Luis Enrique Mirambert


La impasible gracia de los dioses

Reseña al libro de cuentos para adultos: Los hijos del invierno, de Luis Enrique Mirambert

(…) Es peligroso caminar por donde todos caminan,

sobre todo, llevando este peso que yo llevo.

Este peso se ha de ver por cualquier espejo que me mire:

se ha de ver como si fuera una hinchazón rara,

yo así lo siento (…)

 

El hombre, de El llano en llamas.

Juan Rulfo

Algunas veces miro alrededor, solo algunas veces. Es preferible no detenerse mucho a observar, pues comienzan a invadirnos los reflejos. Entonces anda uno cabizbajo, buscando refugio donde mejor se nos da escondernos y ahí, cuando creemos reposar al fin en paz, rodeados de las miserias que acolchonan nuestra zona de confort, llega él, impasible, tremendo y hace entrada recordándonos a las bestias que nos carcomen el alma. Luis Enrique Mirambert, Unión de Reyes, Matanzas, 1991, es el maldito. La gente se equivoca, ese no es un don, ¿qué va a ser un don eso de quitarle a uno las ropas así en frente del mundo, espantarnos la evolución y hacer que corramos hacia las cavernas? Los hijos del invierno, así le llamó al grito, digo al libro, que vio la luz en 2019 en complot con Ediciones Aldabón.

Siempre hay uno de ellos, de los que huyen ante la luz. En oscuridad no se alumbran los espejos, no hay forma de que se avisten las verdades que amordazamos. Pero, también de los otros, los que caen, dejan que salgan de una vez las cuarteaduras ante la lengua filosa de los que saben. Se dejan morir ante lo rotundo de la naturaleza humana golpeando a las puertas de ti. Eso hacen los personajes de Mirambert

Pedro el ratón no podía escribir. No podía escribir por su predisposición morfológica. O sea, no podía escribir porque no tenía manos. Pero yo tengo manos y tampoco puedo escribir. O sí. Realmente si me lo propusiera escribiría vulgares oraciones, largos y ridículos poemas, frases hechas por otros que ya están muertos. Pero un cuento, un verdadero cuento no puedo porque aquí no llueve hace años, no corre el agua que da vida a las palabras. Y eso es malo, terrible si se quiere.

Así nos golpea el rostro este primer párrafo del libro. Pedro el ratón de John Fante o la falta de inspiración descorre las cortinas desde el título, haciéndonos saber que será un viaje interesante, necesario diría yo, un viaje hacia lo escatológico del ser. En esta primera entrega del libro el autor hace una oda a la soledad. Más que un canto es aullido desesperado sin mover la boca. Estar solo provoca esas cosas, primero las mímicas se encargan de lo suyo, pero llega el momento en que hasta eso sobra y la lástima se nos pega en los ojos frente al espejo del baño. Un tipo cualquiera, un tipo que escribe, ha dejado de ser un tipo que escribe desde que se supo viviendo la común farsa y las manos se le secaron de tanto pasársela por el rostro espantando el hastío. Este hombre ha dejado de hallarse, un ratón viene a hacer conciencia de su hueco sobre los hombros, se vuelve su amigo, su camarada con voluntad de compartir el tiempo de asueto. Escribir un cuento de amor era el desafío, pero el tipo no creía en el amor, ni en su capacidad de narrar, que agonizaba, ni en la resiliencia de sus manos secas, y su amigo el ratón, de a poco, intentaba devolverle la confianza, pero el hombre es hombre y no puede obviar su naturaleza, el morbo que despierta su fe en sí mismo, así que cuando descubrió al gato cazando a Pedro, nada hizo. Tampoco movió un músculo para intentar espantar al depredador, es que él también depredaba el momento. Iba a arrancarle los pedazos a ese instante hasta devorar todo cuanto necesitaba para nutrir su hambre de creación a la par que el felino rompía la cabeza del roedor.

No podía involucrarme. Eso era la vida, y yo escribía para que los demás pudieran vivir. Dos seres, uno intentando cazar, otro intentando huir. Más real que los tipos jugando dominó en la esquina, que los poemas vacíos y la política. Más real que el amor. O lo entendí todo mal. Porque la política, el dominó, los poemas, las madres solteras, el bloqueo económico, el Estado Islámico, el amor, forman parte del mismo juego de cazadores y prófugos. Seres que intentan armarse, amar. La vida pura de los que no saben hacer otra cosa.

Ocho cuentos conforman esta bestia, ocho apéndices imprescindibles que articulan tu sinapsis entre las páginas. Es un monstruo de ocho cabezas, que a la vez son una misma, perturbada, enérgica.

Viaje al fin del otoño es una historia de amor, una de las que rehúsan cursilerías innecesarias. Lo sublime del sentimiento no lleva aderezo alguno. Mirambert, sin pretensiones de alardes ni regodeos en su prosa, va dejando claro con pulso narrativo firme que tiene una caja de herramientas lista para cada convite de sus demonios y no conoce de cuidados para usarla. Despliega su arsenal de recursos literarios cual stock de piezas exóticas y van encajando de a poco, organizadas con paciencia de artesano. No hay apuro en sus ideas, a medida que se avanza sobre el libro invade una sensación de calma, como de quien escribe con goce a pesar del tormento. Breve insinuación del paraíso es el ejemplo clave para ilustrarlo. Es un texto lleno de emociones, una sinergia de sentires envuelve las seis páginas que parecieran nunca acabar, extenderse por París entre los nostálgicos pasos de quiénes han vuelto a verse truqueados por el tiempo. La añoranza del inmigrante, el éxtasis del viajero, la recurrente magia de esa ciudad, la agonía de quien ha vivido muchos años la misma pena, resignación: ―Imagínate. Todo más o menos igual. Nuestra tierra tiene esa virtud, o esa falta de virtud; uno se pasa la vida en el mismo lugar haciendo las mismas cosas y cuando te das cuenta tienes cincuenta años, te diluiste como sal en el agua, en un tiempo sin tiempo.        

No escapa Dios nunca a ser maldecido por nuestros infortunios. Pobre de Dios y sus bondades. En Pequeños dioses Luis Enrique refleja la desidia de los hombres… no podía entender cómo había llegado ahí, buscaba en sus recuerdos, pero no había nada en ellos… el hombre había visto a Dios, y ahora sentía amor; supo que amaba a aquellos seres con los que vivía. Un amor simple como las piedras, como los animales que habitan el bosque. Amor: ir a buscar agua al pozo, hacer muñecos de heno para jugar con los niños, traer pan negro para llenar los cuerpos. Eso cada día, eso hasta el fin de los tiempos. ¿Qué pretende?, llega uno a preguntarse. ¿Es acaso esto la aceptación de nuestra dependencia mística?

Curiosamente lo que no supo fue su propio nombre, ni el de su mujer o sus hijos. Era como si Dios le susurrara al oído las palabras que tenía que saber y deliberadamente olvidara las más importantes. Por ejemplo, estos niños eran sus niños; esta su mujer, y los amaba, pero desconocía cualquier otra cosa de ellos, de él mismo. Cómo habían llegado hasta aquí, sus nombres y sus edades.

Pero hay un Dios trastocado en esta historia, como pueden llegar a ser al fin y al cabo todos los dioses y se transparenta lo que quizás a veces no sea tan propio del azar, supongo. Es un cuento que con una narrativa limpia y sobria aborda el enigma de nuestro hacer sobre la faz de estas tierras desde tiempos remotos. Queda claro: se nos ha brindado el mejor de los regalos, la capacidad de decidir, pero hay quienes temen a ese don y prefieren asumir roles según el mandato de quien sí merece levantar un único reino. Entonces existimos por la voluntad de otro que ordena y pone palabras bajo nuestras lenguas:

Ahora, levantarnos en arma, ahora, hacer un país, nacerá la independencia, porque los pastores son capaces de conducir rebaños. Hubiera dicho, ahora dejaremos de ser siervos. Pero el pastor, pese a haber visto a Dios, todavía no tenía conciencia de clase; era solo un hombre herido por otros hombres, un hombre que quería vivir en paz. No le importaba hacer un país porque en su mundo la palabra país no existía, solo existían las ovejas, los prados verdes, las montañas tintadas de azul, los lobos agazapados esperando para saltar al cuello de sus víctimas.

Sin temor a duda, este texto representa el eje del cuaderno, en él se encierran nuestros temores, el sometimiento que, aunque no aceptemos prima en nuestra condición de ser surgido y abrazado por el viento de siglos tras siglos arrastrando las mismas pesadumbres, lo basal del amor y lo supremo de los demonios que matizan esta desgraciada condición de alfas.     

Todos tenemos un centro. No hay un hoyo dentro del hoyo, / un hoyo solo es un hoyo a orillas de mí/ y Perros salvajes en la colina azul hace que parafrasee mis propios versos. Me llegan a la cabeza una y otra vez: Retrospectiva de un hoyo que fagocita, / que se tuerce, que ya no es un hoyo. / Esa sensación de caer hacia dentro hace de este cuento el corazón de la bestia. Con destreza, con la agilidad de quien lleva la razón acumulada en siglos de prepotencia, el narrador personaje de este texto nos hace un tour por los paraderos más recónditos que habitan la naturaleza humana, pasajes que nos invaden de toda una vida, matizando el desandar del hombre. No hay miramientos ante lo morboso y descarnado que pudiera resultar el cuento, a Mirambert no tiene por qué preocuparle eso pese a que este otro tipo también es un tipo que escribe… Nos hace presas de cuanto trama y la vemos pataleando en la camilla mientras echa a andar la maquinaria del hoyo. No hay merced para la chica en manos de este autor famoso que además de una veintena de novelas también pintó El rojo derramado y ahora enarbola la bandera de su desquicie frente a la sala de su casa.

En la pared resalta una pintura hiperrealista hecha por mí, la única pintura que hay… Un cuerpo clavado en la pared, crucificado, pero que no es Cristo sino un tipo que vi una vez en la calle con un rostro sumamente expresivo y que quise retratar a escala real. Desangrándose con el costado abierto como el pobre de Cristo lo tuvo alguna vez, así que puede verse parte de las costillas y un trozo azuloso de algún órgano por la abertura. La sangre, por supuesto, que es el vino agrio y nuestro, llega hasta el piso, tiñe el mármol creando un charquito con forma de algo en miniatura. Y como único mueble una mesilla, también blanca con mis libros y el pebetero colgando sobre ella.

Este párrafo cuya intención es mostrarnos la psicología del personaje, recibe a modo de breve introducción a la manada de lobos que arrasarán contigo, lector. Una historia dentro de la historia que a la vez es la misma que ya fue escrita antes de que pasara, dato que bien se esconde hasta el final del cuento y vuelvo y pienso: Un hoyo desciende entre tripas. / Diez metros de intestinos que acogen, / que se tuercen entre los ácidos del mundo.

Espejismos me devuelve al inicio de esta reseña, allá por donde les dije que huir de las luces donde siempre van a favorecerse los reflejos sería la opción más fortuita. Se transmuta el alma del personaje, cuya posición social no es paupérrima como la del pordiosero a la salida del cine y logra sentir regocijo ante ello. Un hombre común, de clase media, con negocios que avanzan y cuya felicidad se reduce a la palabra “suficiente”, un hombre sin demasiadas ambiciones, que se contenta con ver el futuro de su hijo por buen camino, tomarse algunos tragos con su mujer mirando los ocasos sobre el mar, va dándose cuenta cuán infeliz es en realidad y cuán vil su sereno modo de vida mientras tantos mueren de hambre y sed, metabolismo básico, mientras su whisky color ámbar diluye trozos cúbicos de hielo.

Los hijos del invierno así hemos decidido ser todos, bueno, decidido es demasiado contundente para lo que en realidad pasa con once millones de personas y contando. Una vez más la soledad aflora y arremete contra los de este país, digo, de esta historia. Alguien muere por la perturbación de otro, un disturbio inamovible en la mente de esos once donde una alta cifra siempre cae. La embestida es poderosa de esta parte del mundo y su autor bien lo sabe. Ahora él es ese Dios apacible que intenta poner gracia en lo que debe decir, en lo que tiene que decir, en lo que no se le aguanta dentro porque la lengua le crece y le crece, engorda acorde a ese monstruo de ocho cabezas. Ocho lenguas poderosas han de tener mucho por hablar en un solo cuerpo. Nosotros, alfas retorcidos, fatuos y solos, bien sabemos la letanía en la que habremos de yacer.  


El frío es un estado mental

Reseña del libro Los hijos del invierno de Luis Enrique Mirambert

 

Pudimos ser fotógrafos de la National Geographic especializados en ortodoncia para leones. Pudimos ser los carteros de Bukowsky, los muchachos que le traían los periódicos a Lenin, vendedores de sierras eléctricas en Wall Street; dueños de La casa de la bella durmiente y le entregaríamos a Nobokov cada noche una muchacha diferente. Pudimos ser reposteros en París y cocinar los croassant que se comerían los snobs en un café a orillas del Sena.

Pudimos haber sido todo y eso y más; pero no, somos hijos del invierno, justifica Luis Enrique Mirambert del Valle en su primer libro publicado por Ediciones Aldabón con diseño de Johan Trujillo. 

En esta Isla no existe invierno. Según los expertos solo hay estación seca y otra lluviosa, pero con el primer soplo de viento que medio erice el vello de las muñecas nos volvemos cazadores de focas en huecos horadados en el hielo. Nos disfrazamos de esquimales. Nos volvemos una falsa de nosotros mismos. Si tenemos que sustituir exportaciones, sustituimos hasta el invierno; porque la colonización cultural nos hace llorar cuando pensamos en la nieve.  

Tal vez, si nos remitimos a los manuales de historia y geopolítica, pudiéramos decir que somos hijos del invierno porque somos las generaciones (aquellos nacidos en los 90) que sobrevivimos a la caída del muro de Berlín. Sin nada que hacer y en lo que caminamos hacia el sur dejamos que la libido sea la brújula. No habrá calor más reconfortante que el humano; ya sea para rellenar algún vacío primitivo de la carne, o para cuestiones más sencillas como la identidad y el arraigo.

Bajo estos códigos se mueven los personajes de este libro y también un suprapersonaje que es el narrador, cuya voz suena detrás de cada historia que, aunque escritas con personas gramaticales diferentes o con diversas mudas de nivel de realidad, comparten una intención comunicativa rectora: Vivimos en futuro después del futuro.

Como escribiría Harold Bloom sobre Goethe: Luis es mucho Luis; sin importar lo que cuente, su estilo se impone por encima de la historia. Ahí una musicalidad omnipresente que tal vez provenga de su práctica como poeta, la banda sonora del universo Mirambert.

El autor hace gala de diferentes técnicas y estilos, pero que no se vuelve una cacofonía, sino más bien —no diré sinfonía porque sería cliché— un bolero de victrola en una versión que le agrega un poco de funk, un poco de música electrónica y rock and roll.

No creo que se vayan a agotar en las librerías del día a la mañana este título, pero igual cómprenlo porque el frío en esta Isla no es una condición atmosférica, sino un estado mental, y con los Hijos del invierno quizás nos deshelemos un poco por dentro.