¿Del lienzo a la crítica y viceversa…? (II)

Conversación con Manuel López Oliva (Parte 2)

Manuel López Oliva —en un ejercicio crítico que acumula varias décadas, a la par del desarrollo de una de las obras visuales más originales y auténticas del panorama insular— ha escrito no solo sobre piezas, exposiciones, movimientos, poéticas… Su mirada se ha detenido en la propia función, posibilidades y objetivos de la crítica de arte.

No ha estado ajeno, sino todo lo contrario, a los procesos relacionados con las prácticas curatoriales y museísticas; al mercado del arte y sus vaivenes, donde suele regir «la ley del valor y la iteración estilística epidérmica»; al coleccionismo institucional y privado; la promoción, valorativa y comercial, de la creación artística; la docencia; la función institucional… «Me preocupa casi todo», advierte López Oliva y uno confirma que esa inquietud está sustentada por un criterio teórico y práctico, sólido y dialéctico, por una manera —humanística, podríamos decir— de asumir el pensamiento sobre artes visuales y desplegarlo con el criterio de quien ha visto, escrito, vivido y sobre todo, creado bastante, y la sinceridad de quien enarbola una convicción y la defiende hasta el final.

Mientras ve caer tanto reino fuerte —parafraseando a Francisco de Quevedo—, López Oliva sabe que «por encima de los problemas complejos y las carencias, los obstáculos externos y la falta de un haz de destinos concretos para el arte, las reiteraciones equívocas y ciertos mimetismos», prevalece en la Nación «la abierta riqueza expresiva de un panorama raigal y dinámico en su mayoría, imposible de reducir y esterilizar…». Esa permanencia (y también sus problemáticas) sostiene la mirada crítica de Manuel López Oliva, a la que volvemos, como continuidad de nuestro diálogo, para seguir expandiendo ese «nada más» al que antes se refirió este maestro, artista y crítico cubano.

Sobre el papel del crítico escribiste que por «la misma pobreza económica y de oportunidades», el crítico «deja a un lado la condición ética, sus concepciones filosóficas y estéticas, y hasta su decisorio papel de inductor o mediador en la evolución del arte, para responder a las solicitudes de coleccionistas de inversión y mercaderes que requieren de una seudocrítica con autoría admitida…» ¿Cuáles crees que son las funciones (y las responsabilidades) del crítico de arte en nuestra sociedad?

Cuando me refiero a esa casi obligada conversión del crítico de arte en un servidor —por necesidad económica— de intereses ajenos, y te pudiera decir también del curador, no estoy generalizando… No hablo de todos los que ejercen la crítica en los medios de difusión, las publicaciones y otros canales de información especializados. A veces el crítico vive más de lo que le pagan los artistas por escribir de ellos en artículos de revistas, libros monográficos y demás. Y también encontramos aquellos que viven de un salario más o menos aceptable, o poseen una dinámica de publicación en diversos medios.

Durante las primeras décadas del proceso revolucionario, algunos que ejercimos la crítica de arte lo hicimos de modo casi voluntario, la mayoría de las veces sin cobrar, por amor al arte y vocación de utilidad cultural. Eran años de una hermosa utopía que se manifestaba no solo en la producción simbólica de los artistas, en la razón de ser de exposiciones y proyectos de alcance social, sino en quienes veíamos el quehacer crítico como un apasionado deber y un requerimiento complementario del acto de creación de imaginarios.

Esto que estoy tratando de explicar es posible que hoy no se comprenda por la gente que no vivió en las circunstancias referidas; y mucho menos por analistas, museólogos, galeristas, investigadores, funcionarios pragmáticos y hasta artistas que hoy responden a la presencia de la ley del valor mercantil y la ganancia monetaria como únicos motores y categorías sustentantes de la producción artística y los oficios que complementan su evaluación, circulación y finalidad. Sin embargo, puesto que la realidad cubana es ahora otra cosa y el peso de la existencia económica con frecuencia deviene tenso y dramático, resulta imprescindible reconocer al crítico de arte realmente profesional como un intelectual de calibre que debe recibir remuneración o pago en correspondencia con su trabajo de apoyo al arte, a los artistas, las instituciones, la enseñanza especializada, la formación de públicos y la compraventa artística. De alguna manera, el pago al buen crítico ha de tener nivel proporcional al pago que recibe el buen creador artístico.

Para entender la función del crítico de arte en general y muy especialmente en nuestra sociedad, primero debemos comprender que la misma evolución de la cultura artística (con sus diversas facetas y momentos) ha contribuido a generar un grupo de profesiones que a veces se confunden con la crítica de arte; y que aunque interactúen con esta, desempeñan roles específicos. Tales son: el esteta y el museólogo, la docencia especializada en Historia y Teoría del Arte, la investigación historiográfica correspondiente, la curaduría, la edición de arte y de estética, el publicista, además de la sociología y la economía del arte. No obstante, el crítico, sin ser un demiurgo, puede y debe ejercer el criterio en cuestiones y campos propios de las profesiones antes mencionadas; y a la par que se nutre del conocimiento derivado de esas actividades intelectuales, les aporta revelaciones y saberes a ellas. Pero lo singular del crítico es que ha de desempeñar una acción dialógica, escudriñadora, codificadora y valorativa constante sobre las obras artísticas precedentes o las nuevas, así como respecto del modo de ver, pensar, operar y construir de los artistas. Tampoco debe olvidar la caracterización del estilo y los lenguajes de los creadores, situándolos en rango y tendencia.

Juan Acha, en su fecundo libro sobre la crítica de arte, anotaba que una de las funciones del crítico era también producir sentido para la recepción y puesta en cultura de las producciones artísticas. A veces al crítico, cuando posee una formación similar a la de los artistas, y a la vez mayor en otras ramas del pensamiento y la historia en cuestión, le corresponde decir con explicaciones verbales y escritas aquello que el artista expresa, pero no puede decir.

De manera que el ejercicio del criterio y el juicio analítico inherentes al crítico, no solo se ha de limitar al abordaje de los artistas y sus realizaciones, sino igualmente a la comprensión y evaluación de todo cuanto tiene que ver con la gestación, circulación, funciones y actividades instrumentales de lo artístico; es decir, con instituciones, prácticas museísticas y pedagógicas, curadurías y publicaciones del sector, diseños en su diversa presencia, pensamientos y comportamientos de los analistas y funcionarios, establecimientos y hechos o personeros del mercado de arte, tipos de coleccionismo, relación entre arte y política, mitologías y creencias articuladas con los imaginarios, valores reales y ficticios del arte, asuntos de sensibilidad pública y percepción culta, etc. En nuestro país, la revelación e invectiva respecto de lo ético y la funcionalidad social de lo artístico y diseñístico, constituyen otra de las misiones que tornan necesaria a la labor del crítico de arte.

Francisco Umbral decía que «es mejor y más fácil escribir a partir de una decepción que a partir de un entusiasmo». ¿Crees que, por naturaleza, al crítico le entusiasma más plantarse frente a una obra y contar sus lunares que darse al elogio?

Realmente se han dicho muchas boberías sobre los críticos de arte. O superficialidades… Lo cierto es que han existido críticos de arte en el más abarcador sentido de esa designación y otros de corto alcance o solo cronistas; y están aquellos que solo hablan de la corteza o envoltura de la obra, sin penetrar en sus dimensiones diversas.

Como, asimismo, tenemos a quienes prefiero llamar «criticones de oficio», cuyo ego es tan exagerado que piensan que la creación artística los tiene como supremos destinatarios; y en esos caso cuando ciertos «críticos» adoptan el papel de jueces definitivos del artista y sus productos o ámbitos. En estos ejecutores ocurre algo similar al crítico del medio culinario o gastronómico, que suele publicar su opinión sobre platos y menús en periódicos o boletines, siendo temido por chefs y propietarios de restaurantes.

Pero lo cierto es que un verdadero crítico, que opera desde la razón, la verdad y la cultura, no tiene como finalidad aplaudir desmesuradamente o estigmatizar al objeto de su valoración. Su función es la de reconocer, comprender, descifrar, aportar sentido, ser enlace entre creación y recepción, apreciar dentro del suceder estético y cultural, anotar valores e indicar deficiencias o extravíos, tanto respecto de los artistas y sus producciones, como de un hecho profesional o social del arte en cuestión. También puede analizar un movimiento artístico, una institución o colección, la utilidad o proyección social, nacional e internacional de realizaciones y acontecimientos, etc. Siempre he tenido la certeza de que quien niega o solo ve lo equivocado o defectuoso en arte, o aplaude de modo estrepitoso y casi automático, sencillamente no es capaz de ejercer con solidez el criterio en cuestión, ni mostrar esa unidad entre lo acertado y lo desacertado, lo fecundo y la convención, lo complejo de significante y elemental de significado, que puede estar presente en obras y autores, sucesos artísticos y contextos del sector, etc.

Recuerdo un texto de Marinello (fue en una encuesta que La Gaceta de Cuba realizó a los críticos en los años 60) donde hablaba de la «indigencia crítica» en Cuba. Te referiste en algún momento a la crítica como un «oficio de la miseria»… ¿Lo sigues pensando así?

No solo pude conocer personalmente a Marinello y leer buena parte de lo que escribió, sino que hasta me correspondió hacer un ensayo acerca de sus relaciones personales e intelectuales con las artes plástica, que se publicó en la Valoración Múltiple que le dedicó la editorial de la Casa de las Américas hace unos cuantos años. E igualmente pude conversar con él sobre varios temas; e incluso dialogamos sobre la crítica de arte, de su especificidad y funciones, así como respecto de críticos (además de narradores o ensayistas de otros temas) de otras nacionalidades que él había conocido y con quienes tuvo intercambio de ideas y hasta algunas posiciones polémicas. Pero en el ensayo que publicamos en el segundo número de la entonces prohibida revista Loquevenga (que Roberto Fernández Retamar llegó a considerar como algo parecido a Orígenes), no me refería solamente a la crítica de arte realizada en Cuba, sino, además, a la que se ha producido en otros países, sobre todo de Nuestra América, generalmente subdesarrollados y con tendencia a ser víctimas de la neocolonización y pobreza reales, como ha sido Cuba.

El texto en cuestión abordaba no solo aspectos conceptuales de la escritura crítica, ni tampoco se circunscribía a la poca producción de una crítica de arte verdaderamente profunda, analítica, participante, poliédrica y culta; sino que a la vez ponía el dedo índice sobre un aspecto que ya abordé un tanto en la respuesta a la pregunta anterior: la poca consideración que se ha tenido en la práctica sobre la profesión del crítico de arte y sus productos intelectuales, tanto a la hora de las prioridades culturales como en pago a sus textos, casi siempre vistos desde una perspectiva financiera que los subvalora y hace del ejercicio profesional de la crítica de arte —con sus lógicas excepciones— un «oficio de la miseria».

¿A qué libros o voces críticas vuelves con frecuencias y por tanto, recomiendas al lector?

Te voy a responder con franqueza, pues desde que me retiré del ejercicio constante de la crítica y ensayística cultural, debo invertir más tiempo en la creación de mi obra artística que en leer. Y es que no solo pinto, sino que elaboro mentalmente imágenes que vienen de una activa y profunda transformación mental de pensamientos y vivencias en visiones polisémicas. Todo eso implica concentración, búsquedas internas y en mi propia obra, trabajo de imaginación. Se trata de un tiempo de estar aparentemente sin hacer algo concreto, pero en el cual se genera la idea visual correspondiente. Es esa fase de germinación que el mismo Marinello llamó «ocio expectante». Yo no suelo repetir estilemas, ni producir las obras como variables de las mismas imágenes, sino que elaboro cada vez un producto autónomo a partir de mi lenguaje pictórico y performántico abierto. Así que ya no suelo volver sobre escritores y mucho menos sobre críticos y teóricos de arte. Escribo, cuando lo hago, solo con lo que tengo interiorizado de años, con lo que se ha convertido en sustancia intelectual, con lo que digerí y se hizo materia prima conceptual apropiada para mi modo personal de operar en las reflexiones, valoraciones y planteamientos. Desde hace un buen número de años me siento a escribir y escribo.

En cuanto a lo que me pides de recomendar autores, tendría que decirte que una vez me preguntaron cuál había sido mi influencia principal en la práctica crítica y mi contesta fue Arthur Conan Doyle; porque en su Sherlock Holmes encontré una efectiva forma de acercamiento al objeto de investigación, un inteligente sistema deductivo que me servía para decodificar obras y procesos artísticos. También prefiero revelar que nunca tuve un planeamiento metódico para pensar la elaboración de la crítica, basándome en orientaciones o características de cierto número de reconocidos profesionales que la ejercieron.

Entre las preguntas que pude hacerle a Herbert Read, cuando le conocí en el Hotel Habana Libre durante el Congreso Cultural de La Habana de 1968 —donde tuve que valerme de una intérprete de inglés— estuvo indagar sobre los pensadores y críticos que lo habían influenciado más en su etapa de formación. Entonces el célebre crítico de arte inglés me dijo que no tuvo únicamente improntas de teóricos y analistas de arte, sino que al leer sobre temas diversos y tratar de saber de todo, se nutrió de innumerables determinaciones que conformaron una amplia cultura del juicio crítico que tendría valor instrumental inconsciente en su labor. Te diría que algo parecido me sucedió a mí: desde muy joven sentí la necesidad de conocer de todo cuanto me era posible y leía a numerosos autores sobre disciplinas muy distintas. Es que donde quiera puede estar una verdad de trabajo, que en cierto momento nos sirva, de manera natural, para comprender y comunicarnos.

Entre los ocho y 16 años pude leer en Manzanillo mucha buena literatura y textos de filosofía, historia e historia del arte. Justamente en el sitio donde se editaba la revista Orto, al lado de la imprenta El Arte, de Juan Francisco Sariol, solía revisar y leer desde niño lo que allí se guardaba: textos originales de Martí, Juan Ramón Jiménez, Lorca y otros.

También leía a los escritores manzanilleros y autores cubanos que nos visitaban. Igualmente penetré en las páginas de libros de las editoriales Espasa-Calpe, Arquero, Editorial Lex, etc. Aún traigo en mi mente —«todo mezclado», como diría Nicolás Guillén— lo que recibí de Ortega y Gasset, Eugenio D’Ors, Romain Rolland, Emilio Salgari, Edmondo De Amicis y Stefan Zweig, entre otros. De cuando vine a estudiar pintura en la Escuela Nacional de Arte de La Habana, en los años sesenta, conservo en la memoria las lecturas de Rayuela y los cuentos de Cortázar, la narrativa de Horacio Quiroga y el teatro de Ibsen, Beckett y Brecht, las obras centrales de Kafka y Joyce, la poesía de Vallejo y Huidobro, los estudios de Herbert Read, Fischer y Garaudy, la magna obra de Carpentier, Guillén y Lezama Lima e igual la de Marinello, la poética de los Machado y de Bretón, las indagaciones de Fernando Ortiz y Darcy Ribeiro, la dramaturgia de Lope de Vega y Shakespeare, además de autores como los hermanos Mann, Aragón, Mirta Aguirre, Cintio Vitier, Francastel, Tolstoi, Loló de la Torriente, Dorfles, Gorki, De Saussure, Gramsci, los cuentistas japoneses, Unamuno, Roa Bastos, Marta Traba, Sánchez Vázquez, García Canclini y García Márquez. Me sería imposible hacer una lista de todo cuanto he leído desde la década del 70 a la actualidad, así como de los vínculos que he tenido con literatos y pensadores de muchas especialidades. Todo eso ha nutrido mi espíritu y mi modo de pensar. Todo me ha servido, ya interiorizado en mi conciencia, para gestar la obra del crítico de arte que además de artista visual, antes fui.

Subrayas que es necesario deslindar a la crítica de otras disciplinas cercanas o familiares… Aunque en ningún caso se trata de eliminar los nexos de alimentación recíproca que deben tener consumación fehaciente e imprescindible entre el quehacer del crítico y el resto de las profesiones nombradas. Entonces ¿cómo se forma un crítico? ¿Cómo un crítico —que puede tener alguna de las formaciones anteriores— sabe que es un crítico o que lo escrito puede ser «crítica de arte»?

Te diría que un «crítico de arte» no se fabrica ni se forma mediante una determinada instrucción o enseñanza docente. El crítico de ese campo de la cultura en verdad deviene. De ahí que puede llegar a ser un excelente crítico una persona que sea practicante del arte en cuestión o que desempeñe cualquiera de las actividades profesionales que hemos mencionado antes (con nexos indiscutibles con el oficio de la crítica) e igualmente otras que no se relacionan directamente con esta, como el periodismo, la arquitectura, alguna de las ciencias sociales y hasta las jurídicas, exactas, biológicas y las tecnologías. No importa lo que se estudió en la docencia, si quien deviene crítico siente el llamado de la vocación por la práctica analítica y valorativa del arte.

Aunque no basta la aptitud, sino que se requiere poseer pasión por el arte visual, así como por el diseño y la producción artesanal; e igualmente contar con sólida «cultura del ojo» (término lezamiano), leer mucho de todo, no estar atado a prejuicios de vida y estéticos, saber pensar filosóficamente, relacionarse cotidianamente con los auténticos creadores de imaginarios, ver mucho arte de todo tipo y, asimismo, mantener una disposición abierta a lo nuevo y un espíritu cuestionador adecuado para detectar lo falso o mal resuelto.

También debe tener riqueza de escritura y conocimiento sobre aspectos conceptuales, técnicos y sintácticos de las manifestaciones artísticas que asume como objeto de su juicio especializado. Ser un buen crítico de arte implica poseer acentuados sentimientos culturales y una ética de su labor, poder dejar de lado sus gustos a la hora de comprender y evaluar las creaciones artísticas, saber más del arte que analiza que todos los artistas que coloca en la «mirilla», a la par que estar en condiciones de comprender procesos de expresión y estilos o lenguajes sin tener que preguntarle a los hacedores de arte.

Solo mediante lo que nos entrega la práctica que ejerce, en tanto criterio de la verdad, podemos reconocer si se trata de un legítimo crítico de arte o no. Lo que hemos dicho refiere dimensiones de su naturaleza, que pueden servir para saber si lo que hace es crítica u otra de las modalidades del ejercicio intelectual que tiene al arte, al artista y la cultura artística como razón de su actividad. Y no debemos atarnos a que la crítica tenga que ser concretada mediante un lenguaje complejo en el uso de la estética y la retórica, ni a que resulta obligado tener como destinatario al público especializado o al común. Puede darse el juicio por conducto de la ensayística, el texto periodístico, la conferencia, la escritura dramatúrgica, el medio audiovisual y hasta la poesía. Lo esencial es que en todos esos casos exista profundo y culto análisis, dominio de la especialidad artística, juicio desinteresado, amor por el arte, sentido auténtico del discurso y valoración precisa.

Hablemos del papel y la función de los museos en nuestro país a partir de una pregunta tuya cuya respuesta deseo ayudes a esclarecer. «¿Pueden un país, una sociedad y una cultura nacional contentarse con asumir como tesauro patrimonial solo lo que algún grupúsculo de especialistas elige para mostrar en las salas de museos?».

Una buena parte de los países del mundo, desarrollados económicamente o subdesarrollados con reconocida fuerza cultural, de modo natural casi —por potestades patrimoniales de cada región, por la existencia de fundaciones y grupos con poder que realizan operaciones financieras mediante el establecimiento de entidades museables autónomas, o a partir de una lógica de multiplicación territorial de establecimientos que conservan y exhiben tesauros artísticos— cuentan con varios museos de rango nacional, que a la vez son depositarios de piezas significativas, contribuyen a su conocimiento y valoración y hasta las ponen en movimiento dentro del mismo país, o internacionalmente por vías de intercambio.

En todos esos casos podemos encontrarnos a dos, tres, cuatro y más museos —distribuidos por Estados, provincias y Departamentos— que contienen artes visuales de esa nacionalidad y de las etnias, cuando las hay definidas. Sin proponerse corresponder a la enorme diversidad del arte visual que ha llegado a existir en cada Nación, de hecho se produce una cierta diversidad en el modo de darse sus depositarios, lo que implica la presencia de una diversidad de equipos curatoriales que traen consigo diversidad en los patrones del juicio estético (e incluso del gusto) desplegado por las museologías y museografías. No hay, por tanto, una reducción excluyente de todo el panorama de la producción artística nacional a la visión y el tipo de selección propio de un solo equipo de especialistas en un único museo.

Aunque en Cuba hemos tenido un singular proceso cultural nacional de palpable naturaleza democrática, con apoyo material del Estado desde la formación de los artistas hasta la exhibición de sus creaciones, hay que decir que no contamos con un conjunto de museos que sean complementarios y equivalentes en nivel dedicados a reconocer, mantener en buen estado, mostrar y valorar lo diverso del arte cubano que ha tenido el desarrollo y la afirmación requerido para situarse como valores patrimoniales de la región o de la nación. Los museos provinciales y municipales que hay no tienen una sección o sala con obras de arte de rigor, y aquellos que sí la tienen (como el Bacardí de Santiago de Cuba, el Ignacio Agramonte de Camagüey y el de Santa Clara, entre otros) no poseen el rigor y la cantidad de piezas que deben primar en una entidad de tal naturaleza, ni cuentan con los recursos que sus tesauros ameritan, ni tampoco poseen el rango asignado, autorizado y reconocido para ejercer la misión valorativa y hasta «sacralizadora» de las obras y artistas visuales; condición esta que solamente constituye atributo del Museo Nacional de Bellas Artes, que quiérase o no es una institución habanera.

Las casas-museos de artistas, como el Hurón Azul de Carlos Enríquez o el Museo Servando Cabrera Moreno, carecen igualmente de esa categoría que no solo sería justa para las distintas entidades de tesauro, sino que les permitiría actuar como entidades de nivel cercano o igual —según su capacidad y los valores contenidos— al ya mencionado Museo Nacional de Bellas Artes. Esa imposibilidad de contar con muchos puntos de vista sólidos y múltiples predilecciones en la integración y valoración al museo de las obras de arte del país —que sería la de los equipos de curadores de los diferentes museos de la Nación cubana— trae consigo prácticas de selección incompleta respecto de nuestra diversidad artística, exclusiones nacidas de los gustos y criterios de un solo «grupúsculo curatorial», posibles errores de apreciación e intereses humanos que recortan o alteran la real riqueza del arte de cubanos, injusticias y hasta quebrantamientos éticos en esa labor eminentemente de cultura y defensa de la riqueza espiritual de la patria. Esperemos que esto se entienda y se cambie lo que debe ser cambiado.

¿En un país que sin adquisición local de mercado de arte (y donde la adquisición estatal no es suficiente) suele estar desprovisto de genuinas prácticas de galería, crees que estas cumplen eso que llamas «la operatoria dialógica mediante sus propuestas y las acciones eficientes que ejecuta dentro del nexo entre producción y consumo»?

De inicio te digo que no lo pueden cumplir. Hace algún tiempo publiqué en la revista digital Arte por Excelencias un artículo titulado «Del reino de las galerías», donde explicaba los distintos tipos de galerías que han existido a nivel mundial, así como las propiedades y funciones que han de tener las galerías comerciales de arte. Bastaría leerlo para advertir que en las condiciones de la vida cubana, ni las estatales ni las privadas en cuestión (que cada vez son más con fines de exportación), constituyen lo que se entiende internacionalmente como una galería de mercado típicamente capitalista.

La realidad de nuestro país, sobre todo por la ausencia de un significativo número de coleccionismo y otros tipos de clientes estables y territorialmente no tan distantes, impone cambios en la naturaleza de esos establecimientos, por lo que en la práctica se convierten en espacios para exhibiciones de propuestas artísticas objetuales y no-objetuales, aunque sin clientes habituales. Las estatales no solo cuentan con la intención de venta legalizada, ya que de modo no autorizado suelen vender a veces a la manera que en Cuba llaman «por la izquierda».

Nuestras galerías vienen de aquella hermosa etapa de plena utopía, en la cual se suplantó el modo de producción y distribución capitalista por uno de justicia e igualdad social que ponía al arte visual como un medio gratuito de cultivo un tanto ilusorio de la población toda, creyéndose que bastaba exhibir arte en galería para lograr una masiva afluencia de gentes de todos los sectores a ella, que así se convertirían en público asiduo a esa manifestación cultural. Nunca se pensó que la galería no era suficiente para los fines culturales en un contexto de vocación socialista, como tampoco lo es para generar un mercado interno nacional; ni es el recurso más adecuado para la venta nacional y al exterior.

Pero ahí permaneces ambos tipos de galerías relativamente inertes: las denominadas «de extensión cultural» y las comerciales de los tipos privada y estatal. Llevo años sugiriendo inútilmente que se adopten otras formas de proceder en tal actividad: la gestión mediante una agencia de representación, la venta ambulatoria en talleres y casa de artistas, el acercamiento de los sitios de comercialización a los ámbitos de vida y visita de foráneos, además de las exposiciones itinerantes por diversos países y la venta a plazo para los naturales cubanos. Estos serían canales mejores para una efectiva comercialización de lo artístico nuestro. Sin embargo, la fuerza de la costumbre ha sido más poderosa que la razón y el modelo formal de galería capitalista, mantenido así con la finalidad de poder viajar a las ferias de arte del exterior, continúan trazando el deambular erróneo y alienado respecto de la compraventa de arte, al grado de confundirse lo general del mercado de arte con lo específico del modo capitalista de ejercerlo.

Ya no se concibe acá otra posibilidad de mercar que no sea reproducir artificialmente la galería comercial característica de medios financieros culturales social y económicamente ajenos a nosotros. Que sus exposiciones se reduzcan a la concurrencia gremial en el día inaugural de sus exposiciones, con muy aislados visitantes a posteriori; y que sus ventas in situ o en ferias resulten mínimas o no se realicen, parece no importar.

Resumiendo lo anterior, ¿qué es lo que más te preocupa del panorama de las artes visuales en nuestro país? ¿Y al mismo tiempo qué es lo que te alegra más del mismo?

Me preocupa casi todo. Sus concepciones promocional, valorativa y comercial requieren un cambio profundo, además de responder renovadoramente a nuestra vida y perspectivas. Deben sustituirse los patrones de pensamiento, realización y gestión cultural importados —en creación, circulación, evaluación y mercado— por posiciones en verdad nuestras, que permitan proyectarnos siempre —en lo interno e internacional— como lo que somos, sentimos y deseamos. Hay que trascender la enajenante dependencia de mandatos estéticos e intereses financieros que rigen en el mercado global, sembrar imaginarios vitales donde hoy rigen la ley del valor y la iteración estilística epidérmica, abrir distintas formas de funcionalidad y permanencia del arte cubano en los ámbitos diversos de Cuba, estimular la aparición del coleccionismos a nivel privado y en las instituciones públicas, no crearle ilusiones de éxito comercial trasnacional a los estudiantes de arte y formarlos para desplegar diferentes oficios de la profesión, sin dejar la creatividad; a la vez que dar prioridad a las percepciones autóctonas cultas y a lo soberano de la subjetividad, y lograr que sean la sinceridad y el amor, lo ético y la plena imaginación renovadora, lo justo y lo verdadero, valores que nutran todo el hacer de artistas y demás especialistas que participan en la esfera de las artes visuales.

Me alegra, sobre todo, que por encima de los problemas complejos y las carencias, los obstáculos externos y la falta de un haz de destinos concretos para el arte, las reiteraciones equívocas y ciertos mimetismos, prevalezca en la Nación la abierta riqueza expresiva de un panorama raigal y dinámico en su mayoría, imposible de reducir y esterilizar por divisiones que generan los malos mercaderes y enfoques especulativos que dañan a lo imaginativo, analítico, curatorial, comercial y museológico del arte visual.

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