Norge Espinosa


Piñera 110: ¿Cómo sobrevivir a un centenario y una década?

Empiezo a hacerme a la idea de que, en efecto, hace ya una década nos movilizamos en La Habana, Miami, y otras ciudades del mundo para recordar a Virgilio Piñera en el centenario de su nacimiento. En Miami, en Puerto Rico, en Argentina, en otros cardinales, el rostro de ese hombre al que Bioy Casares retrató con cara de «perro flaco de empuñadura de paraguas», cuando le conoció junto a José Rodríguez Feo («dos maricas cubanos», apuntó en su Diario), se hizo visible entonces con una rara intensidad. En La Habana, donde murió sin que nadie le llamara para que su rehabilitación rompiera el silencio en que se ahogaba, pudimos hacer un festejo que tal vez le hubiera sorprendido. Costó no poco, pero se consiguió, y con Antón Arrufat a la cabeza de la Comisión del Centenario, la fecha no pasó por debajo de la mesa. Como secretario de esa Comisión, fui parte del conjunto breve de personas que tuvo que bajar a tierra la idea del coloquio internacional que se efectuó en el Colegio Universitario San Gerónimo y que trajo a la Isla a estudiosos extranjeros no solo de Hispanoamérica, sino también de latitudes acaso impensables, llegados desde Inglaterra o Noruega, atraídos por el opaco imán del verbo piñeriano.

En realidad, como bien dijo Arrufat, ese coloquio no fue la culminación, sino la dilatación de una serie progresiva de acontecimientos. El gradual retorno de Virgilio Piñera, tras su muerte, ha sido registrado por Dayneris Machado, repasando la prensa cubana y dando pruebas desde ahí de su resurrección mediante estrenos, recuperación de sus piezas teatrales en nuevos montajes, revistas, y libros que primeramente se dieron a la tarea de dar a conocer los escritos de sus días finales. Teatro Estudio anunciaba Aire frío, en 1981. Electra Garrigó era un desafío que el Ballet Nacional de Cuba y el Teatro Buendía leían, cada cual a su modo, a mediados de la década de los 80. La Gaceta de Cuba publicaba el último relato que aparentemente firmó, «El crecimiento del señor Madrigal», y una foto del autor se dejaba ver en su portada. El Caimán Barbudo rescataba «Oda a la vida viril», por otro lado: un texto del Piñera joven, escrito en sus días de Camagüey. Y en las librerías iban apareciendo Un fogonazo, Muecas para escribientes (sus relatos póstumos), y Una broma colosal, que recogía parte de su poesía no publicada. En enero de 1990 Roberto Blanco estrena por fin Dos viejos pánicos (Premio Casa de las Américas, 1968), y ahí cambia todo.

La Década Piñera nos abrió el camino hacia sus inéditos y revisiones más atrevidas, y sumó nuevos homenajes. En 1995, en la Uneac se celebra el coloquio Barómetro de Ciclón, como tributo a la incendiaria revista que Piñera y Rodríguez Feo fundaron en 1955 como francotiradores contra Orígenes. En 1997, desde la Asociación Hermanos Saíz, y tomando como eje el repaso de lo que en ese decenio se había acumulado como rescate del legado piñeriano, a través de nuevos espectáculos exitosos (La niñita querida, Teatro El Público; La boda, de Raúl Martín, y los ecos piñerianos en la estructura de El ciervo encantado, dirigido por Nelda Castillo), nos fuimos a Ciego de Ãvila. Desde la danza, llegarían otras provocaciones: El pez de la torre nada en el asfalto, de DanzAbierta, y María Viván, de Rosario Cárdenas, entre otras coreografías de Danza Espiral y Raúl Martín. En 1999, en la librería El Ateneo, convocamos a sus fieles para recordarlo a 20 años de su fallecimiento. Y en el 2002, desde la revista Tablas, el Consejo Nacional de las Artes Escénicas y el Instituto Cubano del Libro, lanzamos el evento Noventa Piñeras, el primero de una serie que rendiría tributo a otros autores de nuestra escena (Estorino, Hernández Espinosa), y que tuvo como colofón la presentación de los Cuentos completos de Piñera, dentro de la colección Ateneo del Fondo para el Desarrollo de la Cultura. Recuerdo todo eso (y muchas otras celebraciones y diálogos piñerianos) porque en esos diálogos y mesas me crucé con personas memorables, desde las que ya conocía y apreciaba, como el inefable Juan Piñera, sobrino de Virgilio, hasta Ana María Muñoz Bachs, Humberto Arenal, Enrique Pineda Barnet, Verónica Lynn, Yonny Ibáñez, y tantos otros, que me permitieron entender más a fondo a ese hombre incómodo, de quien me contó las primeras revelaciones su discípulo Abilio Estévez. El tributo que le rinde en sus memorias Reinaldo Arenas, a quien Piñera ayudó a revisar el original de El mundo alucinante, es también imprescindible en esa recuperación, que afortunadamente aún no termina, y dista mucho de ser la lápida bajo la cual quedaron tantos ya atrapados.

A la vuelta de cien años y una década, lo asombroso es que hayamos sobrevivido ese siglo que tuvo su cierre en el 2012, y que Piñera haya salido ileso de tal celebración, sin perder un ápice de lo que lo caracteriza: esa visión crítica, amarga y al mismo tiempo de trasfondo romántico, que lo une a Cuba, a su historia en una lectura desacralizada, y a los gestos y esperanzas del Cubano, al que retrató desde el choteo, sus obsesiones más teatrales, y sus obsesiones recurrentes. En el coloquio de ese centenario, Julio Ortega nos recordó que Piñera es una figura marginal, algo ya señalado por otros investigadores, pero que en palabras del peruano se volvió eje de su intervención fundamental. Ese subrayado perdura como la imagen de Virgilio que nos legó el evento y la celebración de su centenario en general, librándolo de haberse convertido en un icono domesticado, en un autor libre de conflictos, en un intelectual desproblematizado, como a ratos sucede cuando se traspasa por ese filtro a otros creadores a los que debemos recordar desde sus interrogantes y no solo desde la «mala lectura».

Alguna vez el poeta Manuel Díaz Martínez contó que fue a visitar a Piñera en el pequeño apartamento donde se mudó tras perder la casa de Guanabo, en N y 27. Virgilio le abrió la puerta en camiseta y bermudas, con el palo de trapear en la mano, pues estaba limpiando en ese momento. Manuel le preguntó: «¿Estás en las tareas propias de tu sexo?», a lo que Piñera replicó: «¡Búrlate! Tú no sabes lo que es ser maricón  en este país y vivir solo». La anécdota es una de esas bromas amargas que lo persiguieron sin descanso: parte de la «nadahistoria», eso que él patentó como concepto para definir los giros y vueltas cíclicas, aparentemente inútiles, que nos caracterizan en la vida cubana. Marginal en su obra y en su vida, consciente de la extrañeza que encarnaba con su cuerpo magro y su rostro de sabueso, Virgilio Piñera es uno los héroes de esa nadahistoria, probablemente a pesar suyo.

No sé si el 4 agosto de este 2022, cuando los 110 años de su nacimiento sean una fecha inocultable en nuestro calendario, pensemos en él con la misma intensidad con la cual lo hicimos hace ya una década. En aquel momento, nos ayudó mucho que la mayoría de sus libros fueran reeditados (aunque nos debemos aún una edición digna de sus ensayos, de su poesía completa, y sobre todo, de su teatro, pieza esencial de su perfil, y que aún espera por una edición verdaderamente integral). Verlo en las librerías y en los teatros nos confirmó que él es un enlace ineludible con una imagen trascendente de lo que somos, así sea desde su nadahistoria, y que en su obra nos reflejamos y reconocemos. Virgilio en estado puro, solo así puede calificarse mucho del absurdo que aún nos tropezamos cotidianamente. O lo vemos reaparecer en algún detalle descacharrante, y al mismo tiempo enternecedor, como aquella entrada de Mercedes, la sobrina de Yonny Ibáñez, que llevó a una sesión del coloquio del 2012 una jaba llena de los mangos que inundaban el jardín de su casa en Mantilla, aquella que Piñera visitó tantas veces, y a la que él acabó rebautizando como La Ciudad Celeste.

En esas mismas páginas donde Manuel Díaz Martínez relataba su llegada al apartamento piñeriano, también recuerda la última vez que se lo tropezó, en la calle Infanta. Debió haber sido en 1979, poco antes de su muerte. Piñera le contó que había ido a Cárdenas, donde nació en 1912, y que para sorpresa suya los funcionarios de cultura lo habían agasajado como «hijo ilustre» de la localidad, y lo habían invitado a dar conferencias. «¿Crees que esto significa que ya estoy rehabilitado?», le dijo, como prueba de esa asfixia que nunca dejó de acosarlo, mientras le correspondía ver cómo a otros, poco a poco, les llegaba el momento de la reaparición en público. El susto final, que lo sorprendió en aquel 18 de octubre, no le permitió saber la respuesta definitiva. Por eso, también, es poco todo lo que hagamos para tenerlo entre nosotros. En Cárdenas, tantos años después, frente a su tumba, recordé algunos de sus versos. Porque hay que ir a él, a sus márgenes, en lugar de esperar a que venga hasta nosotros. Porque a Virgilio Piñera, 110 años más tarde, le corresponde al fin saberse reclamado, como un maestro tan incómodo como imprescindible.



Falleció Armando Morales, Maestro Titiritero de Cuba

El actor titiritero, director, diseñador, e investigador Armando Morales, Premio Nacional de Teatro, falleció en La Habana en el día de hoy. Nacido en 1940, fue discípulo de los Hermanos Pepe y Carucha Camejo, quienes junto a Pepe Carril activaron el Teatro Nacional de Guiñol, tuvo una formación como artista plástico y se integró al elenco de esa agrupación, a inicios de los años 60. A partir de entonces, se fue consolidando como un maestro titiritero, que por varias décadas dirigió espectáculos, y recorrió gran parte de la Isla con sus propuestas ambulantes.

Entre los espectáculos más recordados de cuantos dirigió, se cuentan La lechuza ambiciosa, Abdala y La república del caballo muerto. Conocedor del arte titiritero a profundidad, escribió artículos sobre esta expresión que fueron recogidos en libros como De Vidushaka a Pelusín, de Ediciones Vigía; y El títere ¿en la luz o en la sombra?, de Ediciones UNION. Colaboró fervientemente con publicaciones como Tablas, fue jurado de los concursos más relevantes, dio talleres y conferencias, tanto en Cuba como en numerosas naciones extranjeras. Ganó premios como el Villanueva de la Crítica, el premio Caricato, y el premio Abril. En el oriente de Cuba trabajó con varias compañías, junto a las cuales se convirtió en un rostro habitual de la Cruzada Teatral, llegando hasta los puntos más remotos del país para dar a los niños y al público en general muestras de su arte, además de dirigir espectáculos en esa zona de la nación.

Con su muerte, Cuba pierde a su Maetro Titiritero por excelencia, heredero además del legado de figuras como el argentino Javier Villafañe, de quien fuera tan devoto. Maestro de Juventudes de la AHS. Director del Teatro Nacional de Guiñol hasta su fallecimiento, ganó en el 2018 el Premio Nacional de Teatro, y era además miembro de honor de UNIMA Cuba.



IT´S SELFIE TIME!

Oí hablar del espectáculo cuando me encontraba en México, de su repercusión polémica y las divisiones de criterios que causó, así como del respaldo del público. Por todo ello, y porque me consta que Carlos Sarmiento está cargado de buenas intenciones y que es capaz de ir a fondo de ciertas cosas, como hizo con su investigación sobre la técnica stanislavskiana en Cuba, me interesó ver Selfie, su primera puesta en escena en la que se arriesga como director, actor y dramaturgo. Tiene un valor esencial, que en un momento determinado podría parecer una simple cualidad: es un espectáculo honesto. Lo cual, en un momento donde la honradez está tan ausente de casi todo, viene a convertirse en un subrayado muy particular.

A Carlos Sarmiento no le interesa creerse cosas, aunque sí creo que su talento puede exigirse más. Escribe Selfie para contar, a través de la complicidad con sus actores y el auditorio, algo que forma parte de su vida, y de esa memoria extrae un juego que se recombina a través de distanciamientos una y otra vez. Su montaje es perfectible en todo sentido: en reajustes dramatúrgicos, en replanteo de ciertas escenas, en el trabajo actoral. Sea. Pero ojalá nada de ello le arrebate la frescura ni esa manera tan particular de expresarnos lo que cuenta desde una necesidad que no esconde sus aristas más vívidas.

Un joven que trabaja como guía turístico conoce a una muchacha durante la noche navideña en Trinidad. La idea es pasarla bien, tener sexo y punto. De ahí derivan, sin embargo, otros repasos. Presente, memoria, familia, rupturas individuales y políticas, iniciaciones y despedidas. El autor-actor-director interviene desde la platea: es un selfie que incluye al espectador y a las claves de un tiempo en el que se reconocen, sin concesiones de frivolidad inmediata ni elucubraciones al uso de una dramaturgia que pretende «vivir de la descarga» contra casi todo: esos extremos que parecen ser los únicos modos de retratar a estas generaciones en nuestras tablas.

Hay algo más, no es solamente así. En un momento en que empiezan a agotarse ciertos recursos narrativos, en el que el juego escandalizador o la liviandad sin compromisos invitan a la risa fácil; Selfie es un espectáculo casi desnudo al que únicamente arropa la ingenuidad de su honradez. Me alegra que, más que oponiéndose a esas otras fórmulas dramatúrgicas, Selfie se empeñe en hacer espacio a otra clase de representaciones, y también a otras clases de compromiso. En ese juego limpio, tiene al público de su parte. Y esa es la fotografía final que nos regala.

Espero que otras fotografías, imaginadas por Carlos Sarmiento, también nos convoquen y nos asuman en su aplauso final. Porque lo mejor de Selfie, es que podemos discutirlo. Nos invita honestamente a que lo discutamos. Como deberíamos hacer con Cuba, con el teatro cubano, en tanto espacio que no será real mientras no nos invite a estas y otras noches de tan distintas navidades.