La pasión de Juana de Arco


La pasión según Carl Theodor Dreyer

“La recreación de Juana de Arco por parte de Maria Falconetti podría ser la mejor interpretación jamás rodada”, afirmó la crítica Pauline Kael en 1982 luego del redescubrimiento en un manicomio noruego de una copia de la versión original, sin los cortes de la censura, y el posterior estreno en la misma década de esta obra dirigida por el danés Carl Theodor Dreyer, La pasión de Juana de Arco, uno de los grandes clásicos del cine mudo.

Esta sería la última película de la Falconetti (Renee Jeanne Falconetti, 1892-1946) y por la que realmente sería recordada. Antes, en 1917, filmaría Le Clown y La Comtesse de Somerive, pero su consagración vendría con Dreyer, quien la encontró en los teatros de París –actuaba en el famoso Comédie-Française– y trabajó meticulosamente con ella, logrando una interpretación inolvidable, que la condujo luego a abandonar el teatro y tampoco volver a incursionar en el cine, pese a un intento en Hollywood. Falleció en Buenos Aires, donde se radicó en los años de la II Guerra Mundial, convertida al budismo, a fines de 1946.

Sin valerse de más trucos visuales de aquellos que interpelaron a un diálogo directo entre personajes y cámara, Carl Theodor Dreyer centralizó en primeros planos el lenguaje cinematográfico para describir un crudo proceso de ajusticiamiento ejecutado en el siglo XV sobre la heroína y mártir Juana de Arco, condenada por la Iglesia al afirmar que estaba tocada por la gracia de Dios. En La pasión de Juana de Arco, Dreyer no espera más fin que el de representar todos aquellos estados emocionales que van desde la fe y el amor incondicional a Dios, hasta la intolerancia y la rabia de quienes toman por afrenta haberse declarado hijo suyo. Sin más ornamentos ni alusiones históricas que las imprescindibles para elaborar un poderoso discurso sobre las bajezas de aquellos que se erigen en falsos líderes espirituales, jueces y, finalmente, verdugos, Dreyer trabajó con la ayuda de Pierre Champion, sobre un guion basado en estudios directos sobre las transcripciones originales del proceso padecido por la también conocida como la Doncella de Orleans hacia el año 1431.

La fotografía utiliza primeros y primerísimos planos de gran penetración psicológica, travellings del tribunal y de la multitud, prolongados picados y contrapicados, imágenes descentradas, inclinadas o deformadas, sombras expresionistas y otros recursos que conforman una narración visual excepcional. El guion se concentra en el drama de Juana, sin dejar de lado el rigor de las referencias históricas, pues contó con el asesoramiento de Pierre Champion, editor de las actas originales del juicio.

La película tiene influencias tanto del realismo como del expresionismo cinematográfico, pero sin maquillar a los personajes (entre ellos, el mítico Antonin Artaud). Y la Falconetti, por su parte, ofrece una interpretación única, rica en matices, y centrada en la expresión del rostro y la mirada. Su rostro todo lo puede –es, digamos, un puente hacia el alma–, alejándose del histrionismo habitual del cine mudo para lograr un extraño equilibrio entre contención y una tenue exageración casi hipnótica. La intensidad de la expresión de Maria y la intimidad de la cámara convierten a Juana de Arco en un personaje que prácticamente se desarma y rearma ante nuestra mirada. El hecho de que Falconetti no haya vuelto a actuar jamás también convierte al filme en un documento histórico de esa performance, dando la posibilidad de pensar que no es una actriz sino la propia Juana corporizándose, gracias al cine, en la pantalla.  

El responsable del decorado fue el berlinés Hermann Warm, que había elaborado los fondos expresionistas de filmes como El estudiante de Praga (1913), El gabinete del doctor Caligari (1919) y Las tres luces (1921) y el extraordinario uso del montaje y utilización de la fotografía la realizaría un operador que luego seguiría en Hollywood como director, Rudolph Maté.

Dreyer hizo esta película, seleccionada varias veces por la crítica como uno de los mejores filmes de todos los tiempos, después de deslumbrarse con Potemkin, por lo que es muy distinta de las que había realizado hasta entonces y de las que hizo después, pues se basa en la idea del montaje como columna vertebral de la película. Si algo demuestra Eisenstein –y ese algo ya lo había expuesto Griffith– es que en un filme basado en el montaje lo esencial no es lo que se ve en pantalla, sino lo que no se ve: los planos invisibles que están entre los visibles, lo que hay entre plano y plano y que el espectador advierte sin que realmente lo vea. El movimiento es así: lo percibimos como un fluido continúo, pero es solo una ilusión óptica.

Desprendiéndose del encorsetamiento decimonónico de Griffith, el danés pone énfasis en la fuerza de la imagen: la imagen como entidad y al mismo tiempo como sinécdoque de la historia que está contando. Cualquier plano aislado es en sí suficiente. Como en las fotografías de Robert Capa o de Henri Cartier-Bresson, un instante lo es todo. Además, el escenario no delimita el plano, sino que el director pone ese límite en manos del espectador, creando así un trabajo que con cada mirada adquiere nuevos y asombrosos matices.  

Aunque en su estreno fue un fracaso comercial –y después de sobrevivir a hendiduras, cortes y demás actos de vandalismo por parte de la censura–, ha sido el tiempo el que la ha puesto en su lugar a este filme realizado en la última época del cine mudo; pero La pasión de Juana de Arco no es solo un ensayo teológico, ético y moral, sino, además, una genuina pieza de orfebrería narrativa, que supedita la mística al servicio del arte, el triunfo de la imagen sobre la palabra. El enfoque radical de Dreyer, su técnica exquisita y la construcción del espacio y la lenta intensidad del movimiento de la cámara hacen del filme, una de las grandes joyas del cine. Esta visión minuciosa y dolorosa, como todas las tragedias de Dreyer, sigue y seguirá viva después de que tantas otras cintas comerciales se hayan perdido en la bruma.