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Los santos inocentes

Cine y literatura han tenido siempre una relación complicada. Pocas veces una adaptación fílmica resulta ser fiel a la novela y, al mismo tiempo, tener la calidad suficiente como para existir por sí misma. Existir como arte, claro.

Por suerte, este no el caso de Los santos inocentes, la novela de Miguel Delibes que el director Mario Camus llevó a la gran pantalla en el año 1984. La historia es un gran fresco de esa España rural y atrasada donde sobreviven relaciones feudales. Es la España de Extremadura, con esos grandes cortijos que se extienden hacia el horizonte, quietos y desolados. Buena tierra, propiedad de señoritos que viven en Madrid y que solo las visitan para cazar perdices y celebrar fiestas en sus grandes estancias.

Hay en la novela una denuncia a la opresión y la humillación de las clases más bajas que la película sabe captar y llevar a imágenes, miradas, expresiones, que enriquecen un discurso que ya en la obra literaria era contundente.

Con motivo de su 30 aniversario se desató una polémica en torno a la actualidad del tema tratado por la película, que muchos consideran alejada de la realidad española del siglo XXI.

Sin embargo, estas lecturas se quedan en la epidermis de un filme que aún tiene mucho que ofrecer, no solo por la denuncia de la desigualdad —fenómeno que permanece aún, sin importar las nuevas formas que adquiera—, sino por esa indagación en la inocencia que la convierten en una de las obras más hermosas y terribles del cine y la literatura españolas.

Hay en la contenida prosa de Delibes, en la forma en que construye los pasajes, un sentimiento tremendo que intuimos incluso en los momentos más calmos, más apáticos, y que se realza en el filme con el magnífico empleo de la banda sonora. Originalmente compuesta para piano, la música fue interpretada por el rabelista Pedro Madrid, lo que le imprime a la película un sello poético que la diferencia del libro.

Porque la música del rabel, como un chirrido, acompaña muchas de las escenas cual advertencia, y nos recuerda que la bucólica superficie prepara algún horror.

Para estas gentes todos los días son el de los inocentes. Llevan una existencia servil, toleran todo de sus señores y se lamen la mano agradecidos por las migajas. El personaje interpretado por Alfredo Landa, Paco el bajo, es quien mejor encarna este espíritu. El propio director reconoció que construyó a este personaje como un perro, de mirada siempre fiel y dispuesto a perdonar cualquier exabrupto del amo, aunque el resto de los caracteres muestren comportamientos similares.

Hay un fuerte contenido poético en todas las escenas, con planos generales de la campiña o primeros planos de los personajes, detrás de los cuales adivinamos esa soledad esencial que todos compartimos.

Construida con la misma maestría que la novela, la película nos va preparando para el momento final. Sin prisas, con mano firme, se construye la atmósfera necesaria para ese crescendo dramático, para esa violencia torpe y breve, brutal como la inocencia, porque nadie es más cruel que los niños.

El personaje Azarías —interpretado por un Paco Rabal que da, probablemente, la mejor actuación de su carrera— es el que mejor encarna esta inocencia brutal y tierna. Este personaje, que se orina las manos para que no «me se agrieten», es un niño dentro del cuerpo de un anciano de sesenta años y refleja lo más bello y lo más trágico del hombre.

Los Santos Inocentes, una película que aún conmueve, es un llamado a reflexionar sobre el hombre, el dolor, sobre desigualdad y la inocencia, que no es el paraíso perdido del que hablaba Milton, sino parte del terrible oficio de vivir.

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