Robert Ráez


De izquierda a derecha o viceversa, se escribe una novela

De todas las veces que me he sentado a leer Boustrophilia, esta es quizás la más difícil, porque hay muchas maneras de leer, y mis lecturas han tenido variadas perspectivas. La leí primeramente como la amiga cercana que le dan la emoción de la sorpresa de un texto nuevo. Luego, la leí una y mil veces como la editora que ayudaría a componer el cuerpo dramático, la leí como diagramadora y todas estas lecturas tuvieron un diálogo, una confrontación para el ejercicio de la crítica.

No vengo a decir si el libro en cuestión es bueno o malo, partiendo de esa teoría subjetiva y permeada por ridículos referentes particulares, he venido a analizar una novela (y este término lo discutiremos más adelante) escrita por Robert Ráez, cuando no era mi amigo, así sin más preceptos.

En esta primera impresión de la reseña, hablaré del autor con respeto, llamándolo solamente por el apellido, lo que aporta merecida connotación.

Boustrophilia, está compuesta por once narraciones que poseen vasos comunicantes, en los que se incluyen personajes que viajan de una historia a otra, donde se trastoca el tempo y el narrador, omnisciente o testigo indirecto, personaje cínico a la sombra de la trama, vaga con facilidad por los diferentes modos y tiempos verbales, dejando ver desde el principio que se trata de un autor con amplia facilidad para contar.

¿Quiénes son los personajes? ¿Cuál es la manera de introducirlos? ¿Qué recursos utiliza para entrelazar estas historias? ¿Qué se entiende por Boustrophilia?

Son muchas las preguntas que surgen al enfrentarse al primer texto, sin título, como pórtico, pero donde un exordio anterior anunció que en la sucesión de hechos se escucharán charlas, (hubo un pequeño diálogo interno con Cortázar y sus más conocidos alter egos) donde la voz que narra es una mujer, y donde Ráez, un poco inexperto, deja ver a ratos un cierto descuido del lenguaje, que no caracteriza a una mujer desenfadada o irreverente, sino más bien desaprovecha un poco «la sensibilidad de un buen discurso femenino». A pesar de esto, resuelve despertar la atención, comienza a enumerar sentencias que van conformando y mezclándose con su verdadero yo: Lo difícil es saber dónde está el punto final. Y yo lo tomo como una de esas certezas absolutas de vida para seguir en mi lectura que esta vez transita por la caracterización de los personajes. Todos, excepcionalmente todos, son un guiño de la personalidad del autor.

Hay mucha verborrea pensada para resaltar el uso de un lenguaje simple, jergas, poco tecnolecto especializado porque no viene al caso, y un orden de colocación de los elementos en la oración que nos remiten al término de bustrophedon, manera de escribir trazando un renglón de izquierda a derecha y el siguiente de derecha a izquierda. Así logra Ráez jugar con mi lectura, que se ve interrumpida a ratos, por explicaciones, argumentos, existenciales, que se vinculan mientras se desarrolla otra idea, otra oración, y no me incomoda, en esta obra, es sin dudas, su estilo. Un estilo que supo mantener hasta el cierre.

Particularmente, mis asombros radican en la memoria intertextual que desarrolla el autor. Me impresiona sobremanera cómo la voz inicial desconocida, cuando se abre la primera puerta o la primera historia, termina haciendo alusión a términos que deberían ser sinónimos de «rara». Luego Ráez presenta a sus personajes mientras irrumpe como una aclaración: Celia es una tipa digna de portar el calificativo de rara. Me ubica. Si por algún momento esta filia de Ráez por su tendencia al Boustro me inhibe de algún entendimiento, advierto dos momentos de singular pasión cuando avanzo por estas líneas. Y es que hay dos sistemas de escritura que le alabo, pero para comenzar a ahondar en esta explicación debo cambiar y pasar a la siguiente fase:

Lo que escribió Robert, sin el apellido, manteniendo la connotación.

Sucede con «la cosecha de los poetas», mi cuento preferido. Y es que el problema del idioma y de cómo lo emplea tiene carácter espiritual, si lo quiere redimir, lo espanta, lo empobrece, pero con recursos que van desde la fina sátira hasta lo que puede resultar un poco irrespetuoso. Pero la literatura nos permite ser así, farsantes, insolentes, abruptos, repletos de palabras ofensivas que podrán ser gritadas sin miedo a la reacción. Robert se explaya, comenta, y no puedo decirle que tentó muchísimo al espíritu del viejo Virgilio cuando aseguró que Si muero en la bicicleta no me pongan flores, poco puedo señalar cuando al poema lo encabrita, y forma, como diríamos en la mesa de trabajo, tremendo relajito. Mientras yo esperaba ver impresa de una vez mi traducción de la poesía de Jacques Prévert, «la cosecha de los poetas» me recordaba a Jake the pervert, por otra parte, la mención constante de referentes de la literatura para detenerte a pensar o a reír como cuando por culpa de César, Santiago terminó leyendo a Yuri Lotman, estallé de risa solo de pensar en la teoría abstracta.

Estamos ante una novela que, aunque corta, tiene bien delimitados los elementos que la distinguen. La construcción de una historia narrando la manera de construir la historia es una de las ideas esenciales donde Robert se burla del narrador hipodiegético y en el que además se convierte.

Robert ha escrito un buen libro, yo lo he editado. Robert ha diseñado con merecido elogio su propio libro, yo lo he diagramado. Como ha sido de imperfecta nuestra aproximación, asimismo se han escurrido algunos errores, monosílabos sueltos, tracks demasiado apretados, palabras mal partidas, pero nos hemos perdonado todo al calor de la felicidad de ver el libro impreso. Y como escribiera el propio autor a manera de dedicatoria en la página impar: hay muchas maneras de amar, pero la nuestra es excepcional.