pensar la ciencia


Pensar la ciencia. Riesgos para un joven investigador y cómo manejarlos (10/10)

Ya obtuve el título que buscaba… ¿y ahora qué?

Hemos llegado al último post de esta serie. Como habrás notado, cubrimos el ciclo de obtención del título, desde hallar la motivación, establecer las dinámicas de trabajo con el tutor, gestionar tu propio programa de formación de habilidades, hasta presentar los resultados de tu estudio. Ojalá las pistas discutidas te hallan hecho mejor investigador.

Casi un año ha transcurrido desde que comenzamos a discutir estos temas y, espero, ya obtuviste (o te encuentras más cerca de obtener) el título que ansías. El proceso ha demandado de ti tantos esfuerzos y energías que, por momentos, te pareció que no había nada más en mundo. Es un sentimiento común, todos pasamos por ahí. No combatas la confusión, por el contrario, abrázala; sé consciente de ella, deja vagar tus pensamientos y observa hacia dónde te llevan.

Como establecimos desde el primer post, un título es solo el comienzo: la entrada a una nueva esfera de actuación. Llegó la hora de redefinir nuestros objetivos y planes de vida. El propósito de este texto es discutir algunas de las opciones a las que te enfrentarás luego de graduarte y ofrecerte pistas que te ayuden a reorientar tu accionar y maximizar los beneficios.

¿Qué se hace luego de adquirir un título académico? Pues depende del título, claro está. En primer lugar, porque cada uno te capacita para cierto accionar y, en segundo lugar, porque se obtienen en distintas fases de la vida, por lo que tu performance profesional deberá (idealmente) conjugarse de manera armoniosa con ejercicios y planes de diferente naturaleza.

Mi primer título: Licenciado

¡Al fin! Luego de cuatro o cinco años recién terminaste la universidad. En realidad, has completado una fase que emprendiste desde muy pequeño, en la enseñanza primaria. Llevas quince años en la escuela y poco sabes más allá de la misma. Para la gran mayoría de las personas, aquí termina su proceso de formación profesional. El papel que recibiste te acredita para desempeñarte en un área determinada y comienzas en un trabajo. Tienes entre 21 y 25 años y toda la vida por delante: es hora de plantearte nuevas metas.

Lo primero que te sorprenderá es que las cosas a las que te enfrentas en el ámbito laboral son diferentes a los entrenamientos que recibiste. Rápidamente identificarás discrepancias entre las clases y lo que ahora debes aplicar. Asimismo, reconoces lagunas en tu formación y te vienen a la cabeza mil maneras en que hubiesen sido más efectivos los cursos que tomaste. Recuerdas tus buenos y malos profesores. Es normal. Ningún sistema educativo es lo suficientemente comprensivo como para abarcar todas las habilidades necesarias en el terreno productivo.

Tomada de internet

A veces, las tareas que tienes que cumplir en tu trabajo son verdaderamente desafiantes y novedosas en muchos aspectos. Te preguntas si en realidad estás capacitado para acometerlas y te amedrenta la ausencia, por primera vez, de una figura rectora cuya misión es asistir y motivar. Entonces te lamentas del tiempo que perdiste en la universidad y especulas acerca de lo que hubiese sucedido si hubieses prestado más atención en tal o más cual materia. Esto se llama el síndrome del impostor.

Ten calma. No te amedrentes y confía en tus capacidades. Si efectúas una autoobservación profunda también notarás fortalezas y cualidades en las que destacas. Solo necesitas más tiempo, la experiencia se encargará de ir puliendo y refinando tus destrezas. Verás que pronto te sentirás más cómodo. Te reproduzco un consejo de Seth Godin: búscate un héroe, alguien que sobresalga en tu campo e intenta ser como él. Emula sus hábitos y procura hacer ingeniería inversa de sus éxitos.

Tu héroe puede estar muy cerca, en tu propio trabajo quizás, pero no necesariamente tiene que ser así. Puede ser un autor importante o una figura pública de Alaska; da igual. Lo verdaderamente relevante son dos cosas: una, que esa figura esté relacionada con tu performance, es decir, que puedas aplicar las enseñanzas que adquieres; y, dos, que tu examen sea realista, o sea, de nada me sirve pretender imitar las propiedades de Superman para volar o de Spiderman de colgarme de las paredes.

Ahora bien, si lo que te interesa es continuar formándote, te recomiendo enrolarte lo antes posible en un programa de maestría. Ello abrirá nuevas puertas para ti. Lo único que tienes que pensar es si quieres prolongar las líneas instructivas que ya conoces (por ejemplo, si hiciste tu tesis historia del cine cubano y te incorporas a un máster en film studies) o si, por el contrario, quieres tomar rumbos completamente diferentes. Si tu opción es la segunda, entonces te recomiendo no apresurarte. Pasa algunos años más explorando el mundo laboral hasta que identifiques una nueva pasión.

De vuelta al ruedo: Máster

Hay tres tipos de estudiante de maestría. Primero, está el joven intenso que recién se graduó y que continúa con el entusiasmo y la inocencia del que no sabe otra cosa en la vida que estudiar. Se le reconoce por la emoción contenida por haber sido aprobado en el programa, el ímpetu y la celeridad con que realiza las tareas orientadas. En Cuba, a menudo, también es trabajador de la misma universidad, por lo que se le nota cierto azoramiento al tener como colegas a varios de los que, hasta hace un par de meses, fueron sus profesores.

Segundo, aquel que ha sido instado por su trabajo a tomar cursos de superación. A fin de cuentas, el objetivo de un programa de maestría es alcanzar una especialización en un área puntual de la ciencia con alta aplicabilidad en la vida profesional. Este es un investigador con cierta experiencia, aunque, siendo joven aun, se le valora más por el potencial de lo que puede llegar a ser. Es relativamente conocido por profesores y académicos del campo en su ámbito geográfico inmediato –ciudad o región– y tiene muy claro lo que le interesa adquirir del programa, por lo que discrimina su atención y esfuerzos.

El tercer tipo de estudiante es aquel que, en una fase tardía de su vida, decide buscar su título. Lo hace por muchos motivos: por la intensísima presión de los colectivos universitarios por aumentar los grados científicos de su claustro; porque, tomando en consideración los años de experiencia, ya tiene varios proyectos de investigación avanzados y no le son extraños, ni las publicaciones y ni las habilidades metodológicas de su ciencia, por lo que piensa que puede obtener el título sin muchos contratiempos; y porque es una forma de aumentar su salario, lo cual siempre es un inventivo sustancial y, como dijimos en el primer post, muy engañoso.

Generalmente, cada uno de estos comportamientos corresponde a una edad, pero no tiene por qué ser así. Cuando cursé mi maestría –yo fui del primer tipo descrito–, tuve compañeros casi con edad de retiro que mostraban una emoción en las clases verdaderamente impresionante. Hoy día, siendo profesor de varios programas de máster, he tenido como alumnos a chicos recién salidos de las aulas con la energía y las ganas de un oso perezoso. Es por eso que a estas alturas no estoy convencido que el tiempo de vida tenga mucho que ver. ¿Qué tipo de estudiante eres tú?

Tomada de internet

Mi recomendación: ten claro para qué quieres tu título. La maestría te ayuda a pulir tus mañas y a suplir las falencias de tu licenciatura. Es altamente aplicativa, por lo que debes ser ágil para incorporar lo que aprendes a tu entorno laboral. Eso te hará destacar y te permitirá comprobar que no pierdes el tiempo. Además, si tienes entre 25 y 35 años, lo más probable es que ya tengas o planees conformar tu propia familia, lo cual supone todo un universo de prioridades con las que deberás alternar. Sé práctico, mantente al día con el programa y preocúpate por terminar pronto.

Pero, una vez que defiendo mi tesis, ¿qué hago?

La respuesta más clara es: pon en funcionamiento aquello que propusiste en tu investigación y esfuérzate por aplicarlo en tu día a día. Claro que es más fácil decirlo que hacerlo. Muchas veces, los resultados de investigación encuentran mil y una barreras en los espacios administrativos de las instituciones que impiden su uso apropiado. Otras, la desidia e ignorancia de directivos desestiman propuestas valiosas y te sumen en un angustioso y exasperante estado de impotencia. Tristemente, hay por doquier gavetas y gavetas de estudios relevantes empolvándose que harían la vida de todos más sencilla. No te puedo decir nada para resolver esas situaciones.

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Mis consejos son los siguientes. Primero, no des por sentado que tus resultados serán implementados en tu trabajo, incluso si desde la institución te impulsaron a tomar el máster o es muy obvio que salvarás el universo con tu propuesta. En cambio, emplea estrategias de persuasión en tu ambiente para exacerbar la necesidad y posicionar tus ideas como posibles soluciones. Es un plan a largo plazo y te tomará meses o años, por eso es preciso que comiences desde antes de terminar tu tesis. Aprovecha cualquier oportunidad para “vender†tus soluciones a compañeros y, en especial, a los directivos, así lograrás ejercer presión grupal en caso de una negativa o de un escenario adverso.

Segundo, aún si no hay nada que hacer, si en tu trabajo han ignorado olímpicamente tu opinión, no te desanimes. La investigación científica te aporta mucho, pero mucho más que un resultado final. Como he intentado demostrar en esta serie, el largo periodo que empleas haciendo una tesis te ofrece un caudal de conocimientos y de técnicas de formación que son transferibles a otras actividades profesionales y de la vida diaria. Sé consciente de ellas y utilízalas para iniciar nuevos proyectos. ¡Adelante!