Roberto Viña


Te la di viva

(Una autopsia a las diferentes maneras de habitar un paraíso)

El paraíso no era tal. Al menos no como nos lo pintó Dante en su Divina Comedia. No está teñido con la lana de la esperanza, no existe bucólica salvación. Cuando más, el paraíso es la autopsia de la utopía que quedó, es la autopsia que nos permite entender en qué se nos ha convertido la utopía. Al teatro joven cubano le ha tocado la ingente tarea de ventilar los tanatorios y ocuparse de esos cuerpos textuales que hablan más y mejor de nosotros —de esa pluralidad que somos en sociedad, en familia, en escuela, en barrio, en comunidad, en isla, en país— que los libros de teoría y los diferentes manifiestos de diversa índole que tanto habitan este, nuestro mundo. Al teatro joven cubano le ha tocado una tarea que no es voluntaria, sino necesaria, y además —aunque muchos lo olviden— también heroica.

Autopsia del paraíso (Premio de Dramaturgia Virgilio Piñera 2016 y recientemente publicado por la editorial Tablas Alarcos), del dramaturgo Roberto Viña, es la mirada transversal —dura y sin la salvaguarda de anteojos que convenientemente nos muestran lo que nos es más conveniente exhibir— que se transmuta por instantes en el escalpelo del patólogo, tan textual y corrisivo como lacerante es el texto. Ante los ojos del lector ingenuo podría parecer que estamos frente a una obra escrita para jóvenes, que habla de la crueldad de la juventud, de sus aciertos y de las pocas virtudes que han sobrevivido cuando la existencia se ha convertido en un remolino de apariencias, limitaciones, éxodos, migraciones espirituales, violencias cotidianas, violencias sobre cuerpos. Pero alerta: jóvenes son los protagonistas, sí, pero sacados cada uno de su círculo particular del infierno, traidores y traidoras, víctimas y victimarios, habitantes de máscaras, portadores de máscaras. En su juego oscuro van develando que una misiva puede provocar un estallido tan grande como el de una bomba que revienta entre las manos de su portador y que seguramente será mucho más peligrosa. Esa carta, detonador dramático del conflicto, proveniene del mundo más allá de la isla devenida escuela: mundo que se imagina perfecto como perfecto ha de ser para muchos el american way of life de la McDonnal con doble cheese y de Madonna que besa a Britney; mundo delirante donde en apariencia nada sobra porque la abundancia forma parte de una particular manera of being in the world.

Es por eso que el mecanismo articulador de las acciones y, por además, el artefacto dramático que hila la trama y su estructura externa es, con precisión, la carta que llega y que nadie espera ya, a más de un año y medio de lo que parecía ser, para los personajes, el cierre del conflicto y del error trágico. Obligados a mirar hacia el pasado a través de los ojos de Adrián, el otro ausente, Laura, Sheila, Teté, Sergio, Marcos y Ariel empezarán a entender cómo la realidad, vista a través del filtro de la distancia, es más que una autopsia y que un largo viaje, sin regreso, desde una isla física a la isla de la memoria y de la condena. El juego oscuro es aquí una senda dramática que se cruza, de ida y vuelta, numerosas veces en busca de una verdad cacareada y polimorfa, que se estruja y se recompone, y que parece destinada a convertirse en un rompecabezas donde la ficha definitiva falta. Pero he aquí que la verdad, como en esa vida que el teatro intenta mimetizar desde Esquilo hasta nuestros tiempos, es esquiva, se resiente a ser encontrada y definida. Esa definición —al menos, su intento— es lo que Autopsia del paraíso hila, poco a poco, a través de un ejercicio que no pretende la imparcialidad de la justicia sino visiblizar su contracara: la venganza, el silencio, el tiempo y la espera del cuerpo sexualizado a la fuerza, del cuerpo prostituido, del cuerpo racializado, del cuerpo LGBT marginado, del cuerpo sin control, del cuerpo abortado y condenado a la esterilidad, del cuerpo invandido por el tumor, del cuerpo amputado; cuerpos todos no solo físicos sino también simbólicos.

El dramaturgo parece decirnos: la justicia, en la vida real, no existe. Y si existe, no hay espacio para ella en este cacareado paraíso que Viña ha develado en todo su horror, en su inmovilidad, en su moralidad otra. Este paraíso con churre y mugre que se va sedimentando desde la primera a la última página del texto, asume en ocasiones la virtualidad de una carta como espacio dramático (por demás, espacio de encuentro entre los personajes y las categorías presente y pasado), y de la escuela al campo, la litera erotizada a contragolpe, la fotografía robada y el urinario escolar como espacios físicos; también la memoria como el ideal espacio de la acción. Porque en la memoria, y en lo que esta intenta componer de la verdad, ocurre el verdadero ejercicio de la dramaturgia.  

Punto y aparte destaco la voluntad de Viña por develar las identidades lingüísticas de cada uno de los personajes: desde la marginalia del idioma hasta la jerga escolar del dirigente estudiantil hay marca y definición, y estas hacen que el lenguaje sea un cuerpo vivo, que podamos asistir aquí no solo a la autopsia de una juventud que se nos ha convertido en cadáver entre las manos, sino tambien a la biopsia de una manera de utilizar el idioma en beneficio de la ficción dramática. El lenguaje, en Viña, es siempre confrontación. Es duro, es ácido, es vida. Y esa vida suda óxido y semen, suda sangre, suda flujo menstrual, y suda la masa con que se lucha la existencia lo mismo con el sudor de la frente que con el sudor de, ya se sabe, esa otra frente púbica y pública por donde nuestros sueños son penetrados, violados, abortados, legrados, histerectomizados.

Es preciso señalar también, en la estructura externa e interna de la obra, el juego que provoca el dramaturgo entre diferentes planos temporales. Son esos planos los que advierten no solo la consecutividad lógica de la historia, sino el entramado de un tejido dramático que habla de la memoria reconstruida, del ejercicio de rescate de la verdad y del intento grupal de salvación. Pero no se entienda que asistimos en esta obra a ese preterido viaje que ya Dante recorrió mucho mejor que nosotros, de manera evidentemente más clásica, desde la oscuridad del infierno a la luz aburrida del paraíso de los justos. En el paraíso de Viña no hay justos, solo máscaras que se retuercen y se cambian de rostro a rostro porque todos los personajes son víctimas y ejercen también la violencia de su tiempo: no conocen otra forma.

Por eso, más que una obra de personajes, Autopsia del paraíso es una obra coral, de voces que tienen como leitmotiv un espacio común determinado (la escuela) y una temporalidad que los ciñe. En esa temporalidad y en ese espacio, los cuerpos y las voces de la dramaturgia intentan amoldarse, y sobre todo olvidar, porque el olvido viene siendo el espacio de confort, la poltrona cómoda que es necesario desempolvar con una carta y una presencia más potente incluso que lo físico. Resortes dramáticos semejantes no solo sacuden el polvo de una memoria colectiva sino que también reviven la culpa colectiva de una época y un país dramático del cual todos hemos sido cómplices en tanto dura el ejercicio ficcional.

Roberto Viña se ha especializado en escribir una dramaturgia escoriada, una dramaturgia del dolor joven, una dramaturgia donde la juventud no es sinónimo bucólico de belleza y futuro. La juventud que Viña describe y asume como nuestra, la que visibiliza —tan necesario visibilizar y nombrar en este mundo donde lo que no se ve ni se nombra, no existe— es aquella que sabe le toca vestirse con las pieles de la resignación o la escapatoria (si es que aún es posible escapar del recuerdo y de los espacios físicos que ese recuerdo habitó). Autopsia del paraíso es la ventana que se nos abre a medio camino de nuestro viaje desde la oscuridad hacia la luz. Solo que la oscuridad que nos muestra esa ventana no es, en el fondo, tan oscura. Ni la luz tan luz. Escalpelo en mano, sierra en mano, nos toca como espectadores y lectores, en el espacio sagrado de la escena, reconocer el cuerpo (Jane Doe, John Doe) que el dramaturgo nos ha entregado entre los brazos con la esperanza de que, en algún momento, debajo de la piel fría del cadáver, lata un corazón o un texto.