Una temporada en el infierno


Viaje errante con Arthur Rimbaud por ríos impasibles

Los franceses tienen cierta predilección por la precocidad y después por el silencio o la muerte: con apenas 17 años Raymond Radiguet publicó El diablo en el cuerpo. Falleció a los 20 de fiebre tifoidea. Poco antes de morir, con 27 años, Alain-Fournier dio a conocer El gran Meaulnes. Su cuerpo fue encontrado en una fosa común alemana en los días de la Primera Guerra Mundial. Y Arthur Rimbaud, el más precoz y deslumbrante de todos esos “enfant terribles”, había zanjado en dos, con un golpe en pleno rostro, la literatura francesa para después, sobre los 19 años, olvidarse de todo eso y partir al mundo a errar “por ríos impasibles”.

Esos golpes viscerales, a fuerza de imágenes, originalidad y alucinaciones, se llaman Una temporada en el Infierno (1873) e Iluminaciones (1874). En estos poemarios Arthur Rimbaud transitó del simbolismo, influido por sus idolatrados Stéphane Mallarmé y Charles Baudelaire, a quien llamó “un dios, el rey de los poetas”, al decadentismo, al lado de su amado Paul Verlaine.

Todo esto lo hizo entre los 15 y los 19 años, si partimos del momento en que envió su primera carta a Théodore de Banville, líder del parnasianismo, con el anhelo de convertirse en “parnasiano o nada”. Le envió tres poemas, entre ellos Ofelia, para que aparecieran en El parnaso contemporáneo, publicación que reunía a los bardos del movimiento. Y aunque Banville le respondió con afecto la carta, los poemas no se publicaron en la mítica revista parisina.

Escribió desenfadadamente —dicen sus biógrafos— como una provocación antiburguesa, y a los 19 lo abandonó todo: luego de amores y tropelías, entre fugas constantes de su natal Charleville-Mézières (y retornos acompañado por la policía), por cuyas calles desfiló con un cartel que decía “Muera Dios”; de alumbrar y escandalizar, al mismo tiempo, en los salones literarios capitalinos, embriagado de ajenjo y juventud; de prisiones y deudas; de los días de la Comuna de París; de su tempestuosa relación con Verlaine, que los condujo a Londres y llevó al autor de Los poemas saturnianos a abandonar a su esposa e hijo, sobreviviendo con clases de francés hasta huir a Bruselas, cansado de los caprichos egocéntricos del escandaloso joven, con el consiguiente disparo a Rimbaud, los dos años de cárcel y el rencuentro después en Alemania, cuando el muchacho de Charleville-Mézières le entrega los originales de Las Iluminaciones.

¿Qué hacen de estos libros un parteaguas? Primero el cambio abrupto de ser un poeta que exaltaba la belleza del verso y trataba de encontrar perfección, a desdeñar el verso como tal e irrespetar todas las reglas de composición, creando una poesía ambigua y volátil que sería alabada por simbolistas y más tarde por los surrealistas. Este deseo de Rimbaud de ir en contra de todo lo establecido desembocó en Las Iluminaciones, libro en que el poeta finalmente se libera de las ataduras del verso y se expresa en un lenguaje poético puro, sin ambages. El libro posee casi exclusivamente poemas en prosa, cuyas únicas excepciones son Marina y Movimiento, los primeros poemas en verso libre escritos en lengua francesa. Y aunque influenciados por los poemas en prosa de El Spleen de París, de Charles Baudelaire, las prosas de Rimbaud difieren grandemente con las del primero al no poseer elementos prosaicos como las narraciones de eventos o transiciones. Estas diferencias también contribuyeron al carácter surrealista de Las Iluminaciones, logrados por las alucinaciones y los momentos ensoñadores de sus versos, recalcadas por el uso de las palabras por su poder evocativo más que por su significado literal en el poema, lo que hace que —más allá de los aspectos estilísticos— Las Iluminaciones posean muchas imágenes sensoriales.

Después, dicen los investigadores, desaparecieron esas imágenes. Eso que Gastón Baquero llamo “las purificaciones de lo visual que se dieron en Rimbaud” y que, como “un Cristóbal Colón de las palabras”, contribuyó “sin proponérselo, desde luego, a devolverles a los vocablos una capacidad creadora, una potencia que el verbalismo y la oratoria les habían arrebatado”. Obrero en Alejandría; soldado desertor en Jaba, Indonesia; capataz de cantera en Chipre; empleado en una agencia que exportaba café, pieles y caucho en Yemen; traficante de marfil, oro, cuero y armas en Arabia y África; explorador, colono, geógrafo y fotógrafo, la segunda mitad de su vida se nos muestra como el contrapunto de la primera. Las fotografías de los años que pasó en Harar, ciudad islámica poblada de mezquitas en la actual Etiopía, lo muestran adulto, lejos de la imagen de adolescente transgresor y rebelde, descreído y ateo, fumador de hachís y bebedor incontrolable, conocedor de los poderes de su belleza y juventud.

Rimbaud no es el adolescente de aquel famoso retrato de 1871 reproducido en incontables antologías. Ni del cuadro Un rincón de la mesa, donde Henri Fantin-Latour retrató a los poetas de su época, y Verlaine y Rimbaud aparecen a la izquierda, juntos (Rimbaud vestido de negro, con el pelo rubio desordenado, y la mano en el rostro, anhelante). Ahora lo vemos en Harar con traje blanco de algodón crudo, delgado y descalzo, consumido por el agotamiento y el sol etíope, que ha curtido con duros rasgos las líneas de un rostro que aún nos mira como “un animal sagrado en la blancura solar”. La acumulación de trabajos, privaciones y fatigas lo convierten en una criatura penetrada hasta los tuétanos de polvo y silencio (la misma criatura capaz de escribir Yo es otro y Hay que ser absolutamente modernos).

Lejos quedaba su pasión por la poesía. Es como si todo lo que tuvo que alterar, desordenar, desarmar, lo hubiera hecho en un abrir y cerrar de ojos, sabiendo que el poeta debía hacerse “vidente” por medio de un “largo, inmenso y racional desarreglo de todos los sentidos”. Es como si este abandono, que sustituye por una relación epistolar con su hermana Isabel y su madre, en la que no hay —dicen los investigadores— rastros de literatura, fuera su mejor poema. Es como si ese chiquillo malcriado nos mirara a los ojos y, haciendo una gran travesura, nos dijera: “Qué esperan, ya todo está hecho, ya el barco ebrio zarpó, ya hice lo mío”.

Las cartas —fechadas entre 1878 y 1891— destilan una cada vez más cotidiana aceptación del trabajo físico, de los sufrimientos, de la familia, del tiempo y el destino. “Ya no puedo ir a Europa porque me moriría en invierno y porque ya estoy demasiado habituado a la vida nómada; en fin, ya no tengo posición”, le escribe a la madre. Y añade Rimbaud: “La soledad es una mala cosa. Por mi parte, siento no haberme casado y tener una familia. Pero ahora estoy condenado a errar. […] Puedo desaparecer en medio de estas tribus sin que nadie tenga noticia”.  

Incluso los pedidos o comentarios que le hace a la dureza lejana de su madre por momentos nos suenan delirantes y al mismo tiempo poéticos: tratados de metalurgia hidráulica, arquitectura naval, pólvoras y salitres, mineralogía, geodesia, química y astronomía, manuales de curtidor, del perfecto cerrajero, del fabricante de ladrillos, lozas y bujías, del fundidor de metales y el armador de navíos; o un teodolito, un sextante, una brújula de reconocimiento, una colección mineralógica, un aparato de agrimensor, un barómetro aneroide.  

Pero uno termina preguntándose hasta qué punto un poeta como Rimbaud puede deshacerse de la poesía y optar —como si nada hubiese pasado— por una vida estable de trabajo, aburrido ya de su desaforada existencia anterior, según algunos han afirmado, o con el objetivo de volverse rico e independiente para después poder ser un poeta y un hombre de letras libre de penurias económicas, a diferencia de aquellos bardos a los que admira, según especulan otros.

De alguna manera poemas de Una temporada en el infierno anticipan los días finales de Rimbaud:

Mi jornada está cumplida; abandono Europa. El aire marino quemará mis pulmones; los climas perdidos me tostarán. Nadar, segar la hierba, cazar, fumar sobre todo, beber licores fuertes como metal fundido, como hacían esos queridos antepasados alrededor de la hoguera.

Regresaré con miembros de hierro, con la piel oscura, con la mirada furiosa: por mi máscara se me creerá de una raza fuerte. Tendré oro: seré ocioso y brutal. Las mujeres cuidan a esos feroces lisiados que regresan a los países cálidos, me mezclaré en los asuntos políticos. ¡Salvado! Ahora estoy maldito, me horroriza la patria. Lo mejor es dormir, perfectamente ebrio, sobre la playa.

Marchó a África, donde climas perdidos lo tostaron y el aire marino quemó sus pulmones. Bebió, cazó, fumó, segó la hierba y oscureció su piel, entre hombres de otra raza. Logró una pequeña fortuna como traficante de armas, y sí, las mujeres lo cuidaron, lisiado, después de regresar a Francia, la patria que lo horroriza, con fuertes dolencias en una rodilla producto de un carcinoma, para perder una pierna en un hospital de Marsella, y morir allí, meses después, con solo 37 años, como si fuera su manera de dormir, perfectamente ebrio, sobre la playa de los días, como aquel barco que “navegaba por ríos impasibles”, sabiéndose maldito pero eterno.

Epílogo:

Ahora mismo, en París —terreno fértil para este tipo de polémicas con bandos irreconciliables, tribunas en los medios e intercambio de descalificativos— Rimbaud y Verlaine vuelven a ocupar titulares y a dividir a más de un bando. Ambos poetas y amantes podrían entrar en el Panteón, el templo laico de la República, donde reposan los “grandes hombres” de la Nación, y un puñado de mujeres. La iniciativa para trasladar sus restos al monumento agita en Francia un debate entre literario y político. ¿Es hora, por fin, de honrar a dos de las mayores glorias de su literatura y entronizar en su pedestal más alto a los malditos? ¿O “canonizar” de esta forma a Arthur Rimbaud y Paul Verlaine supone un insulto póstumo a quienes les habrían horrorizado los homenajes oficiales? Firmas y comunicados circulan de ambas partes: los que se oponen y quienes creen que es un acto de justicia. Los primeros están inconformes con la identificación de Rimbaud y Verlaine como pareja. Aseguran que la relación de ambos formaba parte más bien de una provocación antiburguesa. Ven, además, en el intento de “panteonizarles” una señal de “la americanización que invade la cultura francesa”. Y una tatarasobrina-nieta del joven poeta se queja en Le Monde: “Todo el mundo pensará que son homosexuales, pero no es verdad”. En cambio, los que llevan el proyecto afirman: “Hay una idea un poco iconoclasta detrás de todo esto, un poco provocadora. Pero, más allá de esto, está la idea de hacer entrar la poesía y la juventud en el Panteón. Y de desempolvar un poco este lugar”.

En el frontispicio del Panteón, iglesia reconvertida por la Revolución Francesa en templo laico y civil, se lee: “A los grandes hombres, el reconocimiento de la patria”. Hay escritores allí: de Voltaire y Rousseau a Victor Hugo. Y hay parejas. Arthur Rimbaud y Paul Verlaine no entrarían en el Panteón como pareja —lo que horrorizaría a muchos—, pero el gesto reivindicativo no escapa a nadie. Son grandes poetas: Verlaine, un escritor importante de su tiempo; Rimbaud, un revolucionario de la poesía, un precursor con décadas de anticipación del surrealismo, el dadaísmo, el cubismo, y un hombre que hizo de su breve vida una obra en sí. Su irradiación alcanza a todos los ámbitos y épocas: la generación beat, los hippies, el rock and roll, Mayo del 68…

En una habitación en Londres, donde las autoridades pusieron una tarja, escribió Luis Cernuda en Birds in the night (1962): “Rimbaud y Verlaine, rara pareja, vivieron, bebieron, trabajaron, fornicaron. […] ¿Oyen los muertos lo que los vivos dicen luego de ellos? Ojalá nada oigan”.