Dos dimensiones del Apocalipsis nuclear

Todavía hoy Teléfono rojo, ¿volamos hacia Moscú? (1964) atormenta los demonios del público. Quizás por esto se encuentra entre los cien mejores títulos del cine. Pero seguro que en los años 60, muchos espectadores se quedaron sin uñas, en la butaca, mientras observaban cómo sus ideas más pesimistas rodaban sobre la pantalla. La película escapa de los márgenes convenidos incluso para el humor negro. El propio Stanley Kubrick, su director, la definió como «una comedia de pesadilla».

Con el fin de la Guerra Fría, el hombre se ha vuelto más incauto, late al ritmo de otros miedos; y solo en ocasiones abre los ojos y descubre que una manada de misiles lo rodea desde todas las partes del planeta y a la espera de una estampida.

Pero en aquella época nadie escapaba al pánico de una guerra nuclear, todos vivían con esa espada de Damocles colgando sobre la geografía. Los periódicos y los políticos contaban con un vocabulario y ciertas ideas a mano para explicar la situación. Y Kubrick aprovechó este día a día para una caricatura; por eso la risa acompaña al horror en Teléfono rojo…

El enredo comienza cuando el general Jack D. Ripper (nombre que alude a Jack el Destripador), convencido de que los soviéticos envenenan el agua potable de los Estados Unidos, lanza un ataque nuclear masivo sobre Moscú. La psicología de los protagonistas es una de las piezas clave de la obra. En este bestiario posan Merkin Muffley, un presidente cándido, incapaz de evitar el desastre; y un general, Buck Turgidson, entrenado solo para repetir consignas anticomunistas y culpar a los soviéticos de sus desgracias; aunque, sin dudas, la tesis de la película se concentra en el doctor Strangelove, un nazi rehabilitado por sus conocimientos científicos, a cargo de la dirección de Investigación y Desarrollo Armamentista norteamericana.  Lo dicho: la peor pesadilla del espectador fue encontrar su futuro en semejantes manos.

Diferentes versiones de una pesadilla

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La mayoría de los grandes directores, sin embargo, no tuvieron semejante suerte. La falta de dinero, el doble filo de filmar el tema o los compromisos con la industria disuadieron a muchos de un análisis a fondo del peligro nuclear. No obstante, se mantuvo por décadas en cartelera.

En aquel mundo bipolar, el Apocalipsis tenía rostro propio. Infinidad de películas de bajo presupuesto estimularon la imaginación de medio mundo con potencias comunistas que amenazaban su futuro.

Aunque El día después (1983) es un telefilme humano, que no se concentra en el morbo de la guerra, sí señala a la Unión Soviética como un peligro para la seguridad norteamericana. La historia recrea la vida después del bombardeo atómico. Sus personajes no pertenecen a una gran ciudad, sino a uno de esos pueblos del sur estadounidense. Los llama a tomar partido en las decisiones del país y les recuerda que ellos, sobre todos, serán los más afectados. El animado británico Cuando el viento sopla (1986) también vuelve sobre las consecuencias de una guerra atómica, ahora entre la URSS y Reino Unido, y desde la cándida perspectiva rural de un matrimonio de ancianos.

Del otro lado del mundo, Godzilla se convirtió para el Japón de la posguerra, devastado y sin ejército nacional, en un titán que salvaba el país en el terreno de la ficción de sus muy reales enemigos extranjeros. Fue para ellos la vindicación imaginaria de las ciudades Hiroshima y Nagasaki, blancos de la bomba atómica.

Uno de los grandes temores de nuestros tiempos, que ha hecho erupción en la pantalla grande, es que el control de las armas nucleares caiga en las manos equivocadas. En Juegos de guerra (1983) un niño conecta su computadora con el servidor que controla el armamento norteamericano y cataliza la llegada de una tercera Guerra Mundial. Un error similar apuró el fin del mundo en la película soviética Cartas de un hombre muerto (1986). ¿Son frágiles las circunstancias que nos separan de un holocausto?

Basado en hechos reales

3Casualmente, en septiembre de 1983, las computadoras de la URSS registraron el disparo de un misil intercontinental desde la base de Malmstrom, Estados Unidos, que alcanzaría Moscú en 20 minutos. El protocolo dictaba que respondieran a la agresión inmediatamente con sus armas nucleares; pero el teniente coronel Stanislav Petrov calmó los ánimos convencido de que no era lógico que los norteamericanos iniciaran un ataque con un solo misil. Minutos más tarde las computadoras soviéticas detectaron otros cuatro más; sin embargo, Petrov decidió esperar. Luego se supo que las máquinas habían confundido ciertos fenómenos climáticos con una ofensiva militar. Por suerte para toda la humanidad, la historia solo conoce este hecho como el “Incidente del equinoccio de otoño”.

Nuestro planeta alberga más de 20 mil armas nucleares. Esta cifra (bien conservadora) basta para destruir 25 veces a todos los habitantes de la Tierra. Si los misiles fueran coches bombas alcanzarían para que cada ser humano sufriera una detonación hora tras hora durante un mes completo.

Durante la filmación de Rapsodia en agosto (1991), el director japonés, Akira Kurosawa, terminó discutiendo con el premio Nobel de Literatura colombiano, Gabriel García Márquez, sobre las armas nucleares. El autor de Cien años de soledad trataba de convencerlo de que la energía atómica podía utilizarse con fines pacíficos; sin embargo, terminó comprendiendo el horror de aquel hombre que tenía en frente. «Yo recuerdo bien el día de la explosión [en Hiroshima] —le aclaró Kurosawa—, y todavía hoy no puedo creer que aquello haya ocurrido en la realidad de este mundo.»

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