Se llama Bola de Nieve

Recuerdos que nacen desde un piano, una Isla, un restaurante, una mesa, una voz exacta, una piel negrísima. Recuerdos que van y vienen, juegan, se cruzan; con el sonido de una historia musical y cubana, una biografía, una aventura por el mundo. Recuerdos que llegan para sentir y cantar, gozar y ser parte de aquella sonrisa, aquel coraje, aquella magia del artista. Se llama Bola de Nieve. Y me canta en inglés, en francés, en un riquísimo español. Esto es un gran homenaje, que nadie lo dude.

“Yo no creo en fantasmas”, murmura un camarero. Recuerdos que duelen, desaparecen. Entonces, es cuando queda cómplice su música.

Teatro de Las Estaciones abrió las jornadas de esta décima edición del Festival Nacional de Teatro Joven: lo hizo con la obra Por el Monte Carulé, un buen despegue, sin duda. Actuada y dirigida por Rubén Darío Salazar, quien interpreta a uno los camarareros del Monseigneur, junto a Iván García, y se desdoblan con otros personajes–títeres, como Bola, Rita Montaner, Édith Piaf. Sobresale, además, el acertado uso de los recursos escenográficos y los diseños que corren a cargo de Zenén Calero.

Es evidente la sobriedad, la sencillez del ambiente: solo una mesa y un constante cambio de retablillos invaden el escenario, acompañado de un cartel, que va marcando una línea progresiva en el tiempo, el tiempo de Ignacio Villa.

Guanabacoa, La Habana, México, Estados Unidos, París, Machu Picchu, una gira por el mundo. Lugares que marcaron o tocaron la carrera artística de esta joya de la cancionística cubana, los escenarios que pisó, las canciones que nos legó; hasta ellos nos traslada la puesta, actuada de manera natural y precisa. En ambos actores es notable el dominio escénico, su seguridad, su capacidad de lidiar ante los imprevistos técnicos que pueden ocurrir en escena. Hay experiencia y mucho trabajo detrás del telón.

Otro de los aciertos de Por el monte… es el texto, con la firma de Norge Espinosa. No llega nunca a la reiteración y el exceso, cargado de giros dramáticos y toques de humor, cuenta, de forma original, anécdotas del Bola; hilvana, además, para todo tipo de público, el concepto de la buena música, por medio de un tributo, un concierto, un recuerdo.

La obra es rica porque mezcla a los dos mundos, los dos caminos: los títeres y los titiriteros. Ambas partes están equilibradas. Rita acompaña a Ignacio, Rita lo “trajina”, pero el Bola se roba los aplausos. El piano manda, conquista, convence.

Hay momentos para la reflexión, guiños a nuestra sociedad, una coreografía relajada, el guaguancó; Liliam Padrón está detrás de ello. Hay minutos para la poesía y el alma; las despedidas, el éxito. La obra dialoga con el público, que al parecer, ayer, temió “contagiarse” de la alegría de los actores. Es la primera noche, dejemos que entren en zona.

Recuerdos de una bandera, una Revolución, de heridas de amor. 1971, México. Se despide esta historia. Se marcha. Las velas se apagaron. “Juro que ahora mismo estaban encendidas”. Caballero, imagínensela, simulen. La sala oscurece. Todavía la gente canta, lo recuerda.

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