algún rincón del Pabellón: aprovechen este momento y está oportunidad más que para hacerse selfies, para intentar redefinir las reglas del juego; tomen este preciado filón y desbórdense como generación; discutan con todo lo que estuvo antes… Planten bandera.» Dentro de esos jóvenes aludidos se encuentran, y espero no equivocarme, algunos de los que tendrán una firma de peso en un futuro no demasiado distante, por eso el enfoque y el compromiso con esa bandera contextual que menciona Peré es tan necesario. La valía y valentía del artista está siendo probada y avalada hoy más que nunca para estas generaciones que tienen actualmente una voz firme, pero necesitan «desbordarse», necesitan ser el torrente, la fibra que, imantada a una consistencia de espíritu, logrará redefinir, acomodar, reconceptualizar y darle un derrotero al arte cubano del mañana. Sus banderas deben ondear enérgicas y los espacios expositivos tienen la tarea de hacerles el asta más alta e impulsarles el viento. Muchos están escuchando, es hora de que esa generación que colmó las paredes del Pabellón, hable.

“Estado de Espíritu”, a pesar de sus precariedades, logró reunir en un mismo espacio a muchos artistas esenciales para las más jóvenes generaciones del arte contemporáneo cubano. Ese, seguramente, fue su gran acierto.



Mallo y su visceral Drappus

Analizar una obra plástica necesita de toda una determinación y fundamento por parte del espectador para potenciar su acción de entendimiento; pero cuando dicha obra trasciende los límites de la estética y se muestra como una poética visual, requiere de este todo un compendio de sensibilidades que sumerja su percepción en el intríngulis mágico de la pieza.

La muestra Drappus de Mario González (Mallo) expuesta en la galería Luz y Oficios —aunque con marcadas diferencias— es similar a uno de estos poemas crípticos y hondos que ostentaba el neobarroco cubano a mediados del siglo pasado, encaminados principalmente por el drama y el ser como esencia ontogénica en su formación espiritual y posterior expresión.

La necesidad de desbordamiento de un arte abstracto que encauza niveles guiadores dentro de la propia semántica visual del artista, es el principal modulador de esta muestra. Mallo juega con el poder sinestésico de los geometrismos, las superficies manchadas y los colores, mascullando información imprecisa pero certera, que transita por evasiones en pos de la inducción, llegando a comunicar sus motivos desde la sugestión.

Al emanar todo el misterium poético-visual, la tarea de ser exégeta de esta peculiar fórmula corre a cargo de aquellos de mayor profundidad y sensibilidad en el plano de las letras: los poetas. La poesía —vista desde un enfoque lezamiano y origenista, y hasta antropológico— es un recurso fundamental para y del individuo, parte íntrinseca de la vida; o es la vida misma en sí como la sabría López Lemus. Por lo tanto, esta muestra de Mallo, que transitó del lienzo al ánima poética, solo es posible verla desnuda desde lo sensorial en la lírica, desde esa vibración de vanguardia que se halla en su estética, buscando una voz más lúcida en sus análogos literarios. 

”(…) Allí se ven, ilustres restos, / cien cabezas, cornetas, mil funciones / abren su cielo, su girasol callando. / Extraña la sorpresa en este cielo, / donde sin querer vuelven pisadas / y suenan las voces en su centro henchido. / Una oscura pradera va pasando. / Entre los dos viento o fino papel, / el viento, herido viento de esta muerte / mágica, una y despedida. (…)» (Una oscura pradera me convida, José Lezama Lima, fragmento)

En realidad transmutada se divisa, desde la multiplicidad de los diversos elementos, a un poeta oculto en universos más altos, detrás de lo visible y conocido, huyendo de la inercia del diario y su fatiga. Encontramos una rara cotidianidad pero con adjetivación inaudita para establecer una incomprensible asociación, explícita por momentos a través de la semiótica que presenta (títulos, formas, trabajo con el soporte, disposición en el espacio), pero bogando en una bruma sentimental-inconsciente que se oculta en el misterio de las piezas; ahí vibra la mayor fuerza poética de Mallo.

Una mágica disposición imanta las formas y la composición a la propia discursiva, donde no caben concesiones ni cambios que tergiversen la realidad expresiva del artista. Se exime de repeticiones monótonas y linealidades en su narrativa visual, desenvolviendo diferentes climas que transitan por la calma, lo contractivo y la explosividad de la altivez. Mallo brota de un neoplasticismo, delimitado en el plano por secciones y costuras, que a su vez presenta salpicaduras y un trabajo desenfadado con el óleo, rompiendo con el patrón estructural del constructivismo y escapando de las delimitaciones preimpuestas en el plano; hace como una entrada en anacrusa, deslindando de lo convencional, pero sin disonancias ni ruidos y hablando como un «son diurno» en presencia del plenilunio en una playa vacía:

«Ahora que ya tu calidad es ardiente y dura, / como el órgano que se rodea de un fuego / húmedo y redondo hasta el amanecer / y hasta un ancho volumen de fuego respetado. / Ahora que tu voz no es la importuna caricia / que presume o desordena la fijeza de un estío / reclinado en la hoja breve y difícil / o en un sueño que la memoria feliz / combaba exactamente en sus recuerdos, / en sus últimas playas desoídas. / ¿Dónde está lo que tu mano prevenía / y tu respiración aconsejaba? (Son diurno, José Lezama Lima, fragmento)

Este artista se sabe un hombre enmascarado por excelencia, enmascarado desde el misterio. Se reconoce como un «guajiro que hace abstracción», pero su posesión de ciertas virtudes acumulativas en proyección y estética, lo vuelven un maravilloso creador exento de la violencia y agresividad de la imposición, logrando desde el desenfadado y la inducción un trabajo que transita por diversas aristas conductoras a su realidad esencial.

Un tríptico en forma de cortinero, una tendedera interactiva final y una pieza de total fluctuación formal empastan con la repartición del resto de las telas en la muestra, haciendo de la dinámica funcional de esta, un lugar de rebote, sensitividad y sorpresa. El Collage, la mixta, las diferentes dimensiones y el trabajo con el azul, amarillo y rojo, turnándose la preponderancia sobre el negro, los grises y el blanco, son los rasgos primarios que se observan al entrar a la sala expositiva. 

En Drappus las geometrizaciones se mezclan con la aleatoriedad en la disposición de la pintura creando un clima tétrico en simbiosis extrema. Cada obra presenta un título, logrando en la muestra, a pesar de ser una serie de abstraccionismos de menor factura, identidad fuera de lo visual y autonomía. Mallo presenta dinámicas extraviadas con retóricas visuales explícitas, provocadoras de climas inductivos, velando desde su posición, por la persistencia de un discurso mediante la utilización de elementos semióticos precisos.

La historia del soporte es fundamental en esta exposición; telas recicladas y distintas funciones pictóricas en el plano. Drappus: en latín tela vuelta a utilizar, viene siendo la sucesión de obras en un artista que logra metamorfosis constantes sin negar una realidad objetiva que en un momento dado representó lo más fidedigno de él. Lo imperecedero y transmutable del soporte, las tantas realidades que contiene y la solidificación de una discursiva defendida por el artista son las generalidades que definen esta muestra; pero retozaría la voz de Lezama volviendo en sus reclamos recordando: «Ah, que tú escapes en el instante / en el que ya habías alcanzado tu definición mejor…»  y el Drappus quedaría nuevamente bogando en las aguas del misterio, contando escalones encaminadores de la percepción.