Hacia una concepción polisémica de la dignidad humana en el discurso de los derechos humanos

El sustento del discurso político se puede descubrir al contestar las siguientes preguntas: ¿quién es el ser humano para el Estado?, ¿qué tipo de relación se da entre estos dos? y ¿cómo se define y se debe construir el bien común en una sociedad? Dependiendo de las respuestas a estas interrogantes y del análisis del contexto concreto, se postulan los medios para lograrlo. Por lo que una manera de analizar las estructuras conceptuales del discurso político es, precisamente, indagar cómo responde a esas cuestiones. Este mismo ejercicio crítico puede aplicarse a cualquier acción de gobierno, política pública, propuesta legislativa o discurso de los derechos humanos.
El discurso político, aun cuando buscara con toda sus fuerzas ser neutral, caería irremediablemente en un discurso normativo. La mera pretensión de una postura “neutral” o “amoral” supone una argumentación del por qué no debería contener premisas morales. Incluso, desde la lógica de incluir sólo proposiciones pragmáticas, se tendría que justificar, igualmente, por qué normativamente el argumento pragmático es el que debe permanecer como criterio.
En ambos casos, premisas morales entrarían en juego en la discusión. Ello no significa que toda postura política sea calificada como “éticamente correcta”, cosa que supone ya un juicio valorativo distinto a la mera pretensión moral que se encuentra implícita en el discurso. Tampoco pretendemos decir que la política sea una mera extensión o derivación de la ética; lo que buscamos es resaltar que el concepto del deber es un vaso comunicante, un “lugar” común donde sus fronteras se tocan, se influyen y retroalimentan.
Además de la complejidad teórica y práctica que supone la articulación de ambas disciplinas, la situación se complica si nos hacemos conscientes de nuestros tiempos. Nos encontramos en un momento crucial, en una época nueva; nos descubrimos en tiempos posmodernos en los que desconfiamos del metarrelato implícito en las ideologías, hemos experimentado injusticias y manipulación derivadas de las premisas que aluden a la “razón del Estado”. Somos más críticos con las expectativas de progreso de la Modernidad, conscientes de que necesitamos volver a definirnos. Quizá este sea el rasgo más distintivo de estos tiempos, estamos en una crisis del significado.

La modernidad líquida ha permeado nuestros conceptos: “hoy está en tela de juicio lo invariable de la idea”. Vattimo lo expone con su controvertida tesis de que la Verdad es violencia (pensamiento fuerte) y su propuesta hermenéutica por una verdad no metafísica (pensamiento débil). No hay Ser como lo permanente, sólo hay acontecimiento o devenir en el tiempo, cambiante y dado en una época histórica. En el mundo de la modernidad líquida, la solidez de las cosas, como ocurre con la solidez de los vínculos humanos, se interpreta como amenaza.
A pesar de la crisis del significado, paradójicamente, el devenir del mundo nos exige una postura; nos encontramos en un momento desbordado de acontecimientos que nos interpelan constantemente, el mundo de la política se está reconfigurando en sus distintos niveles, prácticas y retos. Si bien este tópico puede ser abordado desde distintas aristas; consideramos que un tema que puede ayudarnos a proponer un discurso filosófico y político sólido para responder a problemáticas como la promoción de la paz, el terrorismo, la discriminación, la inmigración, el cambio climático, la trata de personas, la desigualdad social, la violencia de género, las nuevas dictaduras, entre muchas otras, es precisamente, el discurso que alude a los derechos humanos.
La importancia del discurso de los derechos humanos en la reconfiguración de la política es evidente. Si observamos su función en 1948, cuando fueron proclamados oficialmente en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y lo comparamos con el tremendo impacto que han tenido desde entonces, nos damos cuenta del trascendente rol que han alcanzado. Se han convertido en estándares en discusiones como: a) las condiciones de soberanía legítima; b) si la comunidad internacional tiene derecho a intervenir (en diferentes formas, hasta acciones militares) contra gobiernos o grupos de poder que los violen de manera masiva y sistemática; c) si los países son elegibles para ingresar a la Unión Europea; d) la responsabilidad de los cuarenta y siete gobiernos que son miembros del Consejo de Europa (incluyendo Rusia, Turquía, Hungría) ante un tribunal internacional como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que emite sentencias vinculantes que a menudo llevan a una alteración de legislación nacional, además, son la columna vertebral y la razón de ser de varias instituciones internacionales (por ejemplo, la Alta Comisión de las Naciones Unidas) y ONG influyentes y una fuente de inspiración para millones de activistas en todo el mundo, proporcionándoles un lenguaje común y una base compartida de iniciativa política. Independientemente de la frecuencia con que se violen los derechos humanos, estas normas han dejado de ser meras ocasiones de indignación y protesta moral; se han convertido en normas de decencia política con repercusiones concretas.
Si bien los derechos humanos han tenido un gran impacto, es también cierto que la reflexión sobre ellos no ha logrado estar a la altura de las exigencias de las discusiones que han surgido para su defensa y correcta aplicación. Para algunos autores, es dudoso que en estos tiempos nos encontremos en mejores condiciones para responder a cuestiones como: a) ¿por qué son derechos humanos?; b) ¿en qué se diferencian de los derechos morales?; c) ¿son simplemente derechos políticos?; d) ¿son una extensión de los derechos naturales tradicionales o son fundamentalmente diferentes?; e) ¿qué bienes humanos, libertades o prerrogativas deben proteger?; f) ¿cuál es la relación entre democracia y derechos humanos?; g) ¿es la democracia un derecho humano?; h) ¿los derechos humanos son inherentemente estándares occidentales? ¿Tienen una aplicación legítima en contextos no infundidos con una cultura pública liberal-democrática?
Todas estas importantes cuestiones tienen como punto de partida esta otra pregunta que apunta a la raíz de la cuestión y que, por ende, es de índole filosófica: ¿cuál es el fundamento de los derechos humanos?, es decir, ¿por qué son estándares que debemos obedecer? El discurso político en torno a éstos ha construido sus premisas desde tres principales enfoques:
El primero identifica los derechos humanos con estándares que tienen una normatividad vinculante, simplemente porque necesitamos los beneficios que éstos protegen. Los partidarios de esta perspectiva argumentan que son vinculantes porque sin ellos las sociedades apenas pueden prosperar o florecer tanto como podrían. Por lo tanto, los derechos humanos no protegen ninguna dignidad intrínseca de la persona. Más bien protegen y satisfacen las necesidades fundamentales que deben tomarse en serio mientras nos preocupemos por el bienestar de las personas.
Otra escuela de pensamiento argumenta que los derechos humanos son vinculantes porque han llegado a desempeñar un papel en la política internacional. Dado que, de hecho, definen los límites de la autoridad de un gobierno sobre su territorio, ipso facto deben tomarse en serio. No hay necesidad de una base filosófica pues ya tienen una base de facto. Son condiciones previas de la soberanía legítima y, si se violan, generan motivos ampliamente aceptados para la intervención de la comunidad internacional en los asuntos internos de un Estado.
Finalmente, hay estudiosos de una orientación más ortodoxa o tradicional que intentan rescatar la idea de que los derechos humanos son estándares legítimos y vinculantes porque las personas tienen una dignidad intrínseca que se debe respetar. Esta escuela más tradicional capitaliza y amplía la línea a menudo escuchada de que los individuos tienen ciertos derechos «en virtud de su humanidad», al encontrar en la noción de humanidad algún rasgo positivo que los derechos humanos deben proteger.
La primera perspectiva puede apodarse también como “reduccionista” o “instrumental”, en tanto que el fundamento de los derechos humanos alude más bien a la defensa de bienes o capacidades, ya sea la agencia racional, la de múltiples bienes o la de capacidades (oportunidades) para que los individuos puedan realizar sus funciones. La justificación es instrumental porque los derechos humanos son medios útiles para realizar ciertas características de la vida humana que se consideran valiosas y dignas de protección. Y son reduccionistas en tanto que se fundamentan en función de uno o varios bienes. La cuestión a resolver desde esta perspectiva es: ¿cuáles características de la vida humana?; pues dependerá de aquéllas que consideremos valiosas o dignas para encontrar los criterios para decidir cuándo se trata de un derecho humano.
A la segunda perspectiva se le objeta que cualquier teoría de los derechos humanos debería tener una condición de fidelidad en la manera en que son presentados en los documentos fundacionales y en la manera en que los activistas luchan por ellos. Es dudoso, sin embargo, que reducir el tema a su función política, realmente haga justicia a cómo se entienden estos derechos en la práctica. Hay una intuición central en los documentos: la dignidad intrínseca de los seres humanos.
La tercera perspectiva puede ser apodada como ortodoxa, en tanto conserva la intuición de los documentos fundacionales como es la Declaración de los Derechos Humanos, especialmente en las tesis que aluden al valor de la persona como fundamento básico de los derechos humanos:
Los pueblos de las Naciones Unidas han reafirmado en la Carta su fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana y en la igualdad de derechos de hombres y mujeres, y se han declarado resueltos a promover el progreso social y a elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de la libertad.
La perspectiva ortodoxa suele centrarse en los argumentos que expresan el valor de la persona, más que el valor de lo que es el interés de esa persona. Las principales objeciones son precisamente en esta línea, pues cómo interpretar “un ser de cierto tipo cuyos intereses vale la pena proteger”, ¿no supondría que por ser “de esa naturaleza” no podríamos detener sus intereses cuando afectan a otros?, ¿qué tipo de valor tiene este ser y cómo funciona como fuente de derechos humanos? En última instancia, ¿cuál es el contenido de la dignidad? Derivado de estas preguntas, algunos consideran que este significado de dignidad es metafísico y que dificulta, por ende, su uso en el contexto político.
Otra objeción, aludiendo al fundamento metafísico de la dignidad ontológica, es la de Nussbaum; quien considera que para hacer que un enfoque basado en la idea de dignidad sea adecuado para la base de los principios políticos en una sociedad democrática pluralista, se requiere primero trabajar para desarrollarlo de una manera no metafísica, articulando la idea relevante de dignidad, de una manera que muestre el núcleo ético de esa idea, pero que no insista en vincularla con doctrinas metafísicas o psicológicas involucradas, sobre las cuales difieren las religiones principales y las concepciones seculares.
Las pretensiones de reconocer la dignidad humana suponen un valor que no depende de nuestros gustos subjetivos. Si sólo se tratara de una preferencia subjetiva, no habría modo de aludir a una dignidad humana que sustentara los derechos humanos. Precisamente, la conciencia, y por así decirlo, la indignación compartida ante el exterminio, la esclavitud, la trata de personas, entre otros crímenes, suponen que hemos descubierto la existencia de “algo” en la persona, que no puede ser utilizado sólo como un medio ordenado al Estado o alguna otra institución.
El ser humano es persona y tiene dignidad, esto significa que tiene un carácter absoluto: él es en sí mismo lo principal, radical, punto de partida y referencia. Más allá de sus facultades o de su capacidad de sociabilidad, el ser humano se revela como dotado de dignidad por la que debe ser tratado como un fin en sí mismo. En este sentido es que decimos que no tiene precio y que, por ende, no puede ser intercambiable. Su valor, por así decirlo, es invaluable.
Hoy en día el concepto de dignidad humana constituye uno de los ejes rectores del debate sobre derechos humanos. Los crímenes contra la humanidad tienen lugar cuando el ser humano no reconoce la humanidad que comparte con el otro. El antisemitismo (no simplemente el odio a los judíos), el imperialismo (no simplemente la conquista) y el totalitarismo (no simplemente la dictadura), uno tras otro, uno más brutalmente que otro, han demostrado que la dignidad humana precisa de una nueva salvaguardia; que sólo puede ser hallada en un nuevo principio político, en una nueva ley en la Tierra, cuya validez debe alcanzar esta vez a toda la humanidad y cuyo poder deberá estar estrictamente limitado, enraizado y controlado por entidades territoriales nuevamente definidas.
No siempre queda claro qué significa tener dignidad y de dónde le viene al ser humano el ser digno. Si no explicitamos estos supuestos, corremos el riesgo de no contar con criterios claros que nos permitan saber qué es lo que se transgrede, para que sea necesario manifestar la violación de un derecho humano.
La discusión del fundamento de los derechos humanos se puede abordar también desde lo que entendemos por dignidad humana; los tres enfoques para argumentar el discurso de los derechos humanos, suponen una manera de asumirla. En nuestra opinión, la dignidad es polisémica, es decir, tiene distintos significados:
a) La «dignidad de la sustancia humana» como tal (dignitas humanae substantiae) El mismo ser de la persona y su dignidad residen en el nivel de su esencia y de su naturaleza substancial; esto es, un ser humano posee una dignidad inalienable, no únicamente “cuando funciona como persona”, sino siempre y en virtud de “ser una persona”. La base de esta dignidad es el ser sustancial de un hombre y sus potencias, y no solo su realización; se caracteriza como indivisa porque cada persona humana la posee entera, en el mismo grado y es indestructible.
Esta acepción de dignidad se encuentra en el enfoque que defiende una dignidad ontológica como fundamento último de los derechos humanos. Desde este significado adquieren sentido los derechos humanos relacionados con la vida, así como el derecho a no ser mutilados, torturados, víctimas de abusos sexuales o expuestos a infecciones.
b) La dignidad de la personalidad despertada (del ser racionalmente consciente y de la vida de la persona). La vida consciente no es un mero accidente, sino un cierto modo de actualidad del ser personal. Desde este significado de dignidad, ésta sí se acrecienta y disminuye en la medida que ejercitamos nuestra agencia racional. Esta acepción es la que se encuentra en el discurso instrumental y reduccionista. Aquí podemos encontrar los derechos humanos como la libertad de expresión o el derecho de actuar conforme a la conciencia.
c) Dignidad moral. Esta acepción apunta, específicamente, a concebirla como una conquista, no como una posesión; surge únicamente de las virtudes éticas, de las perfecciones morales de la justicia, del amor a la verdad y la bondad. Esta dignidad no es inalienable ni nos pertenece de forma automática como personas. Es el fruto de los actos moralmente buenos y por ello resulta radicalmente diferente del primer tipo de dignidad. La dignidad moral subyace a muchos otros derechos humanos, tales como el derecho a una buena reputación o el derecho a réplica en una acusación injusta.
d) Dignidad otorgada o regalada. Se trata de los dones que dotan a todos los hombres o a algunos de una dignidad “gratuitamente concedida”; pueden ser naturales, inmanentes en las personas como son la belleza, la inteligencia, la genialidad, el encanto o la fuerza de carácter, etcétera. Estos últimos dones constituyen una dignidad especial en, por ejemplo, los genios y los artistas. También los roles y las funciones sociales pueden conferir a la persona nuevas dimensiones de la dignidad, que tienen como resultado nuevos derechos. Por ejemplo, el oficio de juez, concedido a un hombre o una mujer por la sociedad, puede dar lugar a una nueva dignidad y a un nuevo derecho: el derecho a la independencia del juez o de la jueza.
Después de exponer las diversas acepciones de la dignidad humana; y de analizar cómo a partir de éstas pueden encontrarse distintos fundamentos y tipos de derechos humanos, podemos darnos cuenta de que los múltiples significados apuntan diferentes fuentes de ésta. El análisis del discurso de los derechos humanos debe hacerse especialmente desde estas coordenadas. Esto, sin embargo, no resuelve todavía el problema en las discusiones de la colisión entre derechos humanos, pues queda aún preguntarnos cuál de sus sentidos es la más importante: la dignidad innata o la adquirida. La discusión puede plantearse en términos de si es la dignidad ontológica la más importante o más bien aquélla que construimos por nuestros actos racionales o morales. En realidad, ambas son importantes. La importancia de la primera radica en que es la condición de posibilidad de las demás y, en cierto sentido, la más básica. Las acepciones de dignidad que se adquieren desde la agencia racional o los actos moralmente buenos, son importantes en tanto que nos afirman como personas.
En el fondo, resistirnos a reducir la noción de dignidad a una sola de sus acepciones es apostar por una postura, en cierto sentido, iuspersonalista; entendiendo por ésta una perspectiva donde la defensa de la dignidad de la persona humana es el eje central del quehacer moral y jurídico.
Se trata, como planteaba Kant, de considerar a la persona con dignidad. Con un valor en sí mismo (absoluto). En la segunda formulación del imperativo categórico: “Obra de tal modo que consideres a la humanidad tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como fin y nunca solamente como un medio”, Kant nos proporciona el fundamento material de todo derecho humano. La constitución del ser humano como sujeto moral, mediante la razón y la libertad, ordena al mismo tiempo el reconocimiento de sí mismo como de cualquier otro, en calidad de objeto moral, en calidad de persona. 
Los derechos humanos son exigencias filosóficas y jurídicas que responden a la justicia que la misma dignidad humana reclama. La persona es fuente auto-originante de lo que en justicia le es debido. Precisamente, en esto radica la diferencia teórica y práctica del papel del Estado respecto a los derechos humanos, si éste debe reconocerlos u otorgarlos. Si seguimos el discurso de la dignidad, podemos decir que lo característico de los derechos humanos es que se reconocen.
El actual principio “pro persona” (pro homine), se ha convertido en una pauta para la regulación jurídica de los derechos humanos en nuestro país y en el contexto internacional. Este fundamento se concibe como un criterio hermenéutico que informa a toda la doctrina de los derechos humanos. Conforme a lo que hemos expuesto, consideramos fundamental que éstos sean interpretados desde una noción de dignidad polisémica y no unívoca.
Debemos evitar el error de considerar que no todos los seres humanos son personas o que sólo existe una fuente de la dignidad. Es necesario, si se nos permite la expresión, lidiar con los significados de dignidad en las discusiones sobre los fundamentos de los derechos humanos y la colisión entre éstos, sin caer en el error común de reducir el ser de la persona a su actualización o realización efectiva y plena. Pues cuando sufrimos este descuido, excluimos a muchos.
Si nos hacemos conscientes de lo que implica afirmar la dignidad de la persona, las pautas de la discusión y el análisis de los fundamentos del discurso ético, tendrán que ir en función de buscar, progresivamente, el mayor beneficio y reconocimiento de las personas y, en especial, de los más vulnerables.

Notas y referencias:

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